La noche en que se paró frente a la baranda inclinada del crucero, se abrochó los botones del tapado de pana negro y saltó al mar, María Inés Lona tenía 72 años. El mar Mediterráneo se estaba tragando al barco de 17 pisos en el que pasaba sus vacaciones y María Inés había perdido de vista a sus dos hijas. Así dicho, es fácil imaginar a la viejita frágil de Titanic pero de viejita y de frágil, María Inés, nada.
La mujer parada frente a la baranda del crucero Costa Concordia había sido jueza durante 53 años -gran parte de su carrera, de menores-. Estaba acostumbrada a lidiar con situaciones críticas: amenazas de pegarle un tiro en la cabeza, partirle la cara o de atentar contra sus hijas, por ejemplo, “de esas que te encogen las entrañas”. Y también a despegarse emocionalmente de todo eso para poder tomar decisiones con la mente fría.
Por eso, durante la medianoche de ese 13 de enero de 2012, pleno invierno europeo, María Inés Lona actuó como es:
“Lo analicé y me tiré, no le veo nada heroico. El que estaba adelante mío saltó, yo me tiré atrás. ¿Cuánto tiempo habré tardado? No sé, dos minutos, porque no vacilé”, cuenta a Infobae desde el teléfono fijo de su departamento, en Mendoza.
“Usé el pensamiento lógico y la mente fría, algo que me dio mi profesión: ‘Si el barco se está hundiendo y no veo ningún bote venir a buscar gente, ¿me voy a quedar acá arriba esperando?’”.
Decidir y seguir
Pasaron apenas horas del sismo que causó pánico en Mendoza y San Juan y la mujer de 81 años que ahora atiende el teléfono dice “ah...si”, y es evidente que no estuvo ni cerca de asustarse. “Nunca tuve imaginación para las cosas malas”, cuenta después, otra de las variables que la mantuvieron lejos de la desesperación mientras el crucero se hundía.
Un fotograma en su memoria sirve de ejemplo: en su juventud, cuando su marido -también juez- salía a una ruta estrecha y peligrosa con un colega y la esposa del otro llamaba, temblorosa, para decirle “María Inés, no han llegado”, su pensamiento era siempre el mismo: “Deben haber parado a comer unas empanadas”.
Así pensó en el crucero cuando perdió de vista a sus dos hijas: “Mi lógica, por mi personalidad, no fue decir ‘ay dios mío, si no están es porque se ahogaron’. No había gritos ni rumores de un bote salvavidas que se hubiera hundido. Mi lógica fue decir: ‘Si no están acá arriba, ya están en la isla, las evacuaron’. De ahí en más, nada podía ser terrible”.
No saber colaboró con la calma, porque cuando ya estaba a salvo, se enteró de que, efectivamente, un bote salvavidas se había hundido con los pasajeros que pretendía rescatar.
María Inés ya era viuda ese enero, cuando comenzó el viaje en auto con dos de sus tres hijas por el sur de Italia. El plan era hacer un recorrido en auto y luego embarcar en el crucero Costa Concordia, parar en distintos puertos del Mediterráneo y llegar hasta Sicilia. Lo primero que María Inés sintió cuando embarcó, sin embargo, fue “disgusto”.
“Porque nos sacaron los pasaportes, yo no sabía que en los cruceros hay que moverse con credenciales. Además, llegamos al camarote y el baño era del tamaño de un dedal. Las toallas eran como las de mi casa, muy usadas. El pasillo alfombrado con esos arabescos... todo de un mal gusto, por favor”, se ríe ahora.
“Era una multitud que salía de la pileta y caminaba por la alfombra con los pies mojados, todo lleno de cochecitos de bebés, donde uno iba encontraba gente. Le dije a mis hijas, muy irracionalmente: ‘Bajémonos en el primer puerto’. Por supuesto que no me llevaron el apunte”.
El viaje iba a terminar ese mismo día, aunque ninguna de las 4.229 personas que iban a bordo lo sabían.
Subieron a eso de las seis de la tarde. Una de las hijas de María Inés, que tiene una discapacidad motriz producto de un accidente de tránsito, se cansó de pedir una silla de ruedas para ir a cenar pero no hubo forma de conseguirla. Con fastidio y con cuidado, las bajaron del piso 11 al piso 3, cenaron y volvieron a subir. Fue ahí que María Inés sintió “un topetazo” y la luz se cortó.
“Afortunadamente habíamos cenado en el primer turno y alcanzamos a subir, porque cuando el barco se empezó a inclinar, ahí abajo sí empezó a entrar el agua y se llevó todas las mesas. La gente que estaba ahí tiene que haber estado despavorida, sin dudas. Imagine que usted está sentada en una mesa y le entra agua, caramba…. ahí realmente mi sangre de pato se hubiera convertido en sangre de guerrera”.
Eran las nueve y media de la noche y ni siquiera habían abierto las valijas. En la habitación estaban cerradas las bolsas de la ropa que habían comprado en la liquidación cuando María Inés le dijo a una de sus hijas: “Me parece que hemos chocado con algo”.
“Me acerqué a la ventana y vi las aguas oscuras del Mediterráneo yo diría que cerca, pero no estábamos cerca, debíamos estar a 30 metros de altura. La inclinación del barco todavía era mínima, debe haber sido una ilusión, porque después, cuando me tiré, sí, el barco se había hundido tanto y estaba tan acostado que había 5, 6 metros hasta el mar”.
María Inés pensó “mejor no me asomo más” y las tres se fueron a dormir. Una hora y media después, una voz por altoparlante mintió: anunció que había habido un problema eléctrico y pidió que todos se pusieran los chalecos salvavidas y se dirigieran, con calma, al cuarto piso.
Y esta es la razón por la que María Inés y sus hijas -ambas abogadas- se separaron: su hija volvió a reclamar una silla de ruedas pero en vez de una silla apareció un tripulante asiático que, sin mediar palabra, la alzó y se la llevó. Su hermana salió corriendo atrás para acompañarla y María Inés, que estaba descalza, se quedó tranquila porque bajaban juntas.
Iluminada por la luz de emergencia, regresó al camarote, se calzó unas botas cortas y el tapado negro pero no agarró cartera, dinero, documentos, nada. Después, bajó entre la horda silenciosa, que no sabía lo que de verdad estaba pasando. Ya en el cuarto piso, buscó a sus hijas con la mirada pero cree que dobló para el lado opuesto en el que estaban subiendo a la gente a los botes.
No entendía inglés la jueza pero sabía observar y leer gestos, una habilidad que había adquirido cada vez que una pareja en pleno divorcio conflictivo entraba a su despacho. De acuerdo al lugar en el que cada uno se sentaba y la postura corporal que adoptaba, se daba cuenta si uno de los dos se sentía dominado por el otro y analizaba cómo actuar para que ninguno perdiera la dignidad.
En foco, María Inés recuerda los gestos de dos personas: una mujer “que estaba estaba horriblemente atemorizada”, a la que no logró calmar porque ya “estaba sorda de la desesperación”, y a otra persona que claramente no hablaba español pero que la vio sola y le tocó el hombro “como diciendo ‘¿cómo está, señora?’”. Esos dos gestos más lo que dijo la voz fueron suficientes para que decidiera tirarse al mar.
“Alguien dijo ‘miren, no nos van a venir a buscar’. Parece ser que todo rescate, después de que se van los botes, es carísimo. Y aparte los lugareños deben haber dicho ‘¿voy a arriesgar mi bote con el que salgo a pescar y me gano la vida por estos ricachones?’, lo cual me parece lógico”.
Era la medianoche cuando María Inés se tiró al Mediterráneo, “naturalmente de pie”, y no al ras del barco. “No pensé ‘¿pero y si me ahogo?, ¿y si me da hipotermia? ¿y si me desmayo?’. No, ‘me tiro, no veo otra opción. Después veo qué pasa una vez que estoy dentro del agua’”, sigue.
Abrió los ojos cuando ya estaba en lo profundo. “Recuerdo que el agua era impecablemente traslúcida. Abajo toqué una gran esfera, evidentemente eran las que hacen que el barco no se balancee. Ahora bien: cuando me tiré no pegué contra eso de casualidad”.
El chaleco salvavidas la hizo subir y María Inés comenzó a nadar “pecho, naturalmente”. “A los 10, 15 metros me di vuelta porque el barco chirriaba, gemía. Y uno sí, claro, tiene miedo de que lo chupe si se hunde. Pero nada, ningún cambio. Estaba en el mar sola, el que se había tirado antes habrá nadado para otro lado”.
El puerto estaba a unos 150 metros pero ella vio tierra a unos 60, y hacía ahí enfiló. “Cuando llegué a la orilla, no hacía pie y había un pequeño terraplén. Como no sentí desesperación mantuve el pensamiento racional. Pensé ‘acá me pongo de pie y, con el peso del tapado mojado, las botas y el desnivel, me voy para atrás y me ahogo. Entonces me puse en cuatro patas y subí’. Yo no le veo nada heroico, salió la fuerza del sobreviviente, por eso le decía que tal vez sea una nota insípida”.
Como consecuencia del naufragio, 32 personas murieron.
Sobrevivir
Ya sobre tierra firme, alguien advirtió que estaban en una parte escondida de la isla de Giglio y que, si no salían solos, otra vez, nadie iba a encontrarlos. María Inés recuerda que pisó con cuidado unas maderas y caminó agarrándose de los yuyos -el lado B de una isla paradisíaca-, creyendo que el camino podía desmoronarse.
María Inés no sabe inglés ni italiano pero entendió cuando alguien dijo “la anciana está muy mojada”. ¿Qué? ¿la anciana? ¿perdón?
“¿Y entonces me preguntaron ‘¿usted está hipotérmica?’, y yo dije ‘no’, rotundo. ‘Solamente estoy mojada’”. Estaban refugiados en un jardín de infantes -recuerda las sillas chiquitas en las que se sentaron-, había personas con oxígeno, médicos yendo de uno al otro, pasajeros a los que atendían en el suelo.
Ya le habían ofrecido ropa seca cuando escuchó un grito:
— ¡Mamá!
María Inés se ríe antes de contar lo que sigue, porque es la muestra de que sus hijas también habían heredado la costumbre familiar de no dramatizar. Tenía el pelo mojado pegado a la cara, raya al medio, y aunque se emocionaron al verla, después su hija le confesó lo que pensó apenas la vio:
— Ay mamá, parecías Patoruzú.
Tal como había calculado María Inés, sus hijas habían subido a un bote salvavidas y habían sido evacuadas. Las dos le contaron que se habían angustiado cuando les dijeron “ya han sacado a todos del barco, lo cual era una vil mentira”. Pero la conocían y, durante las horas en que la buscaron en la oscuridad, aplacaron la angustia con una certeza: “Es mamá, de alguna forma se las va a arreglar’.
Las tres fueron repatriadas y pasaron a integrar la lista de 18 sobrevivientes argentinos del Costa Concordia. Desde entonces, María Inés se jubiló -ya no es jueza ni docente-, siguió usando el tapado y las botas con pensamiento lógico - “¿por qué las iba a tirar si sólo se habían mojado?”- y el famoso capitán Schettino -famoso por haber estado “enfiestado” y haberse fugado cuando el barco se hundía- fue condenado a 16 años de prisión por los delitos de naufragio culposo, homicidio culposo, abandono de la nave, entre otros.
Ya es media mañana y María Inés está por salir a su clase de natación. Sobre el final dice que no, no siente que la experiencia límite la haya empujado a valorar más, a agradecer más, a disfrutar más.
“En absoluto -interrumpe la sensiblería-. No sentí ‘bueno, ahora que sobreviví me doy cuenta de que la vida es muy importante’. Yo siempre he paladeado lo que tenía, he gozado. Mi nieta me dice ‘ay abuela, la cara que ponés cuando tomás tu cafecito con tus dos tostadas... parecés un gato que lo están acariciando’. Mire, yo tenía 72 años en ese momento. Ahogarme sin luchar no, por supuesto, pero si me hubiera ahogado, si hubiera llegado a la conclusión de ‘bueno, adiós’, era toda una vida vivida, una buena vida”.
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