En 2019, cuando la nominaron al Oscar como Mejor Actriz por su papel en ¿Podrás perdonarme?, su primera interpretación dramática, Melissa McCarthy llegó a la alfombra roja del teatro Dolby de Los Angeles con un look que, como ella, parecía hecho para desafiar los cánones de Hollywood. El mono con pantalones en blanco y negro de Brandon Maxwell tenía una enorme capa que la actriz desplegó sonriente ante las cámaras. Para muchas mujeres en todo el mundo, ese fue el momento exacto en el que terminó de transformarse en una heroína.
McCarthy hizo dos cambios más aquella noche. Primero, para presentar el premio al Mejor Diseño de Vestuario, con un vestido de reina lleno de apliques de conejos de peluche. Y por último, cuando llegó a la fiesta posterior de Vanity Fair en zapatillas y jogging de tres tiras combinado con el de su marido, el actor Ben Falcone. Entre colegas de strapless, diamantes y tacos imposibles, ella había elegido: “estar cómoda para bailar sin parar”. No se llevó la estatuilla, pero sí una sorpresa: para la mayoría de los críticos, estuvo entre las mejor vestidas.
Era una de las muchas revanchas en su carrera. Apenas siete años antes, en 2012, cuando recibió su primera nominación como actriz de reparto por La boda de mi mejor amiga, no tenía quién quisiera vestirla para la Red Carpet. “No encontraba a nadie –contó a la revista Redbook–. Le pedí a cinco o seis diseñadores de alto perfil que visten a mucha gente, y todos me dijeron que no”. Para la entrega de los Emmy en 2011, McCarthy, que estudió moda en el Fashion Institute of Technology de Nueva York, se resignó a diseñar su propio vestido con su amiga Daniella Pearl. Con ella lanzaría más tarde la marca Seven7, con colecciones para mujeres de todas las medidas, disponibles en grandes almacenes como Macy’s y Walmart.
“Cuando tenía veinte años solía llorar por no ser más flaca o más linda. Era una idiota, ¡fue una década de lágrimas!”, le dijo hace unos meses a la revista People quien hoy es la cuarta actriz mejor paga del mundo. En una sociedad en la que los estereotipos sobre el cuerpo y la edad aún marcan límites más allá de las declaraciones de principios, la intérprete que se ganó el cariño del público como la Sookie St. James de Gilmore Girls, logró cambiar las reglas con la fuerza convocante de su talento para hacer reír: sus películas han recaudado cerca de mil millones de dólares y superaron a tanques como Batman vs Superman.
Nacida en una granja de Illinois, llegó a Nueva York en los 90 con el sueño de ser actriz, pero estuvo a punto de dejarlo todo a los 30, cuando un agente le dijo que estaba pasada de peso y de años. Por entonces sobrevivía como niñera o mesera mientras enfrentaba al machismo en los escenarios de los clubes de comedia: “No había actuación en la que un tipo no me pidiera que me sacara la remera”, recuerda. Aunque dos décadas después se convirtió –como en el título de uno de sus films más exitosos– en La jefa de la taquilla, no olvida aquellos días en que el cajero automático no le permitía sacar ni cinco dólares (“Mi cuenta no llegaba a eso”, contó a InStyle).
Las cosas comenzaron a cambiar cuando quedó en el casting como la mejor amiga de Lorelai Gilmore: nadie la notaba demasiado todavía, pero al menos tenía un trabajo fijo. En 2011, consiguió su primer protagónico con buenas críticas como una adicta a la comida en la serie Mike & Molly, por el que ganó un Emmy. Pero fue su Megan, la más bruta y descarada de las damas de honor de La boda de mi mejor amiga, uno de esos papeles capaces de robarse una película, el que la catapultó definitivamente a la fama. Además de derribar el mito que decía que las mujeres no eran tan graciosas como los varones, le valió varias nominaciones y una dupla creativa con Paul Feig, que la dirigió en algunos de sus mejores trabajos. Parte de su secreto son las improvisaciones que “funcionan como el jazz. Son salvajes. A veces está por decir algo terrible, se frena, y yo le digo: ‘Tenés que seguir, porque lo que sea que salga de tu boca va a funcionar”, contó el director.
Esa desvergüenza es el sello actoral de McCarthy que, en el camino, pasó de ser una gran actriz de reparto –el lugar destinado habitualmente en la industria para los talentos fuera de la norma– a la fuerza creativa detrás de sus propios proyectos. Su reacción ante la falta de papeles protagónicos, fue la misma que ante la de vestidos para la alfombra roja: se decidió a crearlos ella misma. Productora ejecutiva de la mayoría de sus películas, también está detrás de Nine Perfect Strangers, que marcará este año su regreso a las series, nada menos que junto a Nicole Kidman, y de la que ya se habla como la sucesora de la aclamada Big Little Lies. Tal vez justo porque no olvida las dificultades económicas que pasó en su juventud, la actriz no oculta que le “encanta” el dinero: “Soy muy ambiciosa. Me encanta mi trabajo y quiero mejorar en cada ocasión. Con mi marido siempre bromeamos con que soy un tiburón”.
A los 50, McCarthy gana US$25 millones por película, lo que la ubica, de acuerdo con el último ranking de Forbes, apenas por debajo de Sofía Vergara, Angelina Jolie y Gal Gadot. Son 15 millones menos que el décimo en la lista entre sus pares masculinos, Jackie Chan, pero nadie le quita el gusto de pensar en aquel agente más corto de visión que de empatía añorando la comisión que se perdió por menospreciarla. Como la mujer bonita de Julia Roberts volviendo cargada con las bolsas de sus compras a la tienda de Rodeo Drive donde la desairaron, Melissa McCarthy es hoy la “novia de América” que rompió todos los clichés.
Los desaires, sin embargo, no cedieron con el éxito, ni por ostentar el título que antes llevaron de Doris Day, Audrey Hepburn y Sally Field, a Meg Ryan, Jennifer Aniston y la propia Roberts. A McCarthy llegaron a llamarla “la novia plus-size de América”. Y ella, que lejos de los años de lágrimas, dice que es capaz “de dar casi todo por una risa”, no necesitó a nadie que la defendiera, ni lo dejó pasar. “Nunca sentí que necesitara cambiar. Siempre pensé: ‘Si quieren a alguien distinto, elijan a otra’. Pero algunas críticas son tan maliciosas que se sienten”, dijo hace tres meses a People.
Para muestra, basta la reseña de su protagónico en Ladrona de identidad (2013), junto a Jason Bateman, en la que el crítico del Observer Red Reex la calificó de “hipopótamo” y “tractor” que “basó su corta carrera en ser obesa y desagradable”. “¿No te sorprende que puedas tener trabajo en esta industria a pesar de tu tremendo tamaño?”, le preguntó otro periodista en un junket. “¿Por qué tenés siempre la necesidad de ser tan grotesca?”, cuestionó otro. “¿Mi peso? Mi peso es lo que es. Nadie le preguntaba a John Goodman por sus medidas”, contestó ella, que considera ese tipo de comentarios una demostración más del sexismo en la industria. “Es como si me las estuviera arreglando para ser exitosa a pesar de mi padecimiento… ¿Acaso alguien destacaría eso si yo fuera una estrella masculina?”
Cuando un periodista le dijo que no era necesario que se viera “tan poco atractiva” en la película Tammy (2014), que escribió con su marido, el actor Ben Falcone, Melissa le dijo que esperaba que no le hablara así a sus hijas. “Es una enfermedad grave”, dijo sobre la actitud de la sociedad con las mujeres. “Como madre de dos hijas –Vivian (7) y Georgette (4)– estoy muy consciente del problema y trato de correrme del doble standard que dice que soy una perra sin atractivo porque mi personaje no se pasea en tacos y también me diría que soy una perra si los usara”.
Junto a Falcone, con quien está casada desde 2005, tiene la productora On the day, desde la que el mes que viene estrenarán en Netflix Patrulla Trueno. Es la quinta vez en la que es dirigida por el padre de sus hijas. La actriz será una superheroína, como si la comedia por fin le hiciera justicia a un rol que fuera de la ficción McCarthy ocupa hace rato.
SEGUIR LEYENDO: