Esa nena de cinco años que esta tarde de 1951 camina bajo el sol amable de Beverly Hills, un paraíso al oeste de Los Ángeles tejido a mano por el boom del cine, nació famosa, pero todavía no lo sabe. En cambio, tiene el corazón partido. Su papá y su mamá se divorciaron. Ella pasa sus días de infancia leve en brazos de uno y otro. Ahora camina los trescientos y algo de metros que separan la casa de su mamá, Judy Garland, de la de su papá, Vincent Minnelli. La visita es tediosa, no pasa nada. El papá pregunta: “Liza, ¿qué querés hacer?”. Y la chica, molesta, fastidiada, contesta lo que contestan los chicos en esos casos: “No sé…” El padre cambia la pregunta: “Liza, ¿quién te gustaría ser hoy?” Y la chica, deslumbrada: “Una bailarina española”.
Allí salen padre e hija a un drugstore vecino a comprar tonterías, un poco de plástico negro, unas sedas bastas, unos aros y colgantes de colores. Ya en casa, la chica del corazón roto baila una hora y media para su padre, que la mira embobado. Liza acaba de descubrir que la vida es un cabaret, pero tampoco lo sabe todavía. Con los años, recordará: “Estaba locamente enamorada de mi padre. Lo echo mucho de menos. Me regaló mis sueños y ese es un regalo enorme”.
Liza Minnelli cumple hoy 75 años. El corazón quebrado no se sanó nunca, esas heridas de infancia no se curan. El escenario y su voz única, potente, clara y abierta, le dieron vida y se la salvaron. Una fuerza enorme, desconocida, incontrolable casi, que cubrió su vulnerabilidad. Sally Bowles, la chica del cabaret alemán que mira nacer y crecer el nazismo mientras se enamora, pelea a su manera en medio de un triángulo amoroso y canta por las noches a un mundo que se derrumba, también cargaba con una fragilidad extrema aferrada al salvavidas de su arte. Pookie Adams, la chica que buscaba desesperada un poquito de amor en The Sterile Cuckoo (El Cuco Estéril), que en Argentina, por milagro, se llamó Los Años Verdes, también era una extraña mezcla de fuerza y vulnerabilidad.
Liza interpretó su propia vida en sus mejores películas. No todo lo que filmó es bueno. New York, New York, por ejemplo, junto a Robert De Niro y dirigida por Martin Scorsese, con quien Liza mantuvo un romance durante la filmación, no fue una gran película. Pero Liza canta esa canción que con el tiempo fue un himno, con la receta inolvidable que alguna vez le dio Charles Aznavour: “Liza, un solo gesto por canción…”.
Los Años Verdes inició un raro vínculo de Liza con Argentina. En esa película, que dirigió Alan J. Pakula, un tipo brillante, hay una escena, cinco minutos del mejor cine del mundo, en la que Pookie Adams-Liza, encerrada en una cabina telefónica, le pide a su enamorado que no la deje: es un monumento a la actuación y Liza mejor que nadie sabe qué se siente cuando te rompen el corazón. Le valió la candidatura al Oscar en 1969, pero no lo ganó. Sí ganó en cambio el Cóndor de Oro a la Mejor Actriz del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, año 1970. Liza no viajó al festival y su premio lo retiró su compañero en la película, Wendell Burton, que parece que nunca le hizo llegar el premio. Burton murió en 2017, a los 69 años, por un tumor cerebral.
Liza May (no todos conocen su segundo nombre) Minnelli perdió pronto todo menos el Liza, que fue su nombre de guerra, bautizada por el afecto popular, identificada por Hollywood y las discográficas para diferenciarla de su madre, Judy. A los 16 años quiso volar y escapó a New York. La leyenda dice que Frank Sinatra le regaló 500 dólares de aquellos años, que ella no aceptó.
En aquel barrio de lujo de Los Ángeles eran todos compinches: los grandes ídolos del espectáculo americano, eran para Liza simplemente sus vecinos: “Humphrey Bogart era para mí el Tío Humphrey. Recuerdo estar en el Beverly Hills Park con Mia Farrow, Candice Bergen y Tisha Sterling, todas jugando en el cajón de arena, mientras nuestras niñeras británicas hablaban de cine, vestuario, argumentos de películas y sobre cuál de sus jefes ganaría el Oscar ese año”. Su nombre, Liza, le viene de una canción compuesta por los hermanos Gershwin, George, (el de Porgy and Bess y el de Un americano en París) e Ira Gershwin, que era padrino de Liza. Todos compinches.
El corazón siguió partido. “No fue una gran tragedia ser la hija de Judy Garland. Tuve una infancia extraordinariamente interesante, excepto por el hecho de que no tuvo nada que ver con ser una niña”. Cuando escapa a New York, después de pasar por catorce escuelas diferentes de California, lo hace para dejar de ser la enfermera de su madre, acosada por depresiones, por su adicción a los psicofármacos, por intentos de suicidio de los que Liza fue testigo en algunos casos.
Judy, que en 1949 y cuando Liza tenía tres años, la incluyó en la escena final de In the good old summertime, la película que protagonizó con Van Johnson, le abre en 1963 las puertas de su show de tv The Judy Garland Show. Ese mismo año debuta en el off Broadway, y un poquito más allá del off también, y causa sensación, empieza a abrirse camino en el mundo del espectáculo.
En 1964 graba su primer disco, Liza! Liza!, que incluía Maybe this time, una canción del musical Cabaret que Liza iba a protagonizar años después, canción por la que peleó duro para que Bob Fosse la incluyera en la película. Y lo bien que hizo. A los 19 años se convierte en la ganadora más joven del premio Tony por el musical Flora, the Red Menace (Flora, la Amenaza Roja). Y le cae la maldita bendición de su madre, otra vez. Judy la invita a cantar juntas en el Palladium, de Londres. Y allí están las dos, en el escenario de la vida. La madre es un ídolo, pero la hija es una revelación, un concurso de voces potentes, de medias voces arriesgadas, de atletismo escénico. A Liza la ovacionan. Judy está un poco inquieta. Saludan juntas al final del histórico recital. Cada una se marcha luego a sus camarines, una por la izquierda, la otra por la derecha del escenario. Pero, de pronto, Judy vuelve sobre sus pasos, sale otra vez ante el público para recibir, ella sola, la ovación. “Ese día comprendí que no actuaba con mi mamá, sino que me enfrentaba a Judy Garland”.
Judy murió el 22 de junio de 1969 por una sobredosis de barbitúricos. Liza dirá años después que su adicción a las drogas nació ese día, cuando los médicos le recetaron a ella un fármaco para conciliar el sueño. Así que lo que vino fácil para Liza, el éxito en cine y en el escenario del musical, fue terrible para la Minnelli.
Cabaret la lanza al mundo. Y Liza se lo come. Con su voz increíble, con sus gestos abiertos, uno solo por canción, Liza; con esa apariencia siempre cambiante entre una soprano trágica y un perrito abandonado: Maybe this time I win. Tal vez esta vez, gane.
Cabaret es una especie de revancha. En 1966 había hecho un casting para el musical de Broadway y encarnar así a la Sally Bowles que Christopher Isherwood había imaginado para su novela Adiós a Berlín. Pero el papel fue para Jill Haworth. Ahora era Liza la Sally de ojos enormes, pestañas larguísimas que le aconseja a una chica judía hacerse monja y que te convida ostras en el vaso de cepillarse los dientes.
La película llega a la Argentina en el esperanzado 1972, junto con El Padrino y El caso Mattei. ¿Quién es esa tromba que nos dice que lo único que importa es Money, Money porque viene el invierno y el hambre golpea la puerta? ¿Quién es la que nos invita a bailar y vivir en ese cabaret que todo lo mezcla, lo incendia y purifica?. Un periodista de la revista Gente, Eduardo San Pedro, la presenta en sociedad con un título épico, inolvidable: “El que dice que sos fea solamente te miró”.
A Liza le cae el Oscar, la gloria, la fama. Un romance homérico con Peter Sellers al cobijo de París: él 48 años, ella 27; él casado, ella en amores con alguien. ¿Los dos dejan todo? Nada. De Homero pronto no quedan ni los laureles. A Liza, con la fama y la gloria, también le caen la droga y el alcohol.
Andy Warhol, un icono pop de las décadas del 70 y el 80, un chismoso sin el encanto de Truman Capote, contó alguna vez que Liza llegaba a la casa del diseñador Roy Halston con un ruego en la boca: “Dáme todas las drogas que tengas”. Y Halston le daba lo que tenía. Eran los años de Studio 54, del desenfreno pre epidemia de sida, de la locura insomne en New York, la ciudad que nunca duerme. ¿No era que la vida es un cabaret?
Liza entró y salió de tratamientos anti adicción. A la salida de uno de ellos, reemplazó a Dean Martin en una gira junto a Frank Sinatra y a Sammy Davis Jr. Busquen y vean: una fiesta. Se internó un par de veces en la clínica Betty Ford para escapar del alcohol. Aún hoy, donde está Liza no puede haber, ni cerca ni lejos, una botella de cualquier cosa.
Siempre la oscureció la sombra de Judy. Liza jura que el alcoholismo es hereditario y que llegó a ella a través de Judy: “Es un gen, el gen del alcohol y de la drogadicción. No es un vicio, es una enfermedad. Me dicen que dejar de beber es cuestión de voluntad. Miren, tengo tres premios Tony, un Oscar y tres Globos de Oro. No creo que mi problema sea la falta de voluntad”.
Como a Pookie Adams, el amor huyó de su lado. Se casó cuatro veces, todas fueron un desastre. La primera con Peter Allen, un cantante australiano que había sido cercano a Judy Garland y que la dejó viuda por el sida a los 23 años. Después casó con Jack Haley Jr., que era el hijo del actor que encarnó al Hombre de Hojalata en El mago de Oz, que había protagonizado su madre, y que era su esposo cuando ella tonteó con Martin Scorsese mientras filmaba New York, New York y, al mismo tiempo, mantenía una relación apasionada con Mikhail Baryshnikov. Liza en plenitud. Después se casó con Mark Gero y, el último matrimonio, en 2002, con David Gest.
Fue un disparate. Los presentó Michael Jackson, lo que no era ninguna garantía. Pocos años después, Liza le diría a Jackson: “¿Cómo dejaste que me casara con ese idiota?” Tal vez haya sido una cuestión de intereses. De Gest se decía que era gay y que buscaba el dinero de Liza, que tampoco era una enorme fortuna: quien lo decía era Elton John, que algo conoce del mundo del espectáculo. Gest produjo el disco Liza’s back y nadie hizo caso a los nubarrones que cubrieron al matrimonio antes y después de la boda.
Se casaron en la Marble Collegiate Church, de New York, una iglesia preciosa de la Quinta Avenida y la calle 29. El novio, 48 años; la novia, 56. Padrinos: Elizabeth Taylor, Michael Jackson, Marisa Berenson. A la hora del beso, el novio le metió la lengua a la novia hasta la campanilla, en un derroche de pasión un poco fatua que hizo ruborizar a los angelotes de yeso del templo. Uno de los invitados dijo: “He ido a muchas bodas, pero nunca vi un beso así”. Era Donald Trump, al que le faltaban tres años para casarse con Melania e igual había visto ya muchas cosas, aparte de bodas.
Todo era demasiado kitsch para ser real o duradero, hasta la foto de los novios y padrinos, que se hizo famosa. Se separaron de mala manera y al cabo de un año. Gest acusó a Liza de alcohólica y de golpeadora. Liza acusó a Gest de haberse quedado con parte del dinero generado por Liza’s back y la gira de presentación del disco. Si algo no le falla a Elton John, es el olfato. Gest fue hallado muerto en abril de 2016 en una habitación del Four Seasons de Londres. Derrame cerebral, dijo la autopsia. Tenía 62 años.
Además de sus adicciones, Liza enfrentó una salud frágil. De nuevo: fortaleza y vulnerabilidad. Fue operada de la cadera, de la rodilla, de la espalda y de sus mágicas cuerdas vocales. En 2000 contrajo una encefalitis por la picadura de un mosquito. La condenaron a una silla de ruedas, pero ella aprendió a caminar de nuevo. En 2010 superó un cáncer de mama, después de dos operaciones. Como en el final de Cabaret, parece que todavía le dice adiós al pasado, de espaldas, los hombros rectos, las uñas pintadas de verde, un tremolar de dedos en el aire: bye, bye.
Estuvo varias veces en la Argentina Se dejó fascinar por el tango bailado, lo aprendió en brazos de Julio Bocca y de los pies de Juan Carlos Copes, mientras visitaba las milongas de más rancio abolengo de la ciudad.
Así que allí va Liza, a sus 75 años, con el corazón partido desde los cinco y la salud machacada por la tempestad de su vida. Sin embargo, si un cañón blanco la iluminara ahora, y un cenital la guiara, y sonaran tres acordes, cuatro compases, abriría la boca, tensaría sus mágicas cuerdas vocales, acomodaría sus costillas, hay que respirar bien, y cantaría hasta el desgarro, hasta erizarte los pelos.
Hay cosas que nunca mueren.
La vida es un cabaret.
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