Shlomo Venezia fue trasladado desde Grecia a Auschwitz en abril de 1944. En su vagón viajaban su madre, dos de sus hermanas, un tío y varios de sus primos. A pesar de que el viaje duró once días, nunca vio a las mujeres. Tan apretados estaban, tal era el hacinamiento que no pudo siquiera cruzar una mirada con su madre (los hombres estaban separados de las mujeres por una frazada que colgaba de punta a punta de la unidad). En ese vagón había alrededor de ochenta personas.
Al llegar a Auschwitz, Schlomo, con sus 21 años, fue de los primeros en bajar apenas se abrieron las puertas. Por fin aire fresco. Los soldados nazis se movían con energía, gritaban y apuntaban con sus armas cargadas. Se los veía urgidos. “Alle runter! Alle runter! ¡Abajo todo el mundo!”. Schlomo se quedó al lado de la formación, esperando ver aparecer a su madre, para ayudarla a bajar. No era una mujer grande. Apenas superaba los 40 años pero luego de todos esos días de quietud, de apretujamiento y hambre temió que no pudiera dar el salto hacia suelo firme. “Männer hier und Fraun hier! ¡Los hombres de este lado y las mujeres por acá!”. Mientras bajaban otros, dos golpes terribles en la nuca lo tiraron al suelo. Shlomo creyó que le habían abierto la cabeza. “Link, rechts! ¡Izquierda, derecha!”. El guardia nazi lo obligó a ir junto a los demás hombres.
Shlomo no volvió a ver a su madre y a sus hermanas.
Luego vino lo de siempre. Los separaron arbitrariamente. De los 2500 que viajaron en esa formación sólo dejaron con vida a 320. El resto fue llevado a las cámaras de gas. Schlomo todavía no sabía cuál sería el destino de los otros. Él y su hermano quedaron en el grupo de los afortunados. Esa noche, un prisionero veterano le dio a entender que ya todos los restantes habían sido asesinados. Él no le creyó, pensó que se trataba de una exageración del desencantado viejo.
Pero al día siguiente fue llevado con otros, jóvenes y en buen estado físico como él, a otra parte del campo. Fueron a Birkenau. Tardó en comprender cuál sería su misión desde ese momento. Alguien le dijo que integraba el Sonderkommando, las Escuadras Especiales. Su tarea iba a ser, durante los siguientes largos meses, la de hacer ingresar a los contingentes de judíos que arribaran a las cámaras de gas, desalojar sus cuerpos, clasificar sus pertenencias y cremarlos.
Los Sonderkommandos fueron las unidades especiales creadas por los nazis integradas por prisioneros de los campos de concentración, en su mayoría judíos, a los que les asignaron tareas en las cámaras de gas y los crematorios.
Los hombres debían gozar de buena salud y cierta fortaleza física. No conocían qué cariz tendría su tarea hasta que les ordenaban llevar a cabo las primeras acciones. Eran operarios de una fábrica. De la fábrica de muerte.
Shlomo Venezia en su libro Sonderkommando cuenta que durante los primeros días no pudo comer. Estaba asqueado por lo que veía, por todo el horror que lo rodeaba pero al poco tiempo comenzó a comer su sopa y su hogaza de pan hasta con fruición. Los Sonderkommandos gozaban de ese privilegio: comían más que el resto de los prisioneros, sus raciones eran más abundantes y regulares. Tampoco estaban en contacto cotidiano con el resto de los prisioneros. Su tarea era secreta, vergonzante, incriminatoria. Por eso había que evitar que tuvieran relación con el resto.
Pero tanto Shlomo como el resto de sus compañeros recuperaron el apetito bastante rápido. El hambre era insoportable, se sentía en cada centímetro de su cuerpo. Al mismo tiempo descubrieron, sin necesidad de que nadie se los dijera, que gozar de buena salud y tener energía era el único pasaporte posible para tener alguna chance de seguir con vida. Pero existió un tercer factor que les permitió volver a comer, del cual tomaron conciencia recién muchos años después: se habían habituado a la muerte; el espectáculo horrendo del que participaban todos los días se había convertido en su paisaje cotidiano, lo había naturalizado. “Los diez o veinte primeros días me sentía constantemente escandalizado por la grandeza del crimen, luego se deja de pensar”, dijo Schlomo Venezia.
Zalmen Lewental fue un sonderkommando. Se cree que lo mataron en noviembre de 1944. 18 años después, en octubre de 1962, mientras se realizaban excavaciones en el patio del crematorio de Birkenau encontraron un diario que él escribió en yiddish y que enterró con la ilusión de que alguien lo recuperara. Allí cuenta sus experiencias como sonderkommando. “Podés encontrar cientos de excusas, pero la verdad es que querés vivir a toda costa. Deseas vivir, porque estás vivo, porque el mundo a tu alrededor sigue vivo y todo lo que es placentero, todo aquello a lo que te sientes vinculado, está unido inextricablemente a la vida”, escribió. Aferrarse a la vida aún en medio de un festival de muerte.
Primo Levi trató el tema en Los Hundidos y Los Salvados. El capítulo La Zona Gris es uno de los más lúcidos y honestos análisis del ecosistema de un lager. Allí dice de estas escuadras especiales: “Haberlas concebido y organizado ha sido el delito más demoníaco de los nazis. Detrás del aspecto pragmático (economizar hombre válidos, imponer a otros las tareas más atroces) se ocultan otros más sutiles. Mediante esta institución se trataba de descargar, en otros, precisamente las víctimas, el peso de la culpa, de manera que para su consuelo no les quedase ni siquiera la conciencia de saberse inocentes”.
Esa abismo de maldad es una de las grandes perversidades del sistema concentracionario. Buscaban destrozar sus cuerpos y también sus almas.
Primo Levi hace otra distinción notable. A estos hombres a los que les fue impuesta una tarea horrenda a cambio de su supervivencia temporal es a los que les corresponde el verdadero Befehlnotstand, o el estado de constreñimiento ante una orden de un superior. Esa es la real obediencia debida y no la que esgrimían los criminales nazis ante los juzgados tras la guerra. Miles de testimonios certifican que la menor desobediencia, al primer error, los prisioneros eran castigados con crueldad, la mayoría de las veces hasta la muerte.
Había una especie de itinerario macabro que se respetaba a ultranza. En cada una de estas estaciones varios sonderkommandos realizaban tareas. Los prisioneros seleccionados para ser eliminados una vez que bajaban del tren eran llevados hasta las zonas de las duchas. Los obligaban a desnudarse y a dejar sus ropas acomodadas (para facilitar el trabajo posterior les pedían que anudaran sus zapatos unos a otros pera luego no tener que ir buscando el par correspondiente). Luego eran arriados a lo que ellos pensaban que eran unas duchas colectivas pero se trataban de cámaras de gas.
Primero ingresaban las mujeres y los niños. Ellos eran los que peor la pasaban porque permanecían más tiempo en este patíbulo. Del techo pendían unas mariposas metálicas que hacían pensar que de allí caería el agua. La sala se iba llenando. Los soldados nazis arriaban a las personas desnudas. Para el final dejaban una treintena de hombres, los de mayor contextura física y mejor estado de salud. Empujados, apaleados estos hombres presionaban por ingresar y compactaban aún más la masa. La sala rebalsaba y las puertas debían cerrarse a presión.
Luego venía un divertimento de los oficiales nazis. Prendían y apagaban la luz para generar más terror en la gente que ya había tomado conciencia de su destino. Había apretujamientos, gritos de horror. Algunos morían antes de que el gas entrara en acción debido a la asfixia. Luego por el techo, mientras entre dos sonderkommandos corrían una pesada tapa de cemento, un soldado nazi vertía el Zyklon B que asesinaría a los hombres y mujeres. Las muertes no eran inmediatas ni incruentas. Que no quedara nadie con vida llevaba entre diez y quince minutos. Tiempo en el que las víctimas se daban cuenta que los estaban matando. Los integrantes de la escuadra especial sabían cuando abrir las puertas de la cámara de gas. Además de ya tener la experiencia y saber lo que demoraban en morir, las señales sonoras eran determinantes. De los aullidos desesperados, se pasaba a gritos menos populosos, luego a llantos aislados, después a rumores jadeantes y a apagados lamentos. Después, el silencio.
Se abrían las puertas y los cuerpos caían hacia el exterior. Se ponía en funcionamiento el sistema de ventilación para purificar el aire. Bajo ese susurro del motor del extractor, los sonderkommandos se enfrentaban al amasijo de cuerpos desnudos y sin vida. El aire enrarecido por un olor acre, un hedor difícil de soportar: la mezcla del gas con la adrenalina de los cuerpos, los vómitos, los excrementos que despidieron mientras agonizaban.
Las tareas para los integrantes de esta escuadra especial se diversificaban. Unos debían cortar el pelo de las mujeres y ponerlo en grandes bolsas, otros extraer los dientes de oro (este trabajo debía hacerse a toda velocidad: con los últimos el rigor mortis, las mandíbulas de cemento, complicabaa mucho la tares). Estaban los que debían arriar los cuerpos al crematorio y los que debían limpiar la cámara de gas para que el nuevo contingente no sospechara nada cuando ingresara a ella, minutos después.
Transportar tantos cuerpos no era sencillo. Los guardias nazis exigían velocidad y que cada sonderkommando llevara uno; nada de hacerlo entre dos. Como muchos de los asesinados eran personas mayores, había bastones que utilizaban para tomar los cadáveres del cuello y arrastrarlos hasta los hornos.
Después unos se encargaban de tirarlos dentro de los hornos. Pero ahí no terminaban las tareas. También estaban los que debían revisar las cenizas e impedir que quedaran huesos sin deshacerse (los de las caderas eran especialmente resistentes). Tenían que moler los restos identificables.
La maquinaria no se detenía. Había dos turnos de trabajo y los hornos trabajaban 24 horas al día.
David Olére fue un sonderkommando que sobrevivió. Él, pintor y escultor polaco, dejó una serie de obras que sirven como testimonio gráfico de la barbarie de las cámaras de gas. En sus pinturas muestra las distintas escenas de los hornos crematorios, de la vida cotidiana de los integrantes de las escuadras especiales y de cómo funcionaba este esquema industrial de muerte. Al no haber fotos (sólo se conservan cuatro imágenes “robadas” que se van mal, borrosas, imprecisas), estas obras tienen también un enorme valor documental.
El oficial nazi a cargo de las cámaras de gas y los hornos crematorios del campo de exterminio era ferozmente implacable. Todos le temían a Otto Moll y su bárbara arbitrariedad. Castigaba y vejaba a los prisioneros él mismo a la vista de todo el mundo para que el pánico se esparciera.
Una mañana, mientras Venezia esperaba que se desnudaran las próximas víctimas, escuchó que alguien lo llamaba: “Schlomo, Schlomo”. Giró, con temor: ¿quién podría reconocerlo? ¿lo castigarían por hablar con un condenado? Era un primo de su padre. El hombre rogó para que le consiguiera un lugar como sonderkommando. Él le explicó que era imposible. Schlomo fue hasta su barraca y de debajo de su litera sacó unos panes y sardinas que tenía almacenadas y se las dio. El hombre las devoró. Antes de entrar a las supuestas duchas, a la cámara de gas, el primo de su padre le preguntó: “¿Se tarda mucho en morir? ¿Se sufre demasiado?”. Schlomo le mintió y respondió que no. Luego el oficial alemán empezó a gritar y a empujar para que entraran. Se dieron un abrazo final. Un rato después los encargados del crematorio llamaron a Schlomo y a su hermano, que también integraba esta escuadra especial, y separaron el cuero de su familiar para que ellos pudieran recitar un kaddish en su honor antes de que lo tiraran en el horno.
Muchos de los sobrevivientes de los lager afirmaron que los sonderkommandos estaban siempre pasados de alcohol, siempre sucios, desalineados, casi en un estado salvaje. Sus conductas eran erráticas. Tal vez fuera la única manera de soportar sus tareas cotidianas.
A los integrantes de los sonderkommandos, pese a tener un régimen mejor que el resto, le correspondían las generales de la ley. Podían postergar el momento pero a ellos también los alcanzaba la muerte. Los nazis asesinaron alrededor de doce cuadrillas de sonderkommandos. No debían dejar rastros. Se renovaban con periodicidad.
A fines de 1944 una revuelta de sonderkommandos fue sofocada por los soldados nazis. Pero entre que ya las formaciones de trenes no ingresaban a Auschwitz (el último gran contingente provino de Hungría), la revuelta y el acoso de los ejércitos aliados mientras Alemania se desmoronaba, las escuadras fueron disueltas, los hornos demolidos y, finalmente, el campo abandonado con la Marcha de la Muerte.
Hubo que esperar mucho tiempo hasta que existieron testimonios certeros sobre la actividad de estas escuadras especiales. A los sobrevivientes de los campos de concentración les costó años ser escuchados. Se encontraban con la incredulidad, la indiferencia, la negación. En el caso de los sonderkommandos fue más difícil todavía. Ellos sobrellevaban el peso de la vergüenza, del oprobio, de la culpa. Y se cree que no hubo más de cien sobrevivientes de los que cumplieron con esas tareas.
“¿De qué vale un poco más de pan, de descanso, de ropa cuando se tienen, todos los días, las manos en la muerte?”, dijo Schlomo Venezia.
Primo Levi pidió que las tareas que llevaron a cabo, el papel que cumplieron los sonderkommandos fuera pensado con compasión y con rigor pero que nadie pronunciara un juicio sobre ellos.
Schlomo habló de su experiencia por primera vez en 1992, 47 años después de su salida de Auschwitz. En 2006 publicó un libro con su historia en el que es entrevistado por dos periodistas.
A lo largo de su vida todo lo devolvió al campo. Su cabeza y su espíritu, sin importar lo que hiciera, lo regresaban siempre al mismo lugar. Poco antes de morir, ya siendo un anciano, dijo: “Es como que el trabajo que tuve que hacer ahí no hubiera salido nunca de mí. Jamás se sale realmente del crematorio”.
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