Jeff Bezos llevaba puesta una toga sobre el traje de impecable sastrería. Estaba a punto de entrar al club de los diez mayores millonarios del mundo y había decidido que era hora de dejar atrás el look austero que, pese a su fortuna, compartía con su mujer, MacKenzie, hacía casi dieciocho años. Inspirado, se dirigió a los alumnos de la promoción 2010 de la Universidad de Princeton como uno de sus graduados más ilustres y les contó los orígenes de Amazon y cómo MacKenzie había sido un apoyo fundamental: “Acababa de cumplir treinta y llevaba casado un año. Le dije a mi mujer que quería dejar mi trabajo y hacer esta locura que probablemente no iba a funcionar, porque la mayoría de las startups no funcionaban, y que no estaba seguro de que iba a pasar después de eso. Y MacKenzie, que también es graduada de Princeton y hoy está sentada acá en la segunda fila, me dijo que tenía que hacerlo.” Las cámaras ni siquiera la enfocaron.
Por entonces, ella todavía usaba el apellido Bezos y estaba acostumbrada a ceder toda la atención pública a su marido. Aunque se las había arreglado para llevar adelante su carrera de escritora y criar a sus cuatro hijos sin convertirse en una clásica “esposa trofeo”, no parecía incomodarle demasiado que los medios solo la vieran como “la mujer de”: era el precio de un bajo perfil que resguardaba celosamente. Pero todo eso cambió cuando su divorcio, en 2019, la convirtió en la tercera mujer más rica del planeta. Era inevitable que la prensa quisiera saber quién era esa californiana que durante 25 años se había mantenido alejada de cualquier escándalo, por más escandalosas que se pusieran las cosas a su alrededor. Ahora era dueña de una fortuna, ¿en qué iba a gastarla? Pronto, ella misma daría la respuesta: pensaba donar su dinero “hasta vaciar la caja fuerte”.
Después de años a la sombra de su ex marido, MacKenzie Scott –como se llama desde que oficializó su separación–, irrumpió en 2020 en la escena pública como una nueva clase de filántropa. Con un patrimonio de alrededor de US$60.700 millones, durante la pandemia entregó 6000 millones a más de 500 organizaciones benéficas comprometidas con los derechos de las mujeres, las personas de color y las soluciones para la pobreza. No quiso su nombre en una placa, ni un ala de un hospital en su honor. Ni siquiera pidió supervisar los programas que apoyó: les dio total autonomía a las pequeñas organizaciones y líderes “que impulsan el cambio” a los que eligió financiar. A los 50 años, ella misma se ha convertido en la impulsora de un cambio en la manera de dar, quizá porque aprendió cuáles son las cosas que el dinero puede comprar y cuáles no.
En 1994, MacKenzie manejó rumbo a Seattle mientras, en el asiento del acompañante, Jeff Bezos escribía y discutía con ella el borrador del plan de negocios de lo que sería Amazon. Se habían conocido un año y medio antes en las oficinas del fondo de inversión D.E.Shaw donde él ya era un joven ejecutivo cuando ella consiguió su primer trabajo “para pagar las cuentas” al mudarse a Nueva York después de su graduación. La aspirante a escritora, que en Princeton había sido una de las alumnas preferidas y asistente de investigación de la Premio Nobel Toni Morrison, se enamoró de inmediato de la risa enorme de Bezos. Él diría después que fue “amor a primer oído”.
En una entrevista que dio a Vogue muchos años después, para promocionar su segunda novela, “Traps”, MacKenzie reconocería que fue ella la que se puso en campaña para conquistarlo, insistiéndole para salir e invitándolo a almorzar. No le costó mucho: a los tres meses estaban comprometidos y a los seis se casaron. Ella tenía 23 años y fue entonces cuando cambió su nombre por primera vez, de MacKenzie Tutle, a Bezos. Enseguida construyeron un vínculo de admiración mutua: “Creo que mi mujer es aguda, inteligente, sexy y está llena de recursos, pero además, tuve la suerte de ver su currículum antes de conocerla”.
MacKenzie decía no tener “sentido de las finanzas”, aunque tal vez lo había perdido con los vaivenes económicos de su familia. Su padre, Jason Baker Tutle, había sido el fundador de una importante compañía financiera en San Francisco, y la escritora tuvo una infancia acomodada: vivían en una mansión. La madre, Holiday, se dedicaba a la beneficencia, y ella asistió a colegios de elite en donde ya soñaba con ir a Princeton. Pero a fines de los 80, una investigación terminó llevando a la firma de su padre a la bancarrota y toda la familia se mudó a la Florida. Aunque Tutle intentó rearmar su financiera en ese estado, la Justicia se lo impidió, y la familia salió adelante gracias a una pequeña tienda de ropa que abrió Holiday en Palm Beach. Para cuando llegó la hora de ir a la universidad, MacKenzie tuvo que tomar varios trabajos para pagarse la carrera. “Trabajaba 30 horas a la semana sobre la carga horaria de la facultad y me preocupaba todo el tiempo por aprovechar al máximo mi educación. Lo que más quería en la vida era ser una escritora”, dijo en una entrevista en 2013.
De cualquier manera, hacia 1994 estaba lo suficientemente enamorada de aquel brillante nerd que le permitía ser la piloto de su proyecto como para contagiarse de su entusiasmo. El negocio de la web era el único que crecía al 2.300% anual y una librería online permitía tener un catálogo que físicamente era imposible, repetía Bezos. Para ella, en cambio, los libros tenían un valor emotivo que iba mucho más allá del producto oportuno que había encontrado su marido. En parte fantaseaba con la idea de tener su propia editorial. Abrieron la primera oficina de su empresa en la casa que alquilaron en los suburbios de Seattle. En esos primeros años, MacKenzie llevaba las cuentas, ayudó a pensar el nombre de la compañía, y “era una voz fundamental en el equipo”, según relata el periodista de tecnología Brad Stone, autor de “The everything store”, sobre la historia de Amazon. A medida que el negocio crecía, la diferencia de intereses de la pareja se hacía más evidente para los empleados. A ella le interesaba sumar autores, a él, clicks en el sitio.
Pero mientras hacía de contadora en la ascendente compañía de su marido y tomaba talleres literarios y cursos de escritura para avanzar en el borrador de su primera novela, pocos en Amazon sabían que MacKenzie era una escritora tan prometedora que Toni Morrison había dicho de ella que era “una de las mejores estudiantes de escritura creativa” que tuvo jamás.
Para 1999, la firma había dejado de vender exclusivamente libros para convertirse en un gran mercado online. Ese año pasaron muchas cosas: Jeff fue nombrado el hombre del año por la revista Time, que lo bautizó como el “rey del cibercomercio”. MacKenzie quedó embarazada de su primer hijo, Jeffrey Preston, y los Bezos se mudaron a una mansión de 10 millones de dólares en Medina, Washington. Con el cambio vertiginoso del negocio y de su fortuna, había dejado de trabajar en Amazon. Y se puso de acuerdo con su marido en dos cosas: la primera era que se concentraría en la crianza, pero no iba a descuidar su novela; y la segunda, que, pese a la riqueza que habían acumulado, iban a darle a sus hijos una vida tan normal como fuera posible. Lo que MacKenzie no quería era acostumbrar a su familia un tren económico que, como había sufrido en carne propia en su adolescencia, podía perderse de la noche a la mañana. “Yo me gané la lotería –diría alguna vez en relación al éxito de su marido–. Pero no es esa la lotería que me define, sino que mis padres hayan creído en mi educación y en que sería una escritora”.
La maternidad, sin embargo, terminó siendo un trabajo de tiempo completo. Podría haber tenido una flota de niñeras, pero el dinero le permitió elegir otro estilo de crianza. “Nadie contaba conmigo como escritora, nadie estaba esperando ansioso mi próximo libro. Mis hijos, en cambio, tenían necesidades urgentes a las que tenía que prestarles atención. Cuando tuve al tercero entendí que no podía ser la clase de madre que quería y seguir escribiendo”, le dijo a Vogue para explicar por qué le había llevado diez años publicar su primera novela, “The testing of Luther Albright”.
Los Bezos tuvieron tres varones y adoptaron a una niña de origen chino, y se ocuparon siempre de resguardar su intimidad. Tanto, que solo hay datos sobre el mayor, que estudia en Princeton como sus padres. Durante años, organizaron una rutina en la que el creador de Amazon y Blue Origin preparaba el desayuno familiar y su mujer manejaba una humilde camioneta Honda para dejar a los chicos en el colegio y después alcanzarlo hasta su oficina. Eventualmente, ella alquiló un estudio para ir a escribir mientras los chicos iban al colegio, pero siempre estuvo a tiempo para buscarlos en la puerta de la escuela o en los partidos de fútbol con su Honda, un auto que podría tener cualquier madre americana de familia numerosa.
Su estilo para vestir era y sigue siendo igual de austero: jeans, botas, remera básica y campera de cuero. Sus amigas dicen que no suele comprar en grandes marcas. Cuando estaba casada, era Bezos quien se ocupaba de su ropa o de elegirle carteras caras. “A veces la llamo y le pregunto, ‘¿Qué talle sos de tal cosa?’ Después la sorprendo y a ella le encanta”, contó él, a quien MacKenzie definía como opuesto a ella: “Es muy sociable. A mí las fiestas me sacan de quicio. Las conversaciones breves, una atrás de otra… no son el lugar donde me siento a gusto”. De hecho, el perfil de su marido crecía a la par de su riqueza. Ella, en cambio, elegía una vida cada vez más privada: ya no lo acompañaba a eventos, ni a galas, salvo en contadas oportunidades, y pareció querer despegarse tanto como fuera posible de Amazon al momento de publicar sus novelas, en 2005 y 2013. Para la primera, que ganó un American Book Award, ni siquiera quiso hacer notas promocionales. Hizo lecturas en pequeñas librerías, y no vendió más de 2.000 copias.
En enero de 2019, Bezos anunció en Twitter que se divorciaría de la madre de sus hijos después de haber intentado “una separación de prueba” y que continuarían “compartiendo la vida como amigos”. Con una fortuna de US$131.000 millones, eran para entonces la pareja más rica del mundo. El nivel de riqueza de su divorcio no tenía precedentes: era el más costoso de la historia y no había acuerdo prenupcial. Pero eso no era todo: a los pocos días, The National Inquirer filtró los chats eróticos y las fotos íntimas que Bezos había estado intercambiando con su amante, la presentadora de televisión Lauren Sánchez. Al magnate no le quedó otra que blanquear de apuro la relación: dijo que había sido extorsionado por el tabloide, y presentó oficialmente a quien hoy sigue siendo su novia. Tal vez fue entonces más que nunca cuando se probó el verdadero carácter de MacKenzie: no hubo peleas públicas, no hubo revelaciones escabrosas en la prensa, no hubo discusiones feroces en la corte. Un divorcio amigable sellaría el final de sus 25 años de matrimonio.
En abril de 2019 la ex mujer de Bezos tuiteó por primera vez. Lo hizo con el nombre de MacKenzie Scott, su segundo nombre: ya no era la MacKenzie Tutle que conoció a Bezos a los 21 años, tampoco la MacKenzie Bezos que lo apuntaló en su carrera pero vivió a su sombra, había nacido una nueva mujer. En el posteo, explicaba los términos del acuerdo financiero que la convirtió en la tercera mujer más rica del planeta. Se quedaba con el 25% de las acciones de la compañía que había contribuido a fundar, el equivalente en ese momento a unos US$38.000 millones. Demasiado para una mujer que se pasó la vida tratando de que el lujo no se le subiera a la cabeza. Se comprometió desde entonces a trabajar seriamente para repartir su fortuna. “Tengo una cantidad desproporcionada de dinero para compartir”, dijo el año pasado cuando se sumó al Giving Pledge, la iniciativa de Bill Gates y Warren Buffet para redistribuir la riqueza de forma solidaria.
Sus donaciones durante la pandemia del 2020 la convirtieron en una de las mayores filántropas del año, con una perspectiva innovadora que tiene mucho que ver con su filosofía. Mientras muchos filántropos suelen intervenir en las decisiones sobre cómo debe usarse el dinero que reparten, Scott tiene la humildad de confiar en organizaciones y líderes que conocen a los grupos con los que quiere colaborar. “Las pérdidas económicas y los efectos para la salud han sido peores para las mujeres, las personas de color y las personas que viven en la pobreza. Mientras tanto, ha aumentado sustancialmente la riqueza de los multimillonarios”, escribió en su cuenta de Medium en diciembre, al anunciar la última partida de donaciones por US$4.200 millones.
Cuando se divorció de Bezos, algunos editores pensaron que Scott podría lograr su primer bestseller escribiendo sus memorias. Pero lo cierto es que si algo no necesita MacKenzie es un éxito comercial. También lo es que ya está haciendo historia por su cuenta, mientras vacía las arcas y persigue la impagable ambición de una vida normal.
Seguí leyendo: