El día que terminó la Segunda Guerra Mundial en Europa, cuando los nazis se rindieron en Berlín ante el Ejército Rojo, Stanley Rowland Coggan se arrodilló y dio las gracias mirando al cielo. Era el 8 de mayo de 1945, y hacía apenas 5 días que había dejado el Royal Sussex Hospital de Brigthon. Permaneció allí durante un mes, para curar las heridas recibidas en la última de sus 30 misiones como piloto de la Royal Air Force (RAF). Esa incursión sucedió el 3 de abril y debió aterrizar de emergencia su bombardero Lancaster -que “olía a aceite y municiones”- en Dover, Inglaterra, con su pierna izquierda casi destrozada.
Hoy, Stanley tiene 97 años. Los cumplió el 8 de enero. Vive en un primer piso de Lomas de Zamora junto a su hijo Danny. En su casa hay cascos y espadas vikingas y frases en danés, que recuerdan la sangre ancestral de quien fue su esposa, Klytia Beatriz Norma Von Borowski Rosenthal. Tiene clavado en la pared un platito con el escudo del Colegio San Albano de esa localidad -donde hizo la primaria-, una institución que aportó 127 ex alumnos para las tropas aliadas en el conflicto bélico. También está el diploma que la Corona Británica le entregó a su padre Norman por combatir en la Primera Guerra Mundial y, junto al mismo, el que le dieron el 6 de septiembre de 2018 en el Congreso de la Nación Argentina por su participación en la Segunda Guerra. En un cuadrito, a un lado, tiene las insignias que usó durante los combates. Pero su reliquia favorita es la maqueta de su avión preferido, el Halifax, uno de los dos que le tocó pilotear entre 1944 y 1945.
Es hora pico y el ruido del tránsito de los que regresan desde Capital por la tarde se cuela por la ventana abierta. Dentro, Stanley no se demora en asegurar que “La guerra es una de las peores cosas que existen”. Sin embargo, no se arrepiente de haber participado:
-Yo había visto, en la Diagonal Sur, frente al hotel Nogaró, desfiles de nazis argentinos. Hicimos lo que creímos mejor en ese momento. Terminamos con un dictador, con su destructiva manera de gobernar. Lo que hizo en Europa, Hitler lo quería hacer en todo el mundo. Y antes que viniera a Sudamérica, preferí ir a combatirlo allá. Había que agarrarlo en su propia cancha. Hacer lo mismo que nuestros padres en la guerra del 14. No podíamos permitir que los nazis ganaran. Yo participé para eliminarlo. Puse mi granito de arena. Pero a lo que hice de forma individual no le doy importancia. Desde Argentina fuimos tres mil personas a luchar…
De esa cantidad, la mayor parte fueron hijos de británicos nacidos en nuestro país, que viajaban como podían a Europa para combatir al nazismo. Murieron 237, incluidas 8 mujeres.
Su historia comienza cuando la familia Coggan llegó a la Argentina en 1903. Eran de Epworth, en el condado de Lincolnshire. Su abuelo, John, trabajaba como maquinista de locomotoras. Estaba casado con una escocesa llamada Gayle, que arribó un par de años después con dos hijos. Y su destino fue Remedios de Escalada, donde estaban los talleres del Buenos Aires Great Southern Railway, hoy Ferrocarril Roca. Allí nació Stanley, el 8 de enero de 1924, “en una casa de la calle Uriarte 235”, recuerda con una memoria envidiable.
Su relato lo lleva al hombre que lo inspiró toda su vida: “Mi padre, Norman, había combatido en la guerra del 14, en el Regimiento de Húsares de Caballería 18, donde la mayor parte de los caballos eran argentinos. Cuando terminó, regresó en 1919 a la Argentina y viajó a Mendoza, donde conoció a mi madre. Era socio de BAGS (Buenos Aires Great Southern), un club que estaba frente a la estación de Escalada, donde empecé a hacer deportes a los 3 años: tenis, rugby, fútbol, cricket y bowls (bochas inglesas). Allí hubo una gran pelea de box en el año ’27, donde combatió Firpo, que organizó mi tío Jack… En el año ’31 comencé la escuela en el St. Alban´s y el secundario lo hice en el Otto Krause, donde me recibí como Técnico mecánico industrial”.
-Usted combatió en la Royal Air Force. ¿Desde cuándo tiene amor por los aviones?
-¡Yo no sabía pilotear! El amor por los aviones llegó recién cuando ingresé en la RAF. Fíjese que después de la guerra no volé más un avión. Un poco porque después de mi último aterrizaje y mi estadía en el hospital me declararon “unfit for flying” (“no apto para volar”), y porque tampoco tuve necesidad ni me llamó la atención hacerlo como deporte o pasatiempo. Al llegar me ofrecieron un cargo como instructor en Córdoba, pero no acepté.
-¿Y por qué eligió volar entonces?.
-Vea… Para mí, el mar es para disfrutar en las playas, y le tengo respeto. Así que no fui a la Marina. No me gusta el encierro, no quería estar en trincheras ni tanques, por eso no quería ir al Ejército. Entonces pensé: quiero estar cerca de Dios, yo sabía que me iba a ayudar porque soy creyente, juego para su equipo, jaja... Por él llegué a los 97 años. Y me decidí por la RAF, cuyo escudo dice “Per ardva ad astra” (“Ante la adversidad, hacia las estrellas”) y el Bomber Command, que tiene como leit motiv la frase “Strike hard, strike sure” (“Pega duro, pega seguro”).
En julio de 1942, Stanley se presentó en la Embajada Británica de Buenos Aires para ofrecerse como voluntario. Le dieron un pasaporte de aquella nacionalidad por ser hijo de ingleses y lo enviaron al hospital Británico para hacerse estudios. “Di categoria A1, apto”, cuenta.
Ese mismo mes terminó su aprendizaje para ser Técnico en Mantenimiento de locomotoras, vagones y coches. El 30 de noviembre finalizó el secundario en el Otto Krause. Todas las piezas fueron encajando como un rompecabezas, y el 10 de diciembre de 1942 partió hacia Inglaterra en el barco Moreton Bay. “Cuando me fui a la guerra, me vino a despedir el reverendo Charles Armour (De la Iglesia Presbiteriana Escocesa San Andrés de Temperley). ¡Era un gran jugador de rugby! Él me regaló una Biblia que siempre guardé en el bolsillo superior izquierdo de mi uniforme. Todavía la tengo”, recuerda, y sus ojos adquieren un brillo especial.
Sus 18 años los cumplió a bordo. En el viaje se hizo amigo del jefe de mozos, un tal Fred. “Me hizo la torta de cumpleaños… ¡y qué torta me hizo! En ese momento, sólo sabía que su apellido era Lennon… Con el tiempo me enteré que era el papá de John, que trabajaba en barcos mercantes”. Fue la primera vez que, sin saberlo, se cruzaría con personas o lugares relacionados con Los Beatles. Pero no la última.
Arribó al puerto de Avonmouth -cerca de Bristol- el 11 de enero de 1943. Cuatro días después viajó a Londres en tren y se presentó en la Royal Air Force. “Cuando llegamos, el primer lugar donde nos mandaron fue a una avenida llamada Abbey Road. Allí nos hicieron formar y pasamos cuatro o cinco noches en un caserón con rejas y doble entrada que había ahí. Muchos años después, ese lugar fue el estudio donde grabaron Los Beatles y se sacaron la famosa foto cruzando la calle”.
Después de aclimatarse rápidamente al invierno de Londres, lo derivaron a un centro de cadetes para comenzar a aprender lo que hasta ese momento desconocía, pero tozudamente había elegido como destino: pilotear aviones. “Estaba alegre, sereno y feliz. El futuro dependía de mí y de la ayuda de Dios para estar más cerca de él. Sabía que me cuidaría”, cuenta, mientras hojea mentalmente en su memoria.
Lo anotaron -relata- en un grupo llamado “Flight” junto a 33 cadetes. Primero superó un entrenamiento físico muy riguroso en Heaton Park, Manchester. “Allí conocí a muchos argentinos. Todos esperábamos viajar para nuestra segunda etapa de entrenamiento como pilotos. Formamos un equipo de fútbol y jugamos contra un grupo de cadetes ingleses… ¡y les ganamos!”
El 20 de abril del ’43 se embarcó en el Queen Mary rumbo a Edmonton, en la región de Saskatchewan, Canadá. “El entrenamiento podría ser allí, en Sudáfrica o en Florida, Estados Unidos. Se hacía en esos tres países porque tenían los Lancaster y los Oxford, y por seguridad”.
En ese destino permaneció 4 meses junto con mil cadetes. Y realizó 150 horas de vuelo. “Volé con un profesor y solo, de día y de noche, en distancias cortas y largas que incluían acrobacia aérea y en formación. De ahí fui a la Senior Flying Training School en Alberta, donde cumplí otras 130 horas de vuelo. Recibí por fin mi brevet de piloto con el 91% de efectividad, y mis compañeros me revolearon en una lona para festejar”.
En una licencia en los entrenamientos, viajó a Nueva York con un compañero canadiense. Los recuerdos se vuelven dulces: por el momento, el enemigo aún era lejano. “Una noche fuimos a un teatro llamado Stage Door Canteen. Allí iban muchos soldados aliados. No se podía beber alcohol, y no cerraba demasiado tarde. Esa vez estaba Rita Hayworth. Su nombre verdadero era Margarita Cansino y era hija de un español. En un momento preguntó si alguien hablaba castellano y mi compañero me señaló. Lo increíble es que me invitó a bailar, así que tuve ese honor. Bailamos ‘Manisero se va…” (tararea) y ‘Solamente una vez’. Cuando terminamos, me dijo que bailaba muy bien (se ríe)...”
Pero aquel breve recreo duró poco. En el Queen Mary regresó a Escocia. “En el Operational Training Unit (OTU) se designó la tripulación de nuestros aviones: el skipper -como le decíamos al piloto-, alguien a cargo de las bombas, un aeronavegante que nos decía ‘adónde estamos y adónde vamos’, un ingeniero de vuelo, un operador de radio y dos artilleros para los cañones de 20 milímetros en las torretas dorsales, de techo y cola”, cuenta con su inocultable acento británico.
Desde el 1° de abril de 1944, el Escuadrón 640 del Bomber Command Group 4 (Grupo de Bombarderos 4), asentado en la base de Leconfield en Yorkshire (al noreste de Inglaterra), incrementó sus actividades. La primera misión la tuvo tres días después, piloteando un cuatrimotor Halifax.
El 4 de abril, partieron de la base con el objetivo de atacar al acorazado Von Tirpits de la Armada nazi. Había sido alcanzado por los disparos de una escuadrilla de aviones Barracuda lanzados desde un portaaviones británico días antes, lo que obligó a su tripulación a fondear para hacerle reparaciones en un fiordo cercano a la localidad de Altafjord, en Noruega. Estaba protegido por sierras de 150 metros de altura en forma de picos, difíciles de sortear.
A la misión se sumaron bimotores Mosquito y Barracudas de la aviación naval. Para el ataque se utilizaron bombas Tallboy y Blockbusters de 4 toneladas cada una. “Fueron dos aviones por vez, uno por izquierda y otro por derecha. Entraba primero al fiordo el de la izquierda… Había sol y buena visibilidad. Fue tal la velocidad empleada que de las 8 bombas que arrojamos, dos dieron en el blanco: una entró por la chimenea y otra dio en la proa, haciéndolo volar con una explosión extrema que enrareció el aire”, recuerda Stanley.
Con el Halifax completó, entre el 5 y el 22 de abril, 14 misiones más. Destruyeron desde el Cañón Gran Bertha (flagelo nazi de la Primera Guerra Mundial que había sido reacondicionado en Calais), dos submarinos de 5 mil toneladas, lanzaderas de bombas V1 y V2 (armas letales de Hitler) y posiciones nazis en Francia. Coggan recuerda especialmente cómo lograban desactivar las bombas V1 en el aire: “Un piloto de la RAF, voluntario argentino llegado de Rosario e hijo de británicos probó tocar la bomba con la punta del ala derecha de su avión Gloster Meteor, desestabilizando su giroscopio, lo que la hacía caer a tierra sin daños. La velocidad del Gloster Meteor era de 600 mph y la bomba alcanzaba las 350 mph, por lo que era posible desactivarla en vuelo… Más de mil bombas fueron destruidas así, y otras tantas en un depósito subterráneo por aviones Mosquito de otros grupos”.
Luego, el OTU lo envió a la Unidad 2, en East Kirby, para sumarse al Escuadrón 12 del Grupo 2 de Bombarderos, que volaba en aviones Lancaster, “que eran más potentes. Se hicieron 14 mil y se perdieron 5 mil”. Estando allí llegó la invasión a Normandía, donde actuó en varias misiones.
Las dos primeras las hizo el mismo 6 de junio, mientras las tropas alcanzaban las playas de Dunkerque. La primera, con 60 Lancasters, fue sobre la retaguardia nazi en Cherbourg. La segunda, a Trappes, donde había una concentración de tropas de las SS. Los alemanes perdieron allí 6 cazas y más de 50 mil hombres.
En los tres días siguientes, destruyeron tres lanzaderas de bombas V1, los depósitos donde guardaban ese armamento y el sistema ferroviario que usaban los nazis para transportarlas.
“La aviación, con sus constantes ataques, significó mucho en esa etapa de la guerra. El traslado de tropas aerotransportadas en cantidades nunca vista llenaron el aire con sus paracaídas. Empezó la guerra aérea, que fue muy efectiva, con 100 aviones volando de día y 1.000 de noche para destruir la industria nazi”, señala Stanley.
Luego de esa incursión descansó por un lapso de casi 40 días. La misión del 27 de julio fue para apoyar el avance de 4 ejércitos rusos desde el este, con la ayuda de la aviación de los Estados Unidos. Fueron 200 Lancasters los que lanzaron 4 mil toneladas de bombas y clusters incendiarios sobre la refinería de petróleo de Ploetsi, al este de Rumania, que estaba en manos de los nazis. Al ser destruida, Hitler no dispuso de combustible para abastecer a sus tropas.
Al día siguiente, la operación fue contra una fábrica de combustible para las bombas V2 en la localidad de Peenemunde, al noreste de Alemania. Los Lancaster fueron modificados para recorrer ida y vuelta 3.000 kilómetros “y garantizar un feliz regreso”, dice Coggan. “Cargamos menos bombas y en su lugar se colocaron tanques de combustible. Fue una ocurrencia propuesta por Winston Churchill y aceptada por quienes organizaron la misión”, completa. El ataque fue encarado por 300 Lancasters y 27 aeronaves no regresaron. “De los 162 tripulantes de ellas se salvaron 70, porque llegaron con sus aviones al mar y fueron rescatados por pescadores polacos y lituanos. 21 eran compañeros del Escuadrón 12 y regresaron a East Kirby, donde hicimos un gran festejo”, señala.
Las incursiones se hicieron constantes: entre el 30 de julio y el 23 de agosto, los Lancasters atacaron depósitos de material bélicos, áreas de fabricación de bombas, apoyaron la invasión aliada al sur de Francia y la recuperación de Paris y destruyeron puentes con bombas incendiarias.
Los dos meses siguientes, por la gran cantidad de nieve caída en la base de East Kirby y reparaciones en las pistas, Coggan no voló. En ese tiempo, se dedicó a realizar cursos especiales para combatir en el Pacífico contra los japoneses. Volvería a hacerlo recién el 22 de diciembre de 1944, cuando 100 Lancasters atacaron barcos alemanes en reparación; y el 28, ya directamente lanzando bombas sobre Berlín. En Europa, el fin de la contienda se acercaba. Hitler estaba acorralado.
Stanley recibió 1945 en Glasgow, celebrando Hogmanay, la tradicional fiesta que los escoceses heredaron de los vikingos para el festejo de Año Nuevo. Enero y febrero, con la situación en Inglaterra más aliviada, los dedicó a entrenar rugby. “Participé en un torneo que Churchill pidió hacer entre franceses, ingleses, neozelandeses, sudafricanos, australianos, la Royal Air Force, la British Army y la Royal Navy. Ocho equipos. Yo estaba como reserva del equipo de la RAF. Pero se lesionó el centro y entré a jugar. La cuestión es que llegamos a la final. Jugamos contra el equipo de los Kiwis, que tenían 13 All Blacks. Faltando tres minutos, iban ganando 6 a 3. Pero le pasé la pelota al wing, que estaba a cinco metros mío. Corrió e hizo el try. Después lo convirtieron y ganamos 8 a 6 (en esa época, un try convertido valía 5 puntos). ¡No sabés la fiesta que hubo en Londres!”, asegura, y lamenta que no haya registros de ese torneo.
Ese año, con Hitler acorralado, sólo habría una incursión para Stanley. La última. La trigésima. El 30 de abril de 1945, 150 Lancasters bombardearon el centro fabril de Hamar, que a su vez era un hub ferroviario que tenía 14 líneas de la cuenca del río Ruhr. Arrojaron 800 toneladas de bombas. La destrucción fue completa y lograron desarticular la industria nazi.
A pesar de su posición contraria al nazismo, para Stanley esa misión tuvo un sabor agridulce, y no sólo por el desenlace y las heridas que lo dejaron fuera de combate. “Yo fui criado entre ferroviarios y fue como bombardear mi propia casa. Creo que me afectó tanto que por eso mi avión fue alcanzado por las defensas antiaéreas, que destruyeron uno de los motores y me hirieron en una pierna. Tuve que pedir ayuda al Comando Central. Venía con la pierna izquierda inmovilizada, me ayudaba el bombardero, que era el segundo piloto. Querían que bajara en el Canal de Mancha, sobre el agua, pero les dije que tenía combustible y alcancé a la zona llamada White Cliff Dover, donde la RAF tenía un regimiento muy grande a orillas del mar. Pude cruzar el canal tirando cosas para hacer mas liviano el avión. Lo lancé sobre un terreno especial que tenía mucha cal y tiza que era anti incendios. Igual, apenas tocamos tierra se hizo una gran humareda. Por fortuna, todos los tripulantes llegaron bien. Menos yo, que terminé hospitalizado”.
En el Royal Sussex Hospital de Brighton, recuerda, “estuve muy bien atendido. La caba y sus dos ayudantes eran extraordinarias”. Y si, quedaron secuelas. “Cuando me declararon ‘unfit for flying’ (no apto para volar) también me dijeron que si llegaba a los 80 años iba a sentir el golpe que recibí. Fue tal cual. Mirá, resulta que me sacaron una esquirla de la pierna, casi la pierdo. Gracias a Dios puedo caminar”.
Esperó un año en Inglaterra antes de volver. En ese tiempo estudió Mantenimiento y Organización Industrial en la Universidad de Londres, becado por Shell, compañía para la que trabajó en nuestro país en Comodoro Rivadavia y Dock Sud- y en Venezuela.
El regreso a la Argentina fue en el barco Tamaroa, que salió de Tillbury Docks, un puerto casi en la desembocadura del río Támesis. “Éramos 300 personas. Tendría que haber partido el 27 de julio del año 46, pero salió el 29. Era un barco seco: ¡no tenía bebida ni nada! Sólo jugo de naranja y de tomate. Cuando llegó a Buenos Aires quedó varado al lado del Muelle de Pescadores cuatro días. Nos tuvieron que sacar persona por persona. Ahí me reencontré con mi padre y mi hermano. Pero la primera persona que vi, cuando bajé a la Dársena Norte fue a miss Reid, la vicedirectora de Saint Alban’s College… (por primera vez en la charla, se le llenan los ojos de lágrimas cuando la recuerda) Me estaba esperando… Volver y encontrarse con centenares de personas y ver a la vicedirectora de tu colegio primario, eso no me lo voy a olvidar jamás…”
Al poco tiempo, Stanley encontró el amor. “A mi esposa la conocí el regresar de la guerra, en un baile que se hizo en Remedios de Escalada a beneficio de la Asociación de Tuberculosis de la Argentina. Fui con un amigo, la vi y bueno, desde ahí no nos separamos más hasta que se fue. Era muy linda… (es el segundo recuerdo que lo hace lagrimear) Ya casi 18 años que me dejó…”.
Stanley ya está cansado de contar. Se excusa diciendo que se acuesta temprano. La tarde cayó y se despide al pie de la escalera. El viejo guerrero se irá a dormir con sus recuerdos. Y con su gloria.
Fotos: Gustavo Gavotti
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