Esta es una historia real, aunque si la escribiese un guionista se la rechazarían por inverosímil. Tiene picardía, violencia, misterio, aventura, intriga política e intereses económicos. Hay actos de guerra, disputas por soberanía, delitos y nobleza europea involucrada. Es la historia de un aventurero que se convirtió en príncipe.
Frente a la costa inglesa se eleva un principado. Lo de “eleva” no es metafórico. Dos torres, sólidas y redondas, erosionadas, sobresalen y mantienen una estructura flotando en el aire, varios metros por encima del agua helada del Mar del Norte. Ese principado es Sealand, ubicado a poco más de 12 kilómetros de la costa de Sussex.
Sealand es una (micro) nación a la que no se llega ni en avión ni en auto. La única manera de arribar es por medio de una grúa. Las embarcaciones llegan hasta su base y los que quieren ingresar son ascendidos en una sillita, una especie de hamaca elevada por una grúa. Para eso hay que desafiar los vientos furiosos, el mar convulsionado y las frecuentes tormentas.
En 1942, se construyó como defensa antiaérea. Una pequeña proeza arquitectónica hecha a gran velocidad para responder a las necesidades bélicas. Hecha a base de sacrificio y de ingenio. En tiempos de la Segunda Guerra la habitaron hasta un centenar de soldados. Tras la derrota nazi, la mayoría volvió a tierra firme. Inglaterra evacuó a su último efectivo en 1956. La construcción perdió funcionalidad y quedó deshabitada durante muchos años.
Durante la década del sesenta se desató en Inglaterra una pequeña moda. Las radios clandestinas que emitían desde fuera de la isla. Desde diferentes embarcaciones acometían contra la formalidad y el acartonamiento de la comunicación británica. Esas emisoras proliferaron, y el Gobierno inglés dictó un decreto para prohibirlas, declarándolas ilegales. Las naves oficiales salieron a la casa de los barcos radiales.
Paddy Roy Bates había sido soldado y después se ganó la vida como pescador. Creó también una de esas emisoras; la llamó Radio Essex. Pero cuando comenzó la persecución, encontró un modo original para seguir propalando. Se instaló en una vieja plataforma marítima llamada HM Fort Roughs que se había usado en la Segunda Guerra Mundial y que desde 1956 estaba desocupada. La construcción se encontraba fuera de las aguas continentales de Gran Bretaña.
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Las fuerzas naturales y el abandono habían erosionado y percudido los materiales. A Bates no le importó, y se instaló allí en vísperas de la Navidad de 1966. Menos de un año después, cuando pensaba cuál sería el mejor regalo que le podía hacer a su mujer, declaró que esa plataforma era un principado. Ese fue su regalo de cumpleaños: un principado para su amada. Nacía el Principado de Sealand.
Ningún país del mundo ha reconocido a Sealand como tal. Pero a los Bates nunca pareció importarles demasiado. El actual príncipe le dijo a la BBC en una reciente entrevista que nunca han pedido tal reconocimiento, por lo que es imposible vivir eso como un fracaso o siquiera como una limitación. La lógica parece invencible: ¿para qué pedir algo que uno sabe que no le van a conceder?
El derecho internacional parece amparar, en cierto modo, la creación del príncipe Roy Bates. La fortificación marítima estaba fuera de las aguas continentales inglesas. Es decir estaba fuera de su jurisdicción y de la de cualquier otro país. Esa laguna fue la que aprovechó el hombre de radio para darse el gusto de tener el principado propio. Poco glamoroso pero principado al fin.
La transformación de esa marginal radio pirata era la más exótica y duradera de las micronaciones, fue casi natural para su creador. Pero lo que nació casi como una broma, o como un gesto de supremo romanticismo, se transformó en una aventura algo paródica pero política.
Oliver Marchon en su libro Rarezas geográficas, interesante y divertido libro editado recientemente por Ediciones Godot, sostiene que “la historia del joven principado de Sealand es tan divertida y rocambolesca que tiene algo de John Le Carré, de Ian Fleming y de novela romántica. Sealand es, a la vez, Mónaco, Nicaragua y las Islas Caimán”.
Si tuviéramos que aplicar las categorías actuales para describir Sealand podríamos sostener que es una abandonada plataforma marítima que se autopercibe como nación. De ahí su bandera, sus monedas, los pasaportes, su himno. Bates generó una decena de símbolos, sellos y documentos oficiales para intentar darle una vida jurídica a su propio país. Con paciencia fue completando cada casillero.
La bandera fue obra de Joan, la princesa de Sealand. Una preciosa enseña roja, negra y blanca con tres grandes bandas diagonales. Bates promulgó una constitución, diversas leyes, emitió pasaportes, acuñó monedas con el perfil de su esposa y, como no estaba dispuesto a pasar todo el año en la inhóspita plataforma, nombró un gabinete con un primer ministro a la cabeza.
Ese primer ministro, en algún momento, como todos, quiso más. No importa si se trata de una nación millonaria o de una micronación casi inexistente, si se trata de un territorio vasto o de unos pocos cientos de metros cuadrados, siempre la ambición trae problemas. En 1978, el primer ministro Alexander Achenbach hizo un golpe de Estado ayudado por un grupo de mercenarios neerlandeses y alemanes. Los invasores querían tomar posesión y utilizar el lugar como base para contrabandear diferentes mercancías. No se imaginaron que el ataque sería respondido.
Bates, que en el momento de la asonada se encontraba en la plataforma, fue detenido y trasladado a los Países Bajos. No se dio por vencido. Regresó a su territorio apenas pudo. Desde un helicóptero, junto con varios hombres armados, saltó a la plataforma y la recuperó casi sin disparar. Achenbach, el líder de la revuelta, el que quiso tomar el poder, tenía pasaporte de Sealand y era ciudadano alemán. Bates lo retuvo y se negó a liberarlo.
La situación se extendió en el tiempo y provocó tensión diplomática. Obligó a que el embajador alemán en Inglaterra y algún funcionario británico iniciaran negociaciones con las autoridades de Sealand para obtener la liberación de los asaltantes. Este incidente podría catalogarse como de conmoción interna, bélico o simplemente como delictivo.
El ex primer ministro levantisco fue juzgado de manera sumarísima y condenado en Sealand. La pena fue muy severa: una multa millonaria. No se sabía si el hombre estaba detenido o era un rehén. La condición para su liberación era el pago de esa suma de dinero. Los británicos y los alemanes ya no solo lo llamaban usurpador a Bates. Ahora también lo acusaban de secuestro. Él, impasible, sostenía que solo aplicaba la legislación de un Estado soberano, el suyo.
Bates tomaba esos contactos con gran alegría. Sostenía, con firmeza pero endebles argumentos jurídicos, que ese contacto, que esas negociaciones implicaban un tácito pero evidente reconocimiento oficial de Sealand como nación independiente. El príncipe de Sealand interpretaba cualquier tipo de movimiento diplomático como un reconocimiento implícito.
Lo mismo sucedió con un incidente anterior que tuvo como protagonista a su hijo, el actual príncipe de Sealand. En 1968, oficiales de la armada inglesa acusaron a Bates hijo de atacarlos con un arma de fuego. Los de Sealand adujeron que solo rechazaron un intento de invasión, mientras que los marinos ingleses dijeron que solo estaban arreglando una boya cercana. Hubo una causa judicial pero en ese expediente no se dilucidó la verdad de los hechos porque el juez londinense se declaró incompetente por carecer de jurisdicción para resolver. Bates, naturalmente, tomó la decisión del magistrado como un triunfo olímpico, como un reconocimiento de facto de la soberanía de Sealand.
La postura de Bates, entre farsesca, aventurera, soñadora y ridícula, se vuelve comprensible. ¿Acaso hay alguien que no quiera dar a luz un país propio, hecho a su medida? Es cierto que las limitaciones físicas, de espacio son evidentes. La superficie de Sealand es de 550 metros cuadrados. Y que el clima es de una hostilidad casi única. También que el acceso es imposible. Y que no hay nada (literalmente nada) que hacer en ella. Pero no deja de ser su propio principado, el que Bates se supo conseguir.
Durante décadas, Sealand no fue noticia, tan solo obtenía espacio en los medios como una curiosidad. Pero en 1999 estalló el escándalo. En España fueron detenidos unos delincuentes de poca monta. Intentaron una débil defensa esgrimiendo pasaportes diplomáticos emitidos por Sealand. Estos hombres que buscaron vender nafta adulterada produjeron una reacción en cadena que hizo peligrar por primera vez en su corta existencia al principado. La investigación se extendió y se descubrió una red internacional delictiva que cometía una variedad espeluznante de delitos amparados por pasaportes de Sealand.
De tráfico de drogas a contrabando, de trata de personas a homicidios: el asesino de Gianni Versace poseía un pasaporte de Sealand. La familia Bates dijo no saber nada del tema. Adujeron que alguien los había falsificado, que ellos no habían participado de esas maniobras. Nunca se dilucidó la cuestión. Los investigadores sospechaban que gran parte de la economía de la plataforma convertida en nación se solventaba con la venta de estos pasaportes a pedido. La presión internacional hizo reaccionar rápido al príncipe, que derogó todos los pasaportes otorgados alguna vez.
La principal industria de Sealand es el merchandising. A través del sitio oficial venden camisetas, estampillas y títulos de nobleza. Un título de barón o baronesa cuesta alrededor de 40 dólares. Eso sí, si alguien quiere ser duque o duquesa debe desembolsar 600 dólares. Una cifra exigua para poder pertenecer a la realeza europea, aunque los nobles sealendeses (suponemos que ese es el gentilicio) no aparezcan en la revista Hola ni sean invitados a las bodas reales.
Pero también tiene otro tipo de negocios fruto de los tiempos modernos y de la renovación debida al ascenso al poder de Michael, el hijo de Roy. En Sealand, en la actualidad, residen grandes servidores de internet y un casino virtual.
En algún momento intentaron convertirse -y puede ser que fugazmente lo hayan conseguido- en paraíso fiscal, en isla (plataforma) off shore que atraía fondos dudosos.
Los Bates se mueven por el mundo con pasaporte inglés. El príncipe Roy, el fundador de Sealand se instaló en la Costa Azul y lleva, casi como corresponde, una vida de príncipe. Su hijo Michael permanece en Inglaterra y visita el principado apenas dos o tres veces por año.
Ya pasaron más de cincuenta años y Sealand y los Bates, ya convertidos en módica dinastía, permanecen en el poder, soberanos en su país, en su micronación, en su gélida plataforma que les brindó notoriedad, aventura y algunos negocios no tan claros.
El lema de Sealand, que abre el himno, aparece en las monedas y encabeza todos los escritos oficiales reza: “E mare, libertas”. Una auténtica declaración de principios: del mar, la libertad.
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