El título era largo, muy largo. Y era dicho en su totalidad en cada aparición pública, mencionado en cada audición radiofónica, rubricado en cada documento oficial e impreso en cada artículo de la prensa gráfica. No había posibilidad de abreviarlo. Nadie se hubiera animado a hacerlo. Presidente vitalicio, Jefe de las Fuerzas Armadas, Mariscal de campo, Doctor, Vc, DSO, MC, Señor de todas las bestias de la tierra y de todos los peces del mar, conquistador del Imperio británico de África en general y de Uganda en particular, y último rey de Escocia (las iniciales eran menciones honoríficas y condecoraciones que él mismo se había otorgado).
Así se presentaba Idi Amin, dictador ugandés durante buena parte de los años setenta. La desmesura que sus múltiples títulos anticipan fue la que puso en práctica mientras gobernó a su antojo a Uganda entre 1971 y 1979.
Fue, en un tiempo generoso en dictadores, uno de los más conocidos y estuvo entre los más sanguinarios
Era un hombre de una contextura física imponente. 1.95 de altura, más de 150 kilos de peso. Arrogante, desbocado, cruel, asesino de masas, personaje mediático -uno de los primeros-, publicista de su propia persona, déspota voraz. Su figura y su recuerdo persisten aunque el paso del tiempo haya puesto en primer plano, haya privilegiado su costado excéntrico, las anécdotas desopilantes a su descomunal capacidad criminal
Idi Amin había entrado al ejército de casualidad. En tiempos de dominación inglesa pasó un día cerca de un cuartel y al ver su físico imponente lo invitaron a sumarse. Tenía 21 años y ningún oficio; era un bayaye según explica Kapuscinski: una persona que llegó del campo a la ciudad pero que no tenía nada para hacer, un desarraigado que sólo vagaba por la ciudad; había millones de ellos en Uganda.
Fue creciendo en la fuerza por su obediencia y su audacia, una combinación que los jefes valoraban. Cuando Uganda se independizó, él ya había llegado a la cúpula del poder militar. Desde allí acompañó a Obote, el primer jefe de estado del nuevo país libre. Para 1971 las relaciones entre los dos estaban deshechas. La cercanía de Idi Amin con el poder lo había tentado a quedarse con dinero que no le correspondía. Su codicia se había desatado.
El presidente Obote lo acusó (con fundados motivos) de quedarse con (mucho) dinero destinado a la lucha insurgente en otro país africano. Pero Obote, demasiado seguro de su poder, luego de la denuncia pública viajó a Singapur a un encuentro multilateral. Idi Amin se dio cuenta que corría peligro y apostó fuerte.
El 25 de enero de 1971 inició un golpe de estado. En cuestión de horas tuvo el país bajo su mando. Prometió que el orden constitucional regresaría, que sólo se trataba de una medida de excepción, que en cuanto el país estuviera estabilizado llamaría a elecciones: “Soy militar, no un político”, dijo. Pero a medida que pasaban los meses, la palabra “elecciones” se fue borrando de su vocabulario, se perdió en la bruma de su locura autoritaria.
En Occidente su figura fue muy conocida. Tuvo una evolución (en realidad una involución) desde su asunción. Fue tapa de las revistas más importantes (El hombre salvaje de África lo llamó la Time) y hasta objeto de burla en los programas cómicos más exitosos de Estados Unidos (en Saturday Night Live lo imitaron varias veces) y en Inglaterra (fue ridiculizado por Benny Hill). No hay en la actualidad una figura similar. Ningún primer mandatario africano tiene el nivel de conocimiento que tenía Idi Amin en ese momento.
Como suele ocurrir, recibió apoyos varios a su llegada al gobierno. Pero cuanto más poder acumulaba, más despóticamente lo ejercía. Y más se separaba de sus primeros sostenes.
Al principio fue bien recibido por Occidente. En esos tiempos, los países europeos y Estados Unidos tenían menos remilgos para recibir dictadores. Es más, en medio de la Guerra Fría los apoyaban abiertamente. Los derechos humanos no ocupaban un lugar importante en la agenda. Lo fundamental parecía que ningún país emergente cayera bajo el influjo soviético.
Un día en los primeros años de la década del setenta, Amin tomó su avión y llegó de improviso a Inglaterra. El protocolo se activó rápido y esa misma noche cenó en el Palacio Real con la Reina y el Primer Ministro. La Reina en medio de la cena, con amabilidad y algo de cinismo, le dijo: “Debería avisarnos con más tiempo la próxima vez, así lo recibimos como corresponde. ¿Qué lo trajo a nuestro país?”. Idi Amin siguió comiendo con fruición, mostrando un apetito voraz, y sin dejar de masticar respondió: “En Uganda es casi imposible conseguir buenos zapatos de talle 48”.
Después envió varios telegramas a la Reina. Siempre los encabezaba de la misma manera: “Liz”. Se proclamó último Rey de Escocia y obligó a su séquito a usar polleras cuadriculadas y a tocar la gaita. Cada vez que podía ofrecía sarcástica ayuda alimentaria a los ingleses para que sobrellevaran la crisis de fines de los años setenta.
También fue en visita oficial al Vaticano. Antes de ser recibido por Paulo VI, alguien del protocolo papal tuvo la precaución de cerciorarse cuál sería la vestimenta del dictador ugandés: uniforme militar cargado de medallas y condecoraciones, charreteras y cordones dorados, decenas de ellos colgaban de su pecho ancho (de no haber medido tanto más de diez medallas deberían haber quedado en un cajón). La aclaración es casi innecesaria: ninguna de esas condecoraciones había sido otorgada por nadie más que él mismo. Un especialista en la autoveneración.
Cuando la Selección Argentina de César Luis Menotti salió campeona del mundo en 1978, la AFA recibió una enorme cantidad de saludos protocolares y propuestas. Pero hubo un telegrama que llego antes que todos a la Casa Rosada. Estaba dirigido al presidente de facto Jorge Rafael Videla. “Mi hijo Mwanga y yo somos fanáticos del equipo de su país. La conquista de la Copa del Mundo nos llenó de alegría. En nombre de todo el pueblo de Uganda invito a los campeones del mundo a pasar dos semanas de vacaciones en Uganda. Se podrán distender en nuestro magnífico parque y estar junto a millones de nuevos amigos”. Naturalmente, lo firmaba Idi Amin.
Su diplomacia a través de los telegramas era al menos excéntrica. Riccardo Orizio en su libro Hablando con el diablo. Entrevistas con dictadores da algunos ejemplos. A Richard Nixon en medio del Watergate le escribió: “Si tu país no te entiende, vení a ver a Papá Amin, que te quiere mucho. Cuando está en peligro la estabilidad de una nación, la única solución, por desgracia , es encarcelar a los jefes de la oposición”. A Kurt Waldheim, secretario general de la ONU le mandó una misiva en la que expresaba “mi apoyo a la figura histórica de Adolf Hitler, que cometió el único y grave error de perder la guerra”. También envió sendos telegramas a Leonid Brezhnev y a Mao Tse-Tung en medio de las tensiones entre la U.R.S.S. y China: “Últimamente medité mucho sobre ustedes. Me preocupan. Me gustaría verlos felices. SI necesitan un mediador, acá me tienen”. Nadie pudo determinar si se trataba de un genio del sarcasmo o alguien con las capacidades intelectuales menguadas.
El giro en su política exterior, en su sistema de alianzas internacionales no fue, esta vez, fruto de sus caprichos, sino de sus conveniencias. Del soporte norteamericano y europeo pasó a sostenerse en el bloque soviético, Kadafi y el dinero de los príncipes saudíes. Estos premiaron la manera en que Amin hizo entrar al Islam en su país. Más del 70 % de los líderes militares y de las autoridades políticas de Uganda eran musulmanas a pesar de que sólo el 5% de la población lo era. Luego de la caída lo protegerían en su arena y sus hoteles 5 estrellas.
Idi Amin había sido campeón de boxeo de Uganda. Las fuentes no se ponen de acuerdo. Algunos dicen que de Medio Pesados y otros de la categoría máxima (esta parece haber sido su categoría dada la contextura física que demuestra en las fotos de época). Reinó entre 1951 y 1960 aunque se desconoce cuál fue la competencia interna que afrontó. No parecía muy desarrollado el boxeo ugandés.
En 1971 mientras sojuzgaba a su país agregó otra obligación más a sus tareas. Despidió al entrenador de la selección olímpica de boxeo y cómo no podía ser de otra manera se puso al frente. Hasta amenazó con presentarse él mismo sobre el ring. Realizó algunas peleas que televisó para todo el país. Las ganó todas. Sus rivales caían al primer golpe. Preferían perder por knock out a peores y más definitivas represalias.
En Uganda se hacía lo que él decía. Los ministros debían obedecer sus órdenes, adivinar sus deseos, satisfacer sus caprichos. Nadie podía negarse. Un ministro de justicia se enteró por la radio de su nombramiento. No existía posibilidad alguna de que se negara. Tomó la precaución de, apenas asumir, enviar a su familia a Londres. Pocos meses después cuando se produjeron las primeras desavenencias, Idi Amin ordenó que el ministro muriera en un accidente automovilístico. Pero ya que iban a provocar el siniestro lo mejor era subir a varios enemigos más a ese auto. Así cayeron un obispo y un titular de otra cartera. Pero el Ministro de Justicia salvó su vida escapando a Kenia un día antes. Nadie le había avisado, no era necesario. Era evidente que pendía sobre él una virtual pena de muerte.
Alguna vez un ministro de economía le presentó unos números fatales. El país estaba quebrado. Debían tomar medidas de excepción, clamó. Idi Amin se levantó de su silla furioso y gritó : “Estoy cansado de que los ministros me vengan a retar. No alcanza la plata, fabrique más. ¡Para qué tenemos la máquina que los hace!”. El ministro de economía partió al exilio apenas salió de la reunión. La prudencia le indicó que ni siquiera debía pasar por su casa.
Un caso especial fue el de Elizabeth Bagaya, hermosísima y muy capaz hija del rey de una de las tribus más importantes del país. Ella era abogada y fue la primera ugandesa en graduarse en Oxford. Fue embajadora en París, en la ONU y, finalmente, Ministra de Relaciones Exteriores. En el medio mantuvo un affaire con Idi Amin. Él salió por la radio anunciando que tenía intenciones de separarse de tres de sus cuatro esposas. El antecesor de Elizabeth en la cartera no llegó a renunciar. Desapareció. Lo encontraron semanas después a orillas del lago Victoria comido por los cocodrilos.
Después de un tiempo, la relación entre Amin y Elizabeth se deterioró. Él zanjó la cuestión a su manera. En una cadena nacional dijo: “Nuestra ministra de Relaciones Exteriores ha cubierto de vergüenza al país. Fue descubierta haciendo el amor con un blanco en los baños del aeropuerto de París. Queda fulminantemente despedida”. La mujer había tomado la sabia precaución de cruzar la frontera hacia Kenia unas horas antes. Elizabeth luego participó desde el exterior en el derrocamiento de Amin.
Sufrió varios atentados (hay que reconocer que a los enemigos se los ganaba con facilidad) pero siempre consiguió salir indemne. No así sus acompañantes, ni sus guardias de seguridad. Se vanagloriaba de su inexpugnabilidad, como si tuviera un súper poder, como si esa buena fortuna fuera un argumento más de su condición cercana a la deidad, un motivo más para sus arbitrariedades. A pesar de eso, Idi Amin tomaba sus recaudos. Vivía en un estado de paranoia permanente -bastante justificado-: no dormía dos veces seguidas en la misma casa, no se sabía en qué lugar tendría las reuniones, nadie podía contactarse con él; Amin llamaba a sus ministros y secretarios desde sus escondites y guaridas, y estos debían estar disponibles las 24 horas del día para él. Cuando se exilió, mantuvo esa costumbre nómade. Y pese a la lejanía, soledad y seguridad de Arabia Saudita, él siguió siendo escurridizo e inhallable.
Así como no se sabe con exactitud el número de víctimas del dictador, tampoco se conoce cuántos fueron sus hijos. Algunas fuentes hablan de 54 y otras de 41. El hijo mayor durante años dirigió un grupo insurgente que desde las fronteras ugandesas trató de tomar el poder.
Sus esposas fueron siete. Varias de ellas simultáneas, era polígamo. Con las tres primeras se volvió a casar en sus primeros meses en el poder. Su intención no era renovar el vínculo, hacer una nueva demostración de amor (de hecho se separó de ellas poco después), sino poder televisar el evento en su país y conseguir que le hicieran buenos regalos. En 1975 se casó con una joven bailarina desnudista de 19 años. El antiguo novio de la chica apareció muerto a los pocos días. Con su quinta esposa mantuvo una relación tormentosa que terminó en ruptura. Luego de que el matrimonio se disolviera no se supo de ella por unos días hasta que apareció en el baúl de un auto. Llevaba casi una semana muerta, había sido decapitada y estaba desmembrado; sus brazos y piernas se amontonaban en una bolsa plástica.
Las excentricidades, los momentos graciosos, los excesos y frivolidades son inagotables y hasta producen un innegable efecto cómico. Esa frontera en la que no se sabe si actuaba en serio o aprovechaba para reírse de todo el mundo. Sin embargo, la dimensión bufonesca no debe postergar el cariz absolutamente criminal de su conducción de Uganda.
Sin números exactos -es lo que producen estas matanzas indiscriminadas- los cálculos fluctúan entre las 100 mil y 300 mil víctimas. En los años setenta los dictadores tenían mucha competencia. Pero entre ese nutrido elenco, Idi Amin logró destacarse por su pasión criminal y su ausencia total de límites. Fue un dictador brutal, un asesino de masas.
En el ejercicio del poder persiguió a las minorías, a los opositores, a los que osaban contradecirlo, a los que les caían mal y hasta a los que no conocía (por si acaso). Ordenaba torturas y asesinatos con frecuencia diaria. Sobre él se tejieron los más diversos rumores. En esa figura pantagruélica y despótica todo se concebía como posible. Se dijo que guardaba los cráneos de sus enemigos en un salón de su palacio y que era caníbal. Aunque algunos de sus seguidores decían que esto era mentira “porque a Idi Amin la carne humana le parecía demasiado salada”.
Las torturas se realizaban en edificios céntricos que, por el calor asfixiante, tenían siempre las ventanas abiertas. Desde la calle se escuchaban los gritos y gemidos de las víctimas y hasta los disparos de los torturadores.
“Uganda empezó a convertirse en un teatro -trágico y con sangre brotando a borbotones- de un solo actor: Idi Amin”, escribió el cronista polaco Ryszard Kapuscinski, quien durante años trabajó en una biografía del dictador que nunca terminó de escribir.
Uganda se fue empobreciendo aún más bajo su liderazgo. Al principio echó a los hindúes de su país. Más de 50 mil personas debieron exiliarse. Sus negocios y fábricas (casi todas prósperas) quedaron en mano del estado o de amigos del dictador. Todas esos negocios se fundieron con velocidad. También expulsó a los europeos y a miles de africanos que habían elegido Uganda para vivir. La cerrazón cada vez era mayor. Era el único camino para mantener el poder. El menor atisbo de apertura impediría que siguiera en el cargo.
El terror de Idi Amin no duró demasiado si se lo compara con otros gobiernos vitalicios de la región con dictadores que se mantienen a cargo por décadas. Él aguantó tan sólo 8 años.
Lo que desencadenó su caída fue, una vez más, su megalomanía. El odio personal que sentía por el primer mandatario de Tanzania hizo que intentara invadir ese país. El intento ugandés fue repelido con sencillez. Pero las fuerzas de Tanzania no se limitaron a defenderse y pasaron al ataque. La ofensiva breve y casi incruenta (los tanzanos sólo perdieron un tanque en la campaña: lo que habla del estado de preparación de las fuerzas armadas ugandesas).
Idi Amin escapó de Uganda. Su reinado atroz había finalizado. Primero quien le brindó una guarida fue el libio Kadaffi; después recaló definitivamente en Arabia Saudita donde bajo el calor del sol abrasante y de los petrodólares permaneció protegido en la ciudad de Yida. En sus últimos años pidió impunidad para regresar a Uganda pero le fue negada. Debía pagar por sus crímenes.
Murió en 2003 en Yida sin haber sido juzgado por los cientos de miles de muertes que provocó.
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