Llevaba un vestidito rosa y una cola de caballo atada con un moño de raso. Se había hecho famosa como Gertie, la adorable nena de E.T. de Steven Spielberg, una película –la cuarta más exitosa de todos los tiempos– en la que todos los personajes eran de por sí adorables. Drew Barrymore tropezó al entrar al estudio del popular programa de John Carson, pero le explicó risueña que era por culpa de sus zapatos nuevos. Se sentó en el sillón con los piecitos colgando y se cruzó de piernas, seductora: “Esperé toda mi vida para conocerte, y finalmente estoy en tu show”.
Entonces, le reveló a Carson que estaba usando paletas postizas para tapar el agujero de los dientes de leche que se le acababan de caer, se las sacó y las puso sobre su escritorio. Con solo siete años, tenía al conductor del momento un puño.
El año pasado, Barrymore, que hoy cumple 46, rescató aquel reportaje en una edición en la que se entrevista a sí misma para promocionar el lanzamiento de su talk-show por CBS. En 1982, nadie sospechaba que detrás de esa niña prodigio había una historia familiar de violencia, abandono y alcohol que la expondría antes de los diez años a excesos inimaginables para la mayoría de los adultos.
Pero verla sentarse ahora frente a su propio yo de esa época es un recordatorio de los altibajos y revanchas de una vida que la actriz y productora puede mirar con el orgullo de los sobrevivientes: “Olive, mi hija, tiene siete años, entonces esto es muy personal, porque le hablo también a ella. Estoy agradecida del viaje que nos trajo hasta acá.”
Drew tenía apenas un año más que su hija cuando su madre y entonces manager, Jaid, empezó a llevarla con ella y sus amigos a fiestas en el mítico club Studio 54 por lo menos cinco veces por semana. Se había separado de su padre, el actor John Drew Barrymore, un alcohólico violento y abusivo que había heredado el nombre, el oficio y la patología de su progenitor.
En su primer libro de memorias, Little Girl Lost” (1990), que escribió al salir por segunda vez de rehabilitación –¡a los 14 años!– Barrymore cuenta que probó su primera cerveza, su primer cigarrillo y bailó su primer lento con un hombre a los 9 años. Y valen las repeticiones, porque en la historia de la actriz –como en 50 first dates (2004) aquella genial comedia que protagonizó con Adam Sandler, una de sus parejas preferidas en la ficción–, hubo tantas primeras veces como segundas oportunidades.
Si el que le dio aquella cerveza iniciática fue Robert Downey Jr, para los 11, Barrymore ya había probado la marihuana y comenzó a tomar cocaína como parte de su rutina en el club Silverlake, uno de los lugares favoritos de Jack Nicholson y Madonna. “Nos desmayábamos y nos quedábamos dormidos en el balcón durante horas, y después nos despertábamos con dolores de cabeza monumentales por la combinación del alcohol y de haber estado acostados al lado de los parlantes”, escribe. También cuenta que se ahorraba lo que le daban para los taxis en las películas yendo en rollers a todos lados: “El efectivo era valiosísimo para las salidas nocturnas”.
A los 12 ya había estado en rehabilitación y fue una de las caras de la campaña contra las drogas de Nancy Reagan. Pero a los 13 sintió que tocaba fondo en serio. A los 13. Por primera vez. Le había robado la tarjeta de crédito a la madre en Nueva York y sacó un pasaje a Los Ángeles donde entró a su casa con una amiga y se fue manejando el BMW. Se fueron de shopping drogadas y manejando. Los tabloides se hicieron una fiesta con la nueva muñeca rota de Hollywood.
“Vivía muy enojada porque sabía que estaba tremendamente sola –contó en una entrevista con The Guardian en 2015, cuando presentó Wildflower, su segundo libro de memorias–. Mis padres no estaban, no me podían manejar. Pero mi mamá me encerró en una institución mental. Eso me dio una disciplina impresionante. Fue como un entrenamiento militar, y fue horrible y oscuro y largo, pero lo necesitaba”.
En total, Drew pasó 18 meses internada. Por entonces, una parte de ella pensaba que se iba a morir a los 27. La otra, se aferró a lo bueno y decidió contar su lucha para que no lo hicieran los demás. “Realmente quería limpiarme. No quería convertirme en un cliché”, cuenta ahora, aunque también admite que nunca se volvió abstemia: “Ya había tenido demasiada severidad en mi vida. Elegí la moderación y el balance”.
Al salir de la clínica tomó otra determinación: había llegado hasta ahí porque era demasiado precoz y no había nadie alrededor para cuidarla, era tiempo de cuidarse sola. “Me emancipé de mi madre y me convertí legalmente en una adulta”. Barrymore cuenta que fueron los profesionales de la institución los que sugirieron que si iba a volver al mundo, iba a estar mejor por su cuenta. “Mis padres no me habían enseñado a respetarme, lo aprendí ahí adentro”.
Casi no volvió a tener contacto con ellos y su padre murió hace más de una década, pero en Wildflower dice que se asegura siempre de que su madre tenga lo que necesita. “No podría funcionar sin saber que está bien y cuidada. Estoy agradecida con esa mujer por haberme traído al mundo. Por poco ortodoxa que haya sido nuestra vida juntas, no le guardo rencor porque me gusta quién soy. Y para eso fue necesario cada paso del camino”.
Pero parte del camino fue también empezar otra lucha. No había cumplido los 15 y ya era una paria de Hollywood. Alguien que había sido alguien. No era fácil sacarse el mote de juguete roto. Los directores de casting se reían de ella, nadie confiaba en su recuperación. Lo que hizo fue aceptarlo: trabajó como moza en restaurantes y limpió baños y aprovechó uno de los pocos consejos que le había dado su padre: no tener expectativas. Y aprendió a tolerar que le preguntaran si había sido Drew Barrymore y a contestar que sí, y que todavía lo era.
Tres años después, a los 17, volvió al cine con un papel a la medida de su imagen pública: la adolescente peligrosamente sensual del thriller Poison Ivy (1992). Un poco más tarde posaría desnuda para Playboy. Fue cuando su padrino Spielberg le mandó de regalo una manta enorme con una nota que decía: “Cubrite”.
Para los 20 estaba cansada de interpretar chicas malas. Creó su productora, Flower Films, con la que pronto protagonizaría éxitos como Jamás besada (1999). Fuera de la ficción, en cambio, su vida sentimental era bastante más agitada que la de su Josie Grosie. Se casó a los 19 con el dueño de un bar, pero se separó un año después; tuvo una larga relación con el baterista de los Strokes Fabrizio Moretti, y volvió a casarse en el 2001 con el comediante Tom Green, aunque el matrimonio duró menos de seis meses.
Sus prioridades cambiaron por completo cuando tuvo a sus hijas Olive y Frankie con su tercer marido, el actor Will Kopelman, con quien estuvo casada entre 2012 y 2016. “Siempre supe que no iba a repetir los errores de mis padres. Sabía que nunca le iba a hacer eso a un niño”, confesó.
También, que aunque sabe que en su familia la actuación es algo que se ha llevado en la sangre durante siglos, jamás permitiría que ellas fueran actrices infantiles: “Crecer en un set no es normal. A mí me salvó la vida, pero mis hijas son amadas y cuidadas: no necesitan de ese mundo para que su vida sea mejor”.
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