Benjamin Siegel nació el 28 de febrero de 1906. Era uno de los cinco hijos de una familia judía pobre que recién había llegado a Nueva York desde Europa Oriental. Los padres trabajaban todo el día. Preocupados en que sus hijos tuvieran comida, no prestaban atención a otros asuntos. Benjamin dejó el colegio demasiado pronto. La calle era más tentadora. Y en algunas ocasiones él hasta podía poner las reglas. Aprendió a los golpes. Se acercó al gángster de su cuadra, consiguió que lo apadrinara. Empezó haciendo pequeños mandados. Pero pronto se impuso su osadía. Los más grandes lo valoraban: se animaba a hacer cosas que los demás no. Al poco tiempo, con otros amigos de su edad, habían creado una pequeña organización para apretar a los comerciantes de su zona. Cobraban por protección. De lo que protegían, básicamente, era de sus propias agresiones. El pago evitaba que ellos los atacaran para obtener su paga semanal. No había llegado a los 18 años cuando ya se había dado maña para transitar por gran parte del código penal. Sobre él pesaban causas por robo, agresión, violación y homicidio.
En ese tiempo se acercó a Mayer Lansky, un mafioso que vislumbró que en esos chicos sin rumbo de Brooklyn podía tener mano de obra barata. Lansky decidió copiar el modelo de los italianos e irlandeses y puso en marcha una mafia con integrantes de origen judío. Uno de los primeros hombres que reclutó fue Siegel. La de ellos era todavía una banda menor. Se dedicaban al matonismo, a robar autos, al contrabando. Siegel se destacaba por su violencia. Se convirtió en un sicario efectivo y temible. Parte del negocio era dificultar la tarea de los rivales. Así Lansky y Siegel se encargaban de robar cargamentos de la competencia y de asesinar a quien estaba ascendiendo. Pero otras mafias también necesitaban ajustes de cuentas y Siegel hacía ese trabajo para ellos. No pasó mucho tiempo para que en el hampa se conociera su fama. Y se le temiera.
Para ese entonces había dejado de ser Benjamin. Todos ya lo conocían como Bugsy que significaba algo así como chiflado, loquito, alguien que se atolondra. Lo suyo no era la persuasión, ni los buenos modos. Todo lo resolvía a los tiros. No le alcanzaba con vencer a los rivales. Buscaba exterminarlos. No soportaba enfrentar a alguien más de una vez.
Su leyenda fue creciendo. Era tan temido como poco confiable. Sus interlocutores por más encumbrados que fueran veían en sus ojos el peligro. Bugsy iba por todo.
A los 21 años se compró un departamento en el Waldorf Astoria y una lujosa casa de fin de semana en las afueras de Nueva York. El crimen pagaba. El contrabando de alcohol en medio de la prohibición y el tráfico de opio eran sus principales fuentes de ingresos. El ascenso fue meteórico.
Aspiraba a ser un actor de cine. La pinta la tenía. Ojos claros, gran porte, determinación. Vestía con trajes a medida, zapatos siempre lustrados que combinaban el cuero blanco con el negro, sombreros, camisas con monogramas. Al tiempo que ascendía fue haciendo amigos célebres. Actores y directores de Hollywood, hombres de Broadway, periodistas famosos, magnates. Su figura atraía; ejercía la atracción de lo prohibido, el glamour de la adrenalina, la seducción del hampa.
Bugsy se convirtió en una figura de la noche de Nueva York. El aura del peligro, de lo marginal junto a su personalidad extrovertida lo convertían en el centro de atracción en cada club nocturno que visitaba.
A principios de la década del treinta. Lansky, Siegel y Lucky Luciano crearon Murder Inc, el Sindicato del Crimen. Una federación mafiosa en la que se dividieron territorios los gangsters más importantes de Estados Unidos para no tener que pelearse entre ellos. Él, por su parte, seguía alimentando el próspero negocio de los sicarios. Desarrolló un equipo de asesinos profesionales que eran contratados y llegaban hasta cualquier rincón del país para matar a alguien sin dejar mayores rastros.
Pero su esplendor en Manhattan terminó en 1935. El asesinato de un capo, Tony Fabrizzo, lo puso bajo la mira. Lansky y Luciano lo enviaron a California con las mejores recomendaciones. Así lo sacaron de la mira de sus enemigos que clamaban por venganza. En la otra costa se estableció velozmente. Lo precedía su fama y nadie quería tener problemas con él. Entre otros negocios manejó la quiniela y las apuestas clandestinas. En pocos meses el juego le generaba cientos de miles de dólares diarios. Otra gran fuente de ingresos era la prostitución.
Pero si la fama y las estrellas lo atraían en Nueva York, eso se potenció en Hollywood. Para el negocio necesitaba conectarse con políticos, empresarios y lobistas; pero Bugsy disfrutaba en los encuentros con cantantes, actores, dueños de estudios y estrellas. En su mesa, en los lugares más exclusivos de Hollywood, sólo se sentaban celebridades. Parecía que con él sólo podían comer señoritas de alrededor de veinte años y gente que aparecía en los diarios y revistas.
Su mansión de Beverly Hills era permanente sede de fastuosas veladas. Las actrices más deseadas y los actores mejor pagos eran sus invitados. Frank Sinatra solía cantar esas noches.
Esa cercanía no sólo satisfacía su ego y su afán de notoriedad. Si bien la satisfacción de que todas esas estrellas acudieran a él, mostraran fascinación hacia su figura, era enorme, él no permitió que ese orgullo lo desviara de su camino (desviado). En todas esas primeras figuras de Hollywood, en curiosidad que mostraban por él, Bugsy sólo veía debilidad y una gran oportunidad. Con promesas de grandes negocios o sólo con su estela violenta y peligrosa, obtenía cuantiosos préstamos de estas primeras figuras. Préstamos es sólo una manera de llamarlos. Él recibía dinero sin que mediara contraprestación pero no pensaba devolverlo. Esa idea siquiera se le cruzaba por la cabeza. Sabía que le temían y que nadie se animaba a pedirle que le devolviera la plata. Y él aprovechaba. Comer y tomar con los magnates de Hollywood le permitió conocer secretos de sus negocios. Y los usó en su contra. Se asoció con los sindicatos y presionó y extorsionó a los dueños de los estudios hasta obtener el dinero que solicitaba para detener el chantaje y que las películas pudieran seguir filmándose. En toda situación él veía una ocasión para cometer un delito. Un don para hacer el mal.
En 1939, Harry Greenberg, otro mafioso, fue asesinado en Los Angeles. Era un hombre que estaba asociado en algunos negocios con Siegel. Las sospechas recaían sobre Bugsy. Una serie de testimonios complicó su situación. Testigos y coartadas caídas. El golpe de gracia fue la confesión de uno de los acusados que implicó a Siegel directamente. El juicio atrajo la atención de los medios. En los meses que pasó en prisión, Siegel obtuvo privilegios únicos. Le llevaban comida especial de su restaurante preferido cada día, su peluquero personal ingresaba para atenderlo, recibía visitas de mujeres y nadie lo molestaba en ese interín, y hasta le permitían supuestas salidas médicas. Durante las primeras audiencias del juicio su situación parecía extremadamente comprometida. Pero de pronto su situación judicial se allanó. Dos testigos de la fiscalía aparecieron muertos antes de declarar y el asesino que había confesado e implicado a Bugsy se retractó. El juez debió desestimar el caso. Se había quedado de manera súbita sin pruebas.
Siegel eludió, una vez más, a la justicia pero ese fue un punto de quiebre. Su imagen se deterioró. Ya las estrellas no se acercaban a él, su aura peligrosa dejó de generar atracción. Sólo cosechaba repulsa. También debilitó el escudo que había creado para garantizarse impunidad. La policía lo incomodaba y lo detenía por delitos menores por los que antes nadie se hubiera animado a acercársele.
Esta nueva situación, en lugar de inspirarle movimientos cautelosos, lo puso más en guardia y violento. Buscaba también nuevos territorios, nuevos negocios, sabía que en Hollywood su imagen estaba demasiado dañada.
En 1945 encontró esa oportunidad. La oportunidad de que el juego fuera legal, las licencias de casinos en Nevada, dio nacimiento a Las Vegas. El visionario fue William Wilkerson, el fundador del Hollywood Reporter y dueño de varios de los bares y clubes nocturnos más importantes de Estados Unidos. La idea en una principio parecía una locura. Quien iría a apostar al medio del desierto. Pero Wilkerson tenía en mente otro tipo de negocio. Alojamiento, diversión, comida y mesas de juego. Sería un hotel de lujo, con spa, cientos de habitaciones, pileta, clubes nocturnos varios, un teatro, restaurantes y todas las comodidades que ni siquiera se imaginaban en esa época.
Bugsy Siegel confió en el negocio. Era una chance de ser dueño de algo desde cero, de imponer condiciones. Y también de volver a empezar, de limpiar su imagen que estaba muy golpeada.
Él sabía de casi todas las cuestiones involucradas. Se había dedicado ilegalmente al juego, al alcohol, a extorsionar a través de los sindicatos de la construcción. Hacerlo bajo el amparo de la ley sería una nimiedad.
Pero no estaba acostumbrado a tener socios. La ambición le jugó una mala pasada a Wilkerson. Su proyecto faraónico necesitaba plata y debió aceptar la propuesta de Siegel de asociarse. Pero en muy poco tiempo Bugsy desplazó a Wilkerson utilizando todas las artimañas y medios posibles sin importarle hasta donde tenía que llegar. Lo extorsionó y amenazó hasta que el otro tuvo que sacrificar su gran idea, su anhelo. El hombre se exilió un tiempo en Paris para escapar del alcance de Siegel.
Bugsy veía en ese hotel casino, en el Flamingo, su coronación. A partir de ese momento nadie podría destronarlo, y ya no volvería a tener problemas. Además que serviría de pantalla para el resto de sus negocios criminales.
Quería que las salas del casino como las dependencias del hotel fueran de primera calidad. No le costó nada conseguir socios para la financiación. Todos sus amigos y contactos del hampa aportaron fondos. La idea les llamaba la atención. Las opiniones sobre el proyecto oscilaban entre la genialidad y la locura.
La inversión era alta: un millón de dólares de la época. La construcción enfrentó más dificultades de las previstas. El desierto no perdona. Y el presupuesto se fue ampliando. A cada rato Siegel debía pedir más aportes. Eso inquietó a los inversores.
Estados Unidos acababa de salir de la Segunda Guerra Mundial. Y si bien el ánimo era festivo, la recuperación económica recién asomaba. No parecían años para gastos desmesurados.
Los aportantes, hombres pesados, empezaron a pedir rendición de cuentas. Junto a Siegel estaba Virginia Hill, su amante y administradora de la obra. la leyenda atribuye a sus largas piernas el nombre del hotel. Dicen que esas piernas para Siegel se asemejaban a la de los flamencos. Otros dicen que el nombre fu heredado de Wilkerson.
A fines de diciembre de 1946, el Flamingo abrió sus puertas. Pero con actividad parcial. Sólo el casino, un club nocturno y un restaurante funcionaban. La noche del debut anunciado con toda pompa y con cientos de invitados célebres fue un gran fiasco. En el desierto se desató una tormenta absolutamente inusual y fueron pocos los que llegaron al Flamingo a escuchar a la orquesta de Xavier Cugat. Fue un mal presagio. Durante unas noches más funcionó pero Siegel cerró las puertas hasta que todo estuviera en condiciones. La inauguración del hotel fue en marzo del 47. El proyecto era impactante. pero seguía sin seducir al público. Durante un tiempo dio pérdidas.
Los socios de Siegel no necesitaban mucho para ponerse en acción. Tenían a Siegel y a Hill en la mira hacía un tiempo. Porque el presupuesto original de un millón de dólares se había multiplicado casi por siete. No sólo habían puesto mucho más plata de la que tenían pensado sino que no tenían ningún control; Siegel no les daba acceso alguno.
Pero lo que terminó de decidir a los capos de la mafia fue enterarse que Virginia Hill había desviado más de dos millones de dólares a una cuenta en Suiza. Siegel seguía con su costumbre, con su pulsión de quedarse con dinero que no le correspondía. Pero en esa ocasión se metió con quién no lo perdonaría.
El 20 de junio de 1947, Bugsy Siegel leía el diario en la mansión que compartía con Hill en Beverly Hills. Estaba tranquilo. El negocio había empezado a funcionar. Cada mes dejaba ganancias de un cuarto de millón de dólares. De pronto, un estruendo. Desde la ventana un sicario disparaba, alguien que quizá pensó que con ese crimen podía empezar una carrera como la de su víctima de esa noche (lo que el asesino no pensó es que muy probablemente su final fuera similar al de Siegel). Nueve disparos. Uno entró en por su ojo izquierdo, el otro por la sien derecha y destrozó el cráneo. Otros tres impactaron en el tórax. Los demás deshicieron jarrones chinos, estatuas de mármol, alguna botella de whisky muy costoso y una pintura del Siglo XVIII. El breve reinado de Siegel en Las Vegas terminó de manera sangrienta.
Virginia Hill no estaba en la casa. A los tres días escapó hacia Europa en un vuelo al que subió con otro nombre. Algunos creen que su ausencia esa noche no fue casual.
A la mañana siguiente, el 21 de junio de 1947, la foto de Siegel acribillado en su sillón francés apareció en las portadas de casi todos los diarios norteamericanos. La caída de uno de los gángsters más famosos atraía al público. Un diario californiano, en cambio, usó para su primera plana una foto exclusiva: la del cadáver en la morgue con la tarjeta identificatoria colgando del dedo gordo del pie derecho.
Se supone que los que lo mandaron matar fueron sus antiguos socios molestos por sentirse robados por Siegel. Pero no se sabe con precisión. Eran demasiados los enemigos de Bugsy Siegel, demasiados los que lo querían muerto.
Esa mañana de junio del 47 en la que la foto de Siegel muerto y ensangrentado apareció en los diarios, David Berman, el jefe de la mafia de Las Vegas, entró caminando por la puerta principal del hotel casino, siguió hasta el despacho de Siegel y tomó posesión del Flamingo.
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