Angelada, impecable, tan correcta y tan apta para todo público que su propia comunidad vivió su éxito como una traición a la raza. En el pico de su popularidad, a fines de los 80, cuando se convirtió en la artista femenina más premiada de todos los tiempos, Whitney Houston sufrió al saber que muchos afroamericanos la habían apodado burlonamente “Whitey” (“Blanquita”) porque no bailaba, no tenía calle, no hablaba de la injusticia ni hacía declaraciones polémicas: no era “lo suficientemente negra”.
Parecía que, mientras Madonna y Michael Jackson, las otras dos estrellas pop del momento, tenían permiso para portarse mal, la perfección de la voz de Houston tenía que extenderse también a su vida. Después de todo, ella era una chica religiosa que había empezado cantando como solista en el coro de una iglesia bautista de Newark.
El marketing digitado por su mentor, Clive Davis –que la descubrió a los 19 años y produjo casi todos sus trabajos–, imponía una versión ejemplar de Whitney que ella cumplía con esfuerzo. No eran falsos su fe ni sus inicios en el gospel de la mano de su madre, la ex corista de Elvis Cissy Houston. No era falso su linaje musical, con primas como Dionne y Dee Dee Warwick y una madrina de lujo como Aretha Franklin.
Pero nadie hablaba ni nada hacía pensar por entonces que en su familia las drogas eran una constante y que había comenzado a tomar cocaína con su hermano Michael a los 14 años. Tampoco que mientras se quedaban al cuidado de Dee Dee durante las giras de la madre, la prima abusaba sexualmente de Whitney y sus hermanos.
Ahora que sus hits vendían millones en todo el mundo, ella era el sostén de esa familia, su padre había pasado a ser su manager, y todos debían velar porque su imagen mantuviera ese halo de pureza que exigía el negocio. También estaban prohibidos los comentarios sobre su vida sentimental: los ángeles son asexuados.
En una entrevista de sus primeros tiempos de gloria que reproduce el documental Whitney, la última gran diva (2018), un presentador le pregunta: “Sos un modelo para muchas chicas que te admiran, ¿te genera presión?”. “Eso de ser un modelo me asusta –responde ella, como si se sacara de encima una mochila muy pesada–. Prefiero pensar que puedo ser un ejemplo de lo que se puede hacer cuando ponés tu mente, tu alma, tu cuerpo y tu trabajo, eso es todo. Yo no estoy jugando un papel, esta es mi vida. Y no soy un modelo de nada”.
Al ver el contraste con esa mujer que hace nueve años murió sola y ahogada en el baño de la suite 434 del hotel Beverly Hilton, con su carrera en una espiral irremontable, resulta claro que era cuestión de tiempo para que Whitney perdiera el control. La fantasía de la perfección se había quebrado mucho antes, y su voz con ella. El público ya no consumía sus discos, sino su decadencia.
Dos figuras clave estuvieron detrás de la construcción de Houston como ese modelo que tanto iba a pesarle. Por un lado, su madre, Cissy, que veía en el talento de su hija la posibilidad de cumplir su propio sueño y la formó desde la cuna con técnicas profesionales: “Aprendí a cantar como otros aprenden a hablar”, contaría Whitney. Por otro, Davis, que buscaba crear a una diva pop que trascendiera todos los géneros. El productor de Janis Joplin y Santana trabajó con ella por dos años antes de grabar su primer disco, Whitney Houston (1985), que, con 25 millones de copias, se convirtió en el álbum debut más vendido por una artista solista. El segundo, Whitney, en 1987, fue igual de exitoso. A los 23 años, con una fortuna de alrededor de US$44 millones, ya era para Forbes una de las diez artistas mejor pagas de los Estados Unidos.
En esos años de récords, donde hasta superó a los Beatles en cantidad de hits consecutivos, no daba demasiadas entrevistas. Por lo bajo se decía que Davis limitaba el acceso a los medios para evitar cualquier fisura en el perfil de chica buena que tan bien le caía al público blanco, y que el productor y la madre de la cantante buscaban desterrar el rumor cada vez más fuerte de que Whitney tenía una relación homosexual con su amiga y asistente personal Robyn Crawford.
Entonces entró en escena el músico Bobby Brown. Cuando se conocieron, en los Soul Train Music Awards de 1989, él tenía una fama bien ganada de chico malo de la música y ella se estaba cansando de su imagen de santa. Con 20 años, él había sobrevivido a un disparo y había visto morir apuñalado a un amigo de la infancia; había tenido su primer hijo a los 17, no ocultaba sus adicciones y estaba acostumbrado a que las fans le tiraran bombachas al escenario. Se casaron el 18 de julio de 1992. Brown cuenta en su biografía que la primera vez que la vio tomando cocaína fue vestida de novia, antes de la boda que tuvo entre otros invitados a Donald Trump y Gloria Estefan: “No podía creer mi buena suerte”. Esa imagen selló el destino de la pareja.
En 1991, Whitney filmó El guardaespaldas junto a Kevin Costner, e hizo de I will always love you uno de los clásicos románticos del siglo. El soundtrack de la película fue el más vendido de todos los tiempos. No faltaba mucho, sin embargo, para que sus adicciones se empezaran a notar. En 1994 llegó dos horas tarde a la gala de la Casa Blanca en la que tenía que participar de un homenaje a Nelson Mandela. Poco después, sufrió una sobredosis durante el rodaje de Esperando un respiro (1995). Más tarde le confesaría a Oprah Winfrey en una famosa entrevista que su dependencia de las sustancias había escalado después del nacimiento de su única hija, Bobbi Kristina, en 1993 (tras perder un embarazo en la filmación de El guardaespaldas): “Pasaba los días y las noches drogándome con Bobby, mirando televisión. Estuve siete meses sin sacarme el pijama…”.
En 1996, para el lanzamiento de La mujer del predicador, con Denzel Washington, tomaba cocaína todos los días. Por entonces, Bobby fue a la cárcel por manejar borracho. Sería uno de sus numerosos arrestos e ingresos en centros de rehabilitación por su consumo de alcohol y drogas. En el 97, de vacaciones en la isla de Capri, los paparazzi la fotografiaron con una venda en la cara a la salida de un hospital, donde le dieron dos puntos en la mejilla. Whitney dijo que se cortó al chocar con una roca mientras nadaba, pero su representante dio otra versión. Los medios entendieron que había sido golpeada por Brown.
En 1999 canceló cinco conciertos. En 2000 le encontraron marihuana en el aeropuerto de Hawai. En marzo de ese año iba a cantar Somewhere over the rainbow en los Oscars, pero en el ensayo se mostró desorientada y no logró acordarse de la letra, por lo que la eliminaron de la programación. Bobby la esperaba en la primera fila, borracho y con la cabeza cubierta por una campera, como si siempre estuviera listo para ser detenido.
Parecía que no podía caer más bajo, cuando se presentó en el festejo por los 30 años de carrera de Michael Jackson. Estaba demacrada, como un esqueleto gris. Clive Davis le escribió entonces una carta rogándole que se internara: “Te vas a morir”, le advirtió.
“Si tuvieras que nombrar un demonio… el máximo de todos los demonios, ¿cuál sería?”, le preguntó Diane Sawyer en una entrevista en 2002 en la que admitió por primera vez su adicción a la cocaína. “El demonio soy yo”, contestó Houston. La charla pasó a la historia por otra declaración tristemente memorable: “El crack es barato. Gano demasiado dinero como para consumir crack. No consumimos eso, es de pobres”.
En 2003 una llamada al 911 activó la alarma: con un corte en la boca, aseguró que su marido la había golpeado, aunque después lo negó y retiró los cargos. En 2004, se internó por primera vez en una clínica de rehabilitación, pero se fue a los cinco días. Al año siguiente, logró pasar dos meses desintoxicándose. Pero para cuando, en junio 2005, Bobby fue liberado de su última condena y la pareja comenzó a grabar el reality Being Bobby Brown, Whitney había vuelto a consumir. Las críticas fueron más crueles con la cantante que con su marido: “Desagradable, no solo revela que Brown es más vulgar de lo que sugieren los tabloides, se las arregla para quitarle a Houston sus últimos rastros de dignidad”, dijo The Hollywood Reporter.
En septiembre de 2006, Whitney se separó legalmente del padre de su hija y se quedó con la custodia, después de una sucesión de rumores de infidelidades.
Decidida a recuperar su carrera, se mudó con Bobbi Kristina a Orange County, California, y volvió a comprometerse con la rehabilitación. Pero había perdido la voz, su instrumento, y sin eso, no había regreso posible.
Stevie Wonder le recomendó entonces al famoso coach vocal Gary Catona. “Trato de cantar y no sale nada. Tengo la voz atascada en la garganta”, contó Catona a Vanity Fair que le decía la diva. “Parecía que había pasado por un trauma, pero fue mi alumna más devota: floreció”. En 2007, Davis volvió a llamarla para grabar: “¿Estás lista?”. Ella dijo que sí. No había recuperado del todo la potencia de su voz, pero se sentía segura. Davis quería que volviera con un tema sobre su redención. Y lo hizo: en 2009, emocionó al público de los American Music Awards con I didn’t know my own strength (“No conocía mi propia fuerza”). Sería su última gran actuación.
Los días finales: “Peor de lo que todos suponían”
Su cuerpo fue encontrado por su asistente el 11 de febrero de 2012, a horas de la fiesta de Clive Davis en los Grammy, el lugar que la consagró. En el mundo de la música, la gala del mítico productor aún es considerada más importante que los premios, un rito de iniciación. La propia Whitney había sido presentada casi tres décadas atrás en ese escenario por su mentor y desde entonces había actuado ahí infinidad de veces. Aunque esa noche no estaba agendada para cantar, le alcanzaba con haber sido invitada: era una nueva oportunidad de volver al ruedo después de su última rehabilitación, nueve meses antes.
La fiesta ni siquiera se detuvo con la noticia de su muerte, aunque tal vez le devolvió el lugar de estrella que había ido a buscar: fue un bizarro tributo a su talento. Tom Hanks, Tonny Bennet, Britney Spears y Alicia Keys dieron sus condolencias en la alfombra roja mientras la ambulancia de la morgue retiraba el cuerpo por la puerta trasera del hotel en el que Houston se había alojado una semana antes bajo el nombre de Elizabeth Collins junto a su hija y un pequeño equipo de asistentes.
Esos últimos días son también un reflejo de su lucha. Había llegado a tiempo ese martes al estudio para grabar un dueto con el cantante de American Idol Jordin Sparks, y se dijo que también estaba sobria en el set de la película Sparkle, con la que pensaba retomar la actuación. Pero su conducta errática en la semana que debía marcar su gran regreso fue inocultable: se la vio hinchada, transpirando y tomando vodka por los nightclubs de Hollywood para festejar el cumpleaños de su novio, el cantante Ray J Norwood; hizo un papelón en el bar del lobby del hotel, donde se quejó de que “aguaban los tragos”; interrumpió un junket de la cantante Brandy oliendo a alcohol y a cigarrillos para darle consejos sobre su número en los Grammy, y fue filmada cruzándose frente a cámara, desaliñada y con el pelo mojado.
Mientras algunos huéspedes del Hilton llegaron a quejarse de que la vieron ida y haciendo la vertical cerca de la pileta, su familia y su entorno más cercano sostendrían –incluso después de que la policía de Los Ángeles encontró en su cuarto restos de cocaína, marihuana, una cuchara quemada con rastros de metanfetaminas, botellas abiertas de champagne y cerveza y dos frascos de medicación legal, como ansiolíticos y relajantes musculares– que estaba limpia y había vuelto a tratar sus adicciones con su antiguo consejero Warren Boyd.
Para ellos, lo de la vertical en la pileta no era más que una prueba de su determinación a ejercitarse diariamente y dejar de fumar. De hecho, ella misma le había contado a varios de los artistas que se cruzó esa semana que estaba nadando todas las mañanas, y les había mostrado orgullosa los músculos de sus brazos. También se había encomendado a Dios, y una prueba de eso fue el tema que interpretó en la fiesta de Kelly Price el 9 de febrero, dos días antes de morir. Sería su última presentación pública.
“No estaba pautado, pero subió al escenario, agarró el micrófono y se puso a cantar Yes, Jesus loves me’”, relataría después Price. Pese a los aplausos, el gospel con el que había brillado en sus inicios era el testigo final de cómo esa voz que la propia Houston consideraba “un don y un regalo del Señor” se había vuelto temblorosa y opaca. La fiesta no terminaría bien. La cantante discutió a los gritos con la finalista de un reality y casi se van a las manos. Fue fotografiada a la salida con manchas de sangre en las piernas y rasguños en las manos, visiblemente alterada. También fuera de sí, estallaría en el gift shop del hotel frente a la tapa del National Enquirer que aseguraba en título catástrofe que había colapsado: “Adicta y quebrada, está peor de lo que todos suponían”.
La profecía del impiadoso tabloide se cumpliría ese mismo sábado. El 11 de febrero de 2012 la asistente de Houston, Mary Jones, dejó el vestido que la cantante iba a usar en la gala de esa noche sobre la cama de su cuarto del Beverly Hilton. Cerca del mediodía, Whitney habló con su prima Dionne Warwick, con quien iba a compartir mesa en la fiesta, y alrededor de las tres atendió la llamada de su madre, Cissy.
Jones la encontraría media hora después, flotando desnuda y boca abajo en la bañera rebalsada de agua hirviendo. Tenía 48 años y la autopsia confirmaría lo que la fatal escena no ocultaba: Houston se había ahogado accidentalmente, mareada por el alcohol, la cocaína y una cardiopatía derivada de su adicción.
El examen toxicológico indicó que había consumido una alta dosis de la sustancia antes de morir. También encontraron rastros de marihuana, un relajante muscular, medicación para la alergia y Xanax. Mientras su hija Bobbi Kristina –de 18 años, que moriría tres años después en circunstancias horriblemente similares– lloraba desconsolada, su prima Dionne trataba de calmarla, y la policía revisaba la suite, una periodista que había arreglado una nota por el regreso de la cantante esperaba en el lobby. “Whitney no va a poder hacer la entrevista… está muerta”, le dijo finalmente uno de sus asistentes.
No era una sorpresa, la estrella de Whitney había estado apagándose durante las últimas dos décadas, sin que nadie entendiera la razón.
¿Por qué aquella mujer que lo había tenido todo había perdido hasta el talento? ¿La había matado la presión de su madre? ¿Había sido culpa de Clive Davis que, hasta el final, solo vio en ella un producto? ¿De su relación tóxica con Bobby Brown? ¿Del mercado que no le permitió vivir abiertamente su historia con Robyn Crawford? ¿De la falta de compasión de los medios? ¿De sus propios demonios?
Muchas de esas preguntas todavía no tienen respuesta y el interés por su historia no cesa. Sin ir más lejos, este año Stella Meghie dirigirá la biopic I wanna dance with somebody, con la actriz de Star Wars Naomi Ackie en el papel de Houston, y nuevas investigaciones sostienen que la cantante pudo haber sido asesinada.
Pero tal vez quien más se acercó a resolver el enigma fue Crawford, su gran amor: “A la compañía discográfica, a los miembros de la banda, a su familia, a sus amigos, a mí. Whitney le daba de comer a todo el mundo. Muy dentro suyo eso es lo que la agotó”.
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