Los siete maridos, los ocho matrimonios (con uno, con el más famoso, repitió), la historia de amor más tórrida de Hollywood, los múltiples amantes célebres, las decenas de películas, los dos Oscars, las tapas de revistas, los perfumes, la colección de joyas, las actividades filantrópicas.
La lista podría seguir. Pero ninguno de esos elementos por separado, ni siquiera la conjunción de todos ellos, explica el impacto que tuvo la figura de Elizabeth Taylor durante la segunda mitad del Siglo XX. Su poder de atracción, la capacidad de centrar la atención sobre ella, era innata e inefable. Producto de conjunciones intangibles y de su pétrea vocación de protagonismo.
Elizabeth Taylor fue una gran estrella, de las más grandes de la historia de Hollywood. Atravesó generaciones. Es probable que haya sido la última gran figura del Hollywood clásico y la primera de la siguiente etapa, la de las celebridades. Cuando su éxito en el cine se fue apagando siguió en la cima pero ya sin actuar. No lo necesitaba. Y no sólo porque la recordaran o por el prestigio adquirido. Ella, en esas décadas finales, trabajaba de famosa. Ya sin grandes salarios por película, sin estrenos que la pusieran estacionalmente en los medios. Cambió de trabajo. Inventó una profesión. Se dedicó a trabajar de Liz Taylor. Ese, probablemente, haya sido su mejor papel. Ese fue, con seguridad, su papel más redituable.
Desde los 11 años estuvo bajo la mirada púbica. Tenía talento, desparpajo, belleza y unos ojos únicos. Violetas y con dos líneas de pestañas negras. Los ojos de Elizabeth Taylor. Su atractivo era irresistible. Su amigo Montgomery Cliff (por quien ella peleó cuando las adicciones hacían que no lo contrataran) dijo que ella fue la única mujer que alguna vez logró atraerlo.
A veces, las cuestiones extrañas a lo artístico hacen olvidar sus actuaciones en Gigante, De Repente el Último Verano, La Gata sobre el Tejado de Zinc Caliente, Butterfield 8, ¿Quién le Teme a Virginia Woolf y varias películas más. Cada vez que aparecía en la pantalla borraba al resto; sólo se la podía mirar a ella. Pocas veces la cámara quiso tanto a alguien.
El padre era marchand y la madre actriz retirada. Un productor vio a esa nena de ojos únicos y la invitó a un casting. Los padres no querían pero cedieron a los pedidos insistentes de su hija. Universal la contrató pero al año la dejó libre, no le veían futuro. No parecía una nena, no era una adulta, no se parecía a nadie. No les servía para casi ningún papel. Una de las peores decisiones de casting de la historia. MGM la contrató con un salario de unas decenas de dólares semanales.
Su primer casamiento fue con Nicky Hilton, heredero de la cadena hotelera. Ella era muy joven, una figura en ascenso, con gran porvenir, pero sin el futuro asegurado. todo Hollywood la perseguía. De los jóvenes galanes a Howard Hughes que le ofreció a su madre un millón de dólares por quedarse con la joven Liz; ella al enterarse de la oferta tuvo un ataque de risa.
La revista Time la puso en portada como la gran promesa de la nueva generación. El matrimonio con Hilton fue un desastre. No tenían nada en común. Él era alcohólico y violento. Ella descubrió que no tenía por qué aguantar maltratos y a los nueve meses se separó. Fue su primer escándalo.
El estudio la castigó: las actrices eran bienes de ellos, cada problema que tenían les hacía perder dinero. La habían hecho actuar en El Padre de la Novia con Spencer Tracy y había sido un gran suceso, y creían que ahora todo se desmoronaría. A los ejecutivos no le importaron los argumentos de ella, ni su deseo. Eran épocas de comedias de teléfonos blancos y de divas más blancas todavía, angelicales. Creyeron que eso perjudicaría su carrera y por ende, su inversión, y la condenaron durante un tiempo a papeles secundarios en películas menores. Pero se equivocaron. Liz Taylor traspasaba la pantalla y todo lo que se refería a ella tenía reglas propias.
Al poco tiempo se volvió a casar con el actor Michael Winding, veinte años mayor que ella. Su primer contrato de siete años con MGM se vencía y ella quería renegociarlo. Le preocupaba poder elegir sus proyectos, trabajar en películas de calidad. Pero en medio de las negociaciones quedó embarazada por primera vez. Arregló por un buen salario, le consiguió un contrato a su marido, pero perdió independencia; el estudio se aprovechó de su necesidad. Con Wilding tuvo dos hijos. El matrimonio duró cuatro años. Después de la filmación de Gigante, se divorciaron. Ella adujo que la diferencia de edad había sido un obstáculo insalvable.
Pero un año después se casó por tercera vez con Michael Todd, un extrovertido productor -responsables entre otras cosas de La Vuelta al Mundo en 80 Días-, que era 25 años mayor que ella. A Todd le gustaba hacer las cosas a lo grande: le festejó el cumpleaños en el Madison Square Garden con 18.000 invitados y televisación en directo. Tuvieron otro hijo. Trece meses después de la boda, Todd murió en un accidente de avión. Liz quedó devastada. Interrumpió la filmación de Una Gata sobre el Tejado de Zinc Caliente para hacer su duelo. La acompañó en ese trance un matrimonio amigo, cuyos miembros habían oficiado de testigos de su boda con Todd: el de la actriz Debbie Reynolds y el cantante Eddie Fisher. Eran la pareja soñada por todo Estados Unidos.
Pero Liz se enamoró de Eddie que terminó dejando a Debbie. Y se casó por cuarta vez (Liz Taylor alguna vez declaró que para ella era casi imposible tener sexo con alguien sin estar casada). La mirada de la opinión pública cambió de manera rutilante. Pasé de la compasión por la viuda al juzgamiento instantáneo por ser una rompe matrimonios (aunque ella construía los propios casi frenéticamente). Hasta la acusaron de no tomarse el tiempo necesario para atravesar su duelo.
Luego, vendría Richard Burton. Y el mundo explotaría.
En medio de esta seguidilla de bodas ella había construido una carrera extraordinaria. Elegía sus proyectos, se mostraba autocrítica, buscaba mejorar. La presencia escénica era impactante. Pero sería un error centrar sus virtudes sólo en la belleza o en la evidente predilección que tenía la cámara con ella. Ella era una actriz dúctil que había progresado en su carrera. El estudio sin embargo sabía que no debía descuidar la atracción que generaba. Así en los pósters de los film aparecía recostada sensualmente sobre la cama o cubierta apenas con una toalla.
Richard Burton y Elizabeth Taylor se conocieron en el rodaje de Cleopatra, la gran súper producción de su época, la película más cara de la historia (que terminó recuperando la inversión y que ese año fue líder de taquilla). Una pareja explosiva: alguien del equipo técnico de Cleopatra dijo que cuando, al final del día, se apagaban las luces y todo el mundo se iba a su casa, en el set todavía podía sentirse la electricidad que provocaban Taylor y Burton.
El romance fue fulminante. El escándalo también. Dos de los integrantes más conocidos de Hollywood, los dos casados, mantenían un romance. Los periodistas de chimentos publicaban los avatares de la pareja diariamente. Liz y Dick.
La relación fue condenada desde todos lados. El Vaticano emitió un comunicado -faltó la excomunión: a ellos no les hubiera importado demasiado-, Estados Unidos pensó en sancionarlos. Pero los dos siguieron adelante. Él le regalaba las joyas más costosas y únicas. Millones de dólares en cada pieza. Pocas parejas lograron atraer la atención de los medios como ellos. Actuaron en once películas juntos. No siempre eligieron bien los proyectos. En varias ocasiones la ficción replicaba la realidad. El amor clandestino al principio, después las peleas, las idas y vueltas. Pero en 1966 ¿Quién le teme a Virginia Woolf? los volvió a llevar a la cima. El director Mike Nichols sacó lo mejor de ellos. Elizabeth Taylor obtenía su segundo Oscar. Desde ese momento, la faceta artística de la pareja entró en una pendiente pronunciada.
Richard Burton se había convertido en un alcohólico. La adicción estaba descontrolada. Ella intentaba generarle nuevos proyectos pero ya nada parecía motivarlo. Las peleas entre ellos eran épicas y frecuentes. Las reconciliaciones tenían la misma intensidad. Richard Burton sellaba cada regreso con una joya exótica.
En 1974 se separaron. Pero poco después a ella le encontraron dos manchas en los pulmones. Los médicos pensaron que era cáncer. Él la acompañó hasta que recibió el diagnóstico definitivo. No tenía nada. Para celebrar, él le propuso volver a casarse. Lo hicieron a las orillas de un río en Bostwana. Este ballotage fue breve y más caótico que la vida en común anterior. Un año después se separaron definitivamente.
Elizabeth Taylor estuvo acosada por enfermedades durante toda su vida adulta. Varias veces la muerte fue algo próximo. Pero ella siempre logró reponerse aún cuando algunas veces la habían desahuciado.
Después de Richard Burton, vino John Warner, un político republicano que aspiraba al Senado norteamericano. Liz Taylor, como hizo con cada uno de sus hombres, tomó la causa como propia. Se puso la campaña al hombro. Se sacó fotos, estrechó manos, participó en reuniones, dio entrevistas. Su marido obtuvo la banca pero ella se aburrió mortalmente. En ese momento comenzaron sus problemas de peso: el hastío la hacía comer de más decía. El consumo de alcohol y de tranquilizantes se le había ido de las manos. Tuvo que ingresar a rehabilitación para controlarlos.
Luego de varios fracasos de público a principios de los setenta, entendió que su carrera cinematográfica declinaba. Probó nuevos caminos. Actuó en teatro y realizó varias participaciones en televisión. Entendió que la gente no quería verla más en cine pero decidió que la gente la seguiría viendo. Ella era una estrella y lo seguiría siendo. No se apagaría. A partir de ese momento, Elizabeth Taylor se convirtió en una celebridad que oficiaba de ella misma. Ya no necesitaba películas nuevas o estar en afiches en las calles. De una manera u otra siempre consiguió que se siguiera hablando de ella.
Sus honorarios por película batieron récords. Fue la primera actriz en ganar un millón de dólares por un solo proyecto con Cleopatra (además consiguió el 10% de los beneficios). De los 70 dólares semanales que ganaba con su segundo contrato a las siete cifras en poco más de una década. La fortuna que dejó al morir fue de varios cientos de millones de dólares, algunos dicen que es posible que se acercara a los mil millones. Pero semejante cantidad no fue fruto de sus honorarios artísticos sino de sus ganancias como empresaria.
Fue la primera actriz en tener línea propia de perfumes. A mediados de la década del ochenta, Estée Lauder sacó al mercado dos fragancias con su nombre que se convirtieron en un éxito instantáneo. La conexión continuó hasta la muerte de Liz. Lo de los perfumes ejemplifica la conversión de Taylor. Ella descubrió el negocio de las celebridades. Además de disfrutar de la atención pública, además de la pulsión por dar a conocer sus vicisitudes privadas, Liz Taylor logró convertir eso en fuerza económica. Ya no necesitaba levantarse temprano, llegar puntual, aprenderse guiones que no le gustaban, someterse a órdenes de otros y a las críticas de los periodistas y del público, preocuparse por la taquilla ni intentar comprender el nuevo ritmo de Hollywood. El producto que vendía era ella misma.
Liz Taylor, también, fue una de las primeras figuras en apoyar de manera explícita causas humanitarias. Desde 1984, en los albores de la crisis del SIDA, recaudó fondos en la lucha contra la enfermedad. Más adelante creó una fundación. Su último gran aporte fue en 2011, el año de su fallecimiento. Remató en Sotheby’s su posesión más preciada: recaudó decenas de millones de dólares con la subasta de su colección de joyas.
Fue gran amiga de Michael Jackson y uno de sus apoyos explícitos en los malos momentos luego de las acusaciones por abuso. Liz declaró en favor de su amigo en los diferentes juicios.
Con él vivió una escena extraordinaria junto a una tercera celebridad también más grande que la vida real, Marlon Brando (algún día un buen guionista o un hábil dramaturgo imaginará los diálogos entre estos tres ese día histórico). 11 de septiembre de 2001. El mundo está en shock. Por la televisión llegan las imágenes de la tragedia. El horror se apodera de la población. Al principio no se entiende bien que está pasando. Es como una película catástrofe. Se suceden los atentados, parece el inicio del fin. En Nueva York esa sensación es mucho peor. Ahí se produjo la masacre. Las sirenas, el polvo, el humo, el hedor y la desesperación.
Las tres estrellas siguen los acontecimientos desde un hotel de lujo. Todo el dinero del mundo, el poder, las influencias y la fama, no les aseguran estar resguardados en ese momento. La paranoia de los tres, muy musculosa, alcanza en esas horas límites estratosféricos. Luego de unas pocas cavilaciones deciden emprender una fuga. La fuga más extraña de todos los tiempos.
El ídolo pop, el Rey del Pop, pone el auto y el chofer. Los otros dos, más grandes, pero legendarios, se suben en la parte de atrás de la limousine. Quieren salir de Nueva York a toda costa. Ir a un lugar seguro, si es que existiera (por esas horas todo era incertidumbre). Deciden refugiarse en Neverland.
Así fue como Michael Jackson, Elizabeth Taylor y Marlon Brando se alejaron del desastre. Estaban juntos porque Liz y Marlon iban a aparecer como invitados en un show de Michael en el Madison Square Garden. Hay quienes desmienten la existencia de este viaje, de esta pierna de personajes míticos tratando de resguardarse. Otros prefieren creer. Esta historia merece ser cierta. Tiene algún ingrediente más. Brando a cada rato pedía parar. La próstata lo traicionaba y su estómago lo exigía. Cada unos cientos de kilómetros necesitaba comer algo. En cada parada bajaban los tres a estirar las piernas. Los empleados de algún Kentucky Fried Chicken perdido en una ruta provincial o de algún MacDonald de un pueblo alejado del ruido nunca olvidarán el momento en que estos mitos estrafalarios (Jackson y su decoloración, Brando y su gordura, Taylor y sus pelos parados y ese garbo fuera de época) ingresaron al local casi vacío en el que los pocos que estaban (empleados y clientes) sólo prestaban atención a lo que decían la radio y los canales de noticias.
Esa no fue la única ocasión en que Liz Taylor estuvo en Neverland. Allí celebró su octavo y último casamiento. El novio era Larry Fortensky, un obrero de la construcción con el pelo rubio y batido que lo hacía parecer una mezcla del Andre Agassi juvenil y un cantante de Soft Metal de fines de los ochenta. Él era veinte años más joven que Liz. Era la primera vez que una de sus parejas era más joven que ella. Los amigos dicen que no tenían demasiado en común. Se conocieron en la Clínica Betty Ford mientras ambos estaban en rehabilitación. El tiempo, las diferencias de historia personal, la cantidad de pastillas que ella ingería y el trastorno obsesivo compulsivo de él, los separaron. Sin embargo siguieron en contacto y profesándose cariño hasta la muerte de ella. La actriz le dejó alrededor de un millón de dólares en su testamento.
Elizabeth Taylor murió el 23 de marzo de 2011, hace una década, después de estar internada por problemas coronarios más de un mes en el Cedars Sinai Medical Center de Los Ángeles. Tenía 79 años. Hacía más de cuarenta años que no tenía un éxito de taquilla. No importaba seguía siendo una estrella, de las más grandes que salió de Hollywood.
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