Medía un metro ochenta y dos y tenía un escote “más grande que la vida”. Cuando Paul Marciano vio a aquella rubia llegar a la producción de la marca Guess niños en San Antonio de la mano de su hijo, pensó en Anita Ekberg en La Dolce Vita y la campaña infantil de su marca quedó en segundo plano.
–¿Quién sos?
–Soy Vickie Smith, señor.
–¿Sos modelo?
–No, señor. Soy moza en el Red Lobster.
–¿Pero alguna vez te hicieron fotos?
–No, señor.
–Bueno, eso va a cambiar ahora mismo.
El creador de Guess vació el estudio de chicos y llamó al fotógrafo. Era 1992 y la competencia de Calvin Klein imponía la belleza esquelética de Kate Moss. Marciano acababa de encontrar en esa joven madre texana a un nuevo ícono sexy para decir que su marca era lo opuesto: el regreso de la sensualidad curvilínea. La llevó con él a Nueva York, le consiguió un agente y le dio un nuevo nombre: desde entonces, el mundo la conocería como Anna Nicole Smith, y su imagen en blanco y negro se transformaría en el póster emblema de la voluptuosidad de los tempranos noventa.
Había nacido en Houston como Vickie Lynn Hogan en 1967, pero sus padres se divorciaron cuando ella tenía dos años y ella tomó el apellido de su padrastro, Donald Hart. Cuando tenía 15 años, la mandaron a vivir con su tía a Mexia, un pueblo de 7000 habitantes en Texas sin más atracciones que un local de pollo frito en el que pasaba las horas y que finalmente terminó atendiendo, cuando dejó el colegio.
Muchos años después, en pleno éxito de su carrera, le preguntarían en una entrevista por su dieta y sin dudarlo respondería: “Como pollo frito todos los días”. En efecto, esa comida definiría su vida: en el Jim’s Krispy Fried Chicken conoció al cocinero que se convertiría en el padre de su hijo. Billy Smith tenía 16 y ella 17 cuando se casaron, en 1985. Daniel nació al año siguiente. La pareja se divorciaría oficialmente en 1993, pero lo cierto es que ella se quedó sola con su bebé de meses.
Tenía 19 años cuando se mudó con Daniel a Houston sin un título ni más experiencia laboral que la de mesera en Krispy Fried Chicken. Lo que le dijo en aquella charla a Paul Marciano no era falso: al principio trabajó como cajera de Walmart y como camarera en un restaurante de la cadena Red Lobster. Pero no ganaba lo suficiente para pagar el alquiler y las cuentas.
Ella misma contaría bajo juramento: “Un día entré a un club de strippers creyendo que era un bar y el encargado me dio unos tragos y me convenció de que bailara en topless. Me fui mortificada, pero con US$50 en el bolsillo. A partir de ese momento, debo haber bailado en topless en todos los clubs de la ciudad”.
Con el tiempo logró un lugar fijo en el cabaret Gigi’s, donde pasó a cobrar un promedio de U$S200 diarios, que invertía en su cuerpo: se aumentó el busto (tanto que ya no pudo dejar los analgésicos para soportar el dolor de espalda que le causaba el peso extra) y se tiñó de rubio champagne. Su meta era bailar en los clubs más exclusivos, en donde había plata de verdad, pero en esos lugares buscaban chicas más flacas. Al dueño de Rick’s, el club de caballeros más famoso de Houston, le pareció que era demasiado voluminosa para tener un número a la noche. Le ofreció el mediodía, con menor paga y la condición de que “se disciplinara”. No sabía que ese rechazo cambiaría su destino.
Era la hora del almuerzo en Rick’s cuando un anciano en silla de ruedas se quedó extasiado viendo como Smith se desnudaba al ritmo de Lady in red. Ella lo vio solo y se acercó a hablarle después del show: alguien le dijo en bambalinas que ese viejito frágil que no le sacaba los ojos de encima no era otro que el “barón petrolero de Houston”, dueño de una fortuna de US$500 millones.
Corría 1991 y Howard Marshall estaba deprimido. A los 86 años, acababa de enviudar por partida doble: de Bettye, su segunda esposa –y madre de sus hijos Pierce y Howard III– y de la que había sido su amante durante la última década, la stripper Lady Walker, que había muerto por complicaciones de una cirugía plástica. “No tenía ganas de vivir, pero cuando me miraba le brillaban los ojos”, contaría Smith después en una entrevista con 20/20. La invitó a comer y bailar para él en privado en la suite de un hotel 5 estrellas. Cuando se hizo la hora de irse, le dio un sobre generoso y le imploró: “No te vayas, amor. No vas a tener que volver a trabajar nunca más”.
Marshall cumplió con su palabra: la llenó de regalos. Joyas, un rancho, un Rolls-Royce, un Mercedes-Benz convertible y un nuevo aumento de delantera… Pese a los más de sesenta años que los separaban, el millonario se divertía con ella y con su hijo y le gustaba que también lo acompañaran en sus gustos menos sofisticados, como comer en el Red Lobster, el mismo restaurante de medio pelo en el que Smith había servido antes de convertirse en stripper.
En una de esas mesas le pidió matrimonio. Ella se negó en cada uno de sus intentos por convencerla: le dijo que antes de volverse a casar quería tener una carrera y poder mantenerse sola. No pasó mucho hasta que fue descubierta por Marciano cuando acompañaba a Daniel, de seis años, a aquel comercial de Guess niños. Por esos días también había respondido a un aviso de la revista Playboy que buscaba modelos: la eligieron para el póster central. En 1993, todavía como Vickie Smith, fue elegida Playmate del año. Al mismo tiempo, su imagen en blanco y negro daría la vuelta al mundo. Rebautizada por Marciano como Anna Nicole Smith reemplazaría a la supermodelo Claudia Schiffer como un nuevo sinónimo de belleza explosiva. Hasta le llegaron ofertas cinematográficas: consiguió un papel en la comedia de los hermanos Coen El gran salto (1994), y en La pistola desnuda 33 y ⅓ (1994), con Leslie Nielsen.
Y entonces, la actriz y modelo internacional también cumplió con su palabra. El 27 de junio de 1994, tras años de rechazarlo, Anna Nicole Smith, de 26 años, se casó con Howard Marshall II, de 89, en la White Dove Wedding Chapel de Houston. Los dos estaban vestidos de blanco y Daniel fue el encargado de darles los anillos. La novia llevaba velo y un escote de vértigo. El novio entró en silla de ruedas. Después de los votos, liberaron juntos dos palomas blancas desde el atrio. Era la tradición del templo, cuyo nombre en castellano es “Capilla de la Paloma Blanca”, pero también un símbolo de su relación.
Mientras la prensa celebraba una historia con ingredientes para intrigar a todos –sexo, fama y millones–, y reproducía al infinito y en todos los idiomas la pregunta de si era por amor o por dinero, Anna Nicole confesaría: “Lo amo porque me sacó de un lugar terrible y nos cuidó a mí y a mi hijo. Fue mi salvador. Lo que yo sentía por él no era sexual, sino un profundo agradecimiento por sacarme de ese agujero en el que estaba”.
Algo parecido le respondió a Larry King en una entrevista en 2002. “¿Qué vio una chica de 23 años en un hombre de 86?”, le preguntó el fallecido presentador de televisión a una Smith ya viuda. “Nunca me habían querido, nunca nadie había hecho cosas por mí, nunca nadie me había respetado. Él era amable conmigo”, dijo ella.
Howard Marshall se enfermó gravemente seis meses después de casarse con Smith y murió el 4 de agosto de 1995, a los 90 años. La familia del magnate llegó a impedir que su joven esposa lo visitara durante su agonía. Al momento de su muerte, la situación era tan tirante, que hicieron dos funerales separados. En la ceremonia que organizó la viuda no hubo amigos del muerto, solo fueron treinta invitados de Smith que ni siquiera habían conocido a Marshall en vida. Como una novia doliente, ella se vistió de blanco y usó el velo de su casamiento. Sobre el féretro había una corona con rosas y lirios con la leyenda: “De tu amada”. Emocionada, cantó con Daniel el clásico de Bette Midler The wind beneath my wings. Los Marshall no los invitaron al otro funeral, que fue multitudinario.
Pero había otro lugar en el que Anna Nicole brillaba por su ausencia: los seis testamentos del petrolero. La ex playmate había acumulado durante su relación una pequeña fortuna entre propiedades, joyas y autos. Pero hacía tiempo lidiaba con su adicción a los analgésicos –para tolerar los dolores derivados del peso de sus implantes–, los tranquilizantes y el alcohol. También sufría desde los comienzos de su carrera pública las constantes burlas sobre su aumento de peso: sus diarios íntimos revelarían luego su padecimiento y “el estrés y la depresión por no poder dejar de comer”.
En 1996, la denuncia de quien había sido la niñera de su hijo terminó por llevarla a la bancarrota. María Antonia Cerrato la había demandado dos años antes por acoso sexual. Smith no se presentó a las audiencias y la Justicia falló a favor de su ex empleada. La obligaron a pagarle US$800.000. Con deudas por US$9 millones, decidió iniciar acciones legales contra Pierce Marshall; consideraba que era él quien había manipulado a su padre para que le sacara su parte de la herencia. Consiguió un aliado impensado para su lucha: su otro hijastro, Howard III, que también había sido desheredado.
El juicio duró años y tuvo marchas y contramarchas. Una y otra vez, Anna Nicole era sometida a preguntas humillantes que tal vez hoy ya no serían posibles. Respondía siempre con esa voz aniñada que ahora parece un recordatorio de que, detrás de aquella mujer descomunal, se escondía una fragilidad abismal: “No soy una cazafortunas. Howard me conoció cuando yo no era nadie y me podría haber casado con él a la semana o al año, pero no lo hice. Primero me convertí en alguien”.
En el 2000, un juez de Los Ángeles dictaminó que le correspondían US$400 millones de la herencia de Marshall. En 2001, un juez de Houston revocó la decisión y otorgó esa suma a Pierce Marshall. En 2002, otro juez diría que debía cobrar el equivalente a la mitad de los ingresos de su marido durante el tiempo en que estuvieron casados (US$89 millones), pero la medida también fue revocada.
En medio de esas idas y vueltas judiciales, enfrentaba su propia batalla personal. Estaba en tratamiento por sus adicciones y sus ataques de pánico. Bajó más de treinta kilos y debutó con su propio reality, The Anna Nicole Show, por la señal E!. En esa época conoció al fotógrafo Larry Birkhead que se mudó a vivir con ella, Daniel y su abogado y manager Howard Stern. Cuando en 2006 quedó embarazada de su segunda hija, echó a Birkhead y se mudó con Stern a las Bahamas.
La tragedia iba a desatarse justo cuando parecía que Anna Nicole había encontrado la felicidad. Dannielynn nació el 7 de septiembre de 2006. Dos días después, su hermano mayor moría de sobredosis en la cama junto a ella y su madre mientras las visitaba en el hospital. Nunca quedó claro si las drogas eran de Anna Nicole, pero trascendió que ella había estado comprando metadona con un nombre falso incluso hasta el octavo mes de embarazo.
Jamás se recuperaría de la muerte de su primogénito: era el verdadero amor de su vida, por el que había enfrentado sola al mundo cuando era casi una adolescente.
Cinco meses más tarde, el 8 de febrero de 2007, Anna Nicole Smith fue encontrada sin vida en su cuarto del hotel Hard Rock de las Bahamas. Aquella chica que alcanzó la fama como una Marilyn moderna, moriría, como la diva, por una sobredosis de barbitúricos. Tenía 39 años, una causa millonaria en curso y una estela escandalosa que estaba lejos de apagarse: durante meses Birkhead y Stern se disputaron la paternidad de la beba –y de su potencial herencia de US$400 millones– y hasta llegó a decirse que era hija de Howard Marshall, de quien Anna Nicole había conservado semen para inseminarse.
El ADN probó finalmente que Dannielynn es hija del fotógrafo Larry Birkhead, que obtuvo su custodia, aunque no los millones que esperaba. En 2011, la Corte Suprema de los Estados Unidos cerró el caso: “Varios niños han nacido durante la causa, varios jóvenes se han casado con ella y, tristemente, las partes originales han muerto”. Lo que Dannielynn sí heredó de su madre es un tipo de belleza que las cámaras adoran. El propio Paul Marciano lo confirmó cuando la convocó para una campaña infantil de Guess en 2013: “Tiene el mismo espíritu inquieto que su mamá”.
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