Romina se sienta del otro lado de la cámara, apaga el primer cigarrillo, no sonríe. Tiene 41 años y es la primera vez que va a contar públicamente lo que le hicieron en su casa cuando era una nena. Toma aire para intentar calmarse y dice que sí, está lista. La pregunta de Infobae es qué te hicieron y la respuesta sube como sube y quema el reflujo, de las tripas hacia afuera.
“Mis padres se separaron cuando yo tenía 5 años. Y mi madre, si se la puede llamar así, se junta con un hombre, que me empieza a abusar a partir de los 8 años”, arranca Romina Rizzaro. Le tiembla la pera y, como en caja de resonancia, la voz, pero busca aire otra vez y sigue.
“Fueron cinco años desde que empezaron los abusos, que fueron duros... duros. Empezó con manoseos, calculo que así empiezan todos, después me llevaba a dormir la siesta”, recuerda y hace comillas con los dedos. “Cuando me quise dar cuenta ya me violaba. Ella no hizo nada, mi madre. No hizo nada. Y a los 13 años quedo embarazada de Marcos”.
Era el año 1993, Romina iba a séptimo grado, “era la época en la que estaba de moda saltar a la soga, jugar al elástico”. La panza empezó a crecer “pero nadie en el colegio dijo nada, nadie hizo nada”. Cuando su mamá se dio cuenta de que estaba embarazada -sigue- la llevó a una clínica clandestina donde hacían abortos, pero ya era tarde: la gestación estaba demasiado avanzada.
Fue así que llegaron a una médica a la que Romina vio dos veces en su vida: “En la única ecografía que me hicieron y en el parto”. Marcos nació durante las vacaciones de invierno de casualidad, porque podría haber nacido en horario de clase.
“Fue una noche de invierno: 23 de julio del año 93. Me llevan a un lugar, de noche, frío, con un remis. Me acompaña mi madre a una casa que, para mí, era el campo. Era una habitación oscura, fea, tétrica, con camas marineras”, relata de corrido y con la mirada estacada en un punto fijo, como si estuviera viéndola otra vez. “A mí me ponen en la cama de abajo. Tenía unos dolores impresionantes. Sufrí porque yo...yo no entendía nada. Nada entendía”.
Llora Romina mientras lo cuenta pero vuelve a la escena ya no como víctima sino como sobreviviente y el llanto ya no la hace callar: “Ahí me hacen tener a Marcos. Pero nunca lo vi, jamás, jamás lo pude ver. Me lo sacan ahí, en el momento. No lo tuve en brazos. No, nada, nada de nada. Yo lo escuchaba a él llorar de lejos. Y a mí me dejaron ahí, en esa cama, habré llorado hasta que me quedé dormida”.
“Él”, el bebé del que habla, tiene ahora 27 años y está sentado a su lado en silencio. Está, sí, aunque desde hace poco, porque recién en 2016 Marcos recibió una notificación titulada “sustracción de identidad” y empezó a armar los pedazos de su verdadera historia: que había sido fruto de una violación, que su adopción no era tal sino una sustracción de identidad y retención, y que su mamá biológica lo estaba buscando.
Después
Después del nacimiento las violaciones pararon, aunque todo se convirtió en un “aquí no ha pasado nada”, dice Romina. No le contó a nadie lo que le habían hecho, no pudo.
“Me daba vergüenza contar, no sabía qué iba a pensar la gente de mí. Y me daba asco, asco. De mí misma. No es que no quieras hablar, es que no podés hablar. ¿Por qué? Te sentís sucia, sentís tu cuerpo sucio, ultrajado. Eso después lo fui comprendiendo con los años, ¿no? Que yo no tenía la culpa, si yo tenía ocho años cuando empezaron los abusos. Yo no tuve infancia, no disfruté como disfrutaban los chicos. No tuve adolescencia tampoco”.
Pide perdón por la comparación y cuenta que empezó “a llenarse de mierda, como se llena un pozo atmosférico” y que, a los 16 años, tuvo un primer intento de suicidio del que salió viva después de un lavaje de estómago. Siguió sin poder hablar y unos años después se enamoró. Logró formar una relación amorosa pero la vida le tenía preparado otro mazazo: su pareja, “el hombre de mi vida”, murió en un accidente de tránsito a los 27 años.
Si es que tuvo algo de bueno, el nuevo drama hizo presión y empujó al anterior a supurar. “Llegó un momento en que yo ya no podía sacar más la cabeza de ese pozo para respirar. Los intentos de suicidio ya eran con armas, de ponerme un arma en la boca y no poder apretar el gatillo. Ya no me importaba más nada. Yo no quería saber más nada de mi vida”.
Y fue así, con todos los diques desbordados, que en 2011 Romina llegó a una nueva psicóloga donde contó todo -absolutamente todo- por primera vez: habían pasado 23 años desde el comienzo de los abusos sexuales.
Así comenzó la batalla judicial: un camino que, instintivamente, pensó con dos bifurcaciones. Una era encontrar a Marcos, algo que logró con ingenio, investigando y atando cabos sola. La otra aún está pendiente: “Que todos los que formaron parte de esto paguen por lo que hicieron”.
Encontrarte
Fue la suma paciente de datos lo que condujo a Romina hasta su hijo. “En una discusión fuerte que tengo con mi madre me entero de que el bebé se llamaba Marcos y que lo había adoptado una familia de una provincia, que creía que eran de Santiago del Estero”. Era verdad que se llamaba Marcos y mentira el resto, porque Marcos siempre había vivido en Presidente Derqui, en Pilar. “También me dijo que había sido anotado a nombre de ella, como su hijo”.
Romina no se había olvidado la fecha del parto y, como unos parientes de su abusador vivían en una zona rural de Derqui, pensó que ese podría haber sido el lugar al que la habían llevado a parir: el campo que recordaba. Llamó al Registro Civil de Derqui y mintió: dijo que su mamá había fallecido, que había tenido un hijo extramatrimonial y que lo estaba buscando para hacer la sucesión y darle su parte.
“Sí, acá está la partida”, le dijeron del otro lado del teléfono. “No sé si tuve suerte o algo me guió”, piensa ahora. Y le dieron datos que no tenía: su hijo se llamaba Marcos Lucas Ramón Otero. Con ese papel y esos datos Romina hizo tres cosas concretas: la primera fue hacer la denuncia en la Fiscalía de Pacheco. La segunda, entrar a Facebook a ver cómo era, aun a pesar del miedo de ver en la cara de su hijo la de su violador. La tercera, pedirle a una amiga que lo llamara con cualquier excusa para escucharle la voz.
“Fueron dos años dando vueltas, pateando puertas”, sigue. En marzo de 2015 “fui a preguntar otra vez y me encontré con que mi causa estaba cajoneada. Se iban pasando la pelota de juzgado en juzgado”.
Pero Romina volvió a la carga: como los datos de la médica estaban en la partida de nacimiento, la buscó en Google, se fijó dónde trabajaba y anotó, de puño y letra, su matrícula. Presentó otra denuncia y se enteró de que la causa estaba ahora en el juzgado número 1 de Campana, que sí prestó atención al tema y empezó a mover los hilos.
El juez ordenó el cotejo de ADN para determinar si Romina y Marcos eran madre e hijo.
“La cédula de notificación para que me presentase tenía el nombre de Romina y era por usurpación de identidad de un menor”. Quien habla ahora con Infobae es Marcos, que en ese entonces -comienzos de 2016- era un joven de 23 años: 23 años creyendo que su mamá era otra mujer.
“A mí me habían dicho que yo era adoptado, me acuerdo patente, estábamos en el living. Pero me dijeron que yo era producto de una aventura que había tenido mi padre postizo, digamos, con una chica. Nada que ver”. Sus padres “adoptivos, entre comillas” -dice también con los dedos-, eran un matrimonio uruguayo. Cuando llegó la notificación, hacía años que se habían separado. “Él, además, hacía mucho se había ido de la casa”.
El resultado del ADN fue 99,9 por ciento afirmativo: eran madre e hijo biológicos. Se vieron en carne y hueso por primera vez en el juzgado y juntos -dos desconocidos hasta entonces-, fueron a tomar un café frente a la plaza de la Catedral de Campana. “Nuestro primer encuentro fue de todo menos cálido”, explica él. “Dos personas tan lastimadas, inocentes, con muchos miedos e incógnitas, con tanto que sanar no pueden simplemente tomar sus respectivos roles de un momento a otro”, sigue.
“Me contó toda su historia, yo simplemente escuché. No emití juicio”, recuerda Marcos, todavía acorazado. “No es que yo sea un tipo frío ni mucho menos, pero saber que soy producto de esa aberración fue algo que realmente me impactó. Pero al mismo tiempo dije ‘bueno, ¿cómo puedo hacer para estar firme, fuerte y acompañarla a ella después de tantas desgracias que le han tocado vivir inocentemente?’. Porque realmente es tan inocente como yo en lo que nos pasa”.
El reencuentro no fue un borrón, un perdón colectivo y Disney. Marcos se fue un año a trabajar a Capilla del Señor -“una suerte de exilio”-: un año donde pensó “dónde estaba parado, qué necesitaba y, sobre todo, qué necesitaba ella”. La respuesta fue clara: justicia.
“Los dos tenemos los mismos proyectos. Queremos ser felices, queremos disfrutar. Queremos terminar esto de una vez por todas. Que paguen lo que tengan que pagar, que paguen el daño que nos causaron”, se suma Romina.
Justicia: la deuda pendiente
Con el delito de violación prescripto por el paso de los años y el abusador muerto, no hubo nada que hacer ahí. “Pero sí por la sustracción de identidad. Son tres personas las denunciadas: fueron las tres personas que armaron todo este complot junto con el abusador para que Marcos tenga todavía hoy una identidad falsa”, explica ella. Y enumera:
“Una es mi madre, que aparece en la partida de nacimiento como madre biológica de Marcos. Otro es el padre de crianza, que aparece en la partida como padre biológico. La tercera es la médica que me hizo darlo a luz”.
El mismo año en que encontró a su hijo, Romina participó de distintos reconocimientos: “Mirá los años que habían pasado y yo me acordaba absolutamente de todo. Reconocí la clínica en la que me hicieron la ecografía, a la médica y la casa donde parí a Marcos”.
Los tres llegaron al juicio oral con prisión preventiva. “¿Por qué? A mi vieja la agarraron con un pasaje para irse a España, por ejemplo. El padre de crianza de Marcos cayó por un pedido de Interpol. Pero solo estuvieron dos años y medio presos. Ya todos están en libertad”, explica Romina.
Fueron condenados por los delitos de sustracción de un menor de diez años y su posterior retención y ocultamiento, alteración del estado civil de un menor de diez años y falsedad ideológica de instrumento público (constancia de parto, partida de nacimiento y DNI). Les dieron 4 años y 6 meses a la madre de Romina, 4 años de prisión e inhabilitación por 3 años a la médica, 4 años para el apropiador de Marcos.
Pero para Romina ese tiempo tras las rejas no repara ni remotamente el daño que les causaron, por eso apeló.
“Les podrían haber dado hasta 15 años pero no, les dieron lo mínimo. Ellos tuvieron unas vidas fabulosas, pudieron decidir sobre sus vidas, pudieron viajar, pudieron tener amores. Yo no. Yo no elegí la vida que tuve. Y la voy a seguir pagando hasta el día de mi muerte porque esto no se me va a olvidar. Nunca, jamás se me va a olvidar. A mí me ultrajaron, ultrajaron mi cuerpo. Eso es lo que me pasa. Entonces, que paguen”.
La Cámara de Casación “nos dio la razón. Tienen que tomar el artículo más favorable para mí, no el más favorable para ellos”, cierra. “Estamos esperando hace un año y cuatro meses la respuesta de la Cámara Federal de Casación penal N°4 para que a su vez el Tribunal Oral Federal N°5 de San Martín se expida y dicte sentencia”.
Marcos le pone palabras al tiempo que siguen perdiendo: “Mientras la justicia da vueltas, mi derecho a mi verdadera identidad, el desarraigo familiar más íntimo y las acciones de personas que actuaron en contra nuestra y de los más elementales derechos humanos siguen impunes. Pasaron 27 años y los perjuicios se siguen generando. Estamos en la muy larga espera de que los jueces revean las condenas para que, de una vez por todas, este calvario llegue a su fin”.
Romina enciende otro cigarrillo, toma un sorbo de jugo y se despide. Ya no se culpa pero igual dice “me voy a arrepentir toda la vida” de no haber empezado antes la búsqueda de justicia para lograr condenar a su violador. “Murió, pero él tendría que haber pagado”, dice, y deja en claro la diferencia: todavía están a tiempo con las tres personas que siguen vivas.
Fotos: Thomas Khazki
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