El lunes 25 de enero de 1971, Charles Manson y tres jóvenes conocidas como “sus chicas” fueron declarados culpables de los macabros y absurdos asesinatos de Sharon Tate y otras seis personas.
Durante 225 días el mundo había seguido con horror el juicio contra el anticristo hippie que marcaría desde Hollywood el fin de la utopía de los sesenta. Aunque enfrentaran los mismos cargos que Manson, esas mujeres de aire adolescente aparecían como su accesorio, como si sólo estuvieran ahí para reforzar su imagen satánica: vestidas y peinadas iguales, obedientes, intercambiables.
La crónica del diario Los Angeles Times dice que, cuando se leyó el veredicto, el líder del culto La familia y las tres chicas con sus minifaldas de jean se sentaron tranquilos, y no parecían tensos ni se inmutaron. Solo las llama por su nombre al promediar la nota, cuando se transcribe la condena: Susan Atkins, de 22 años, y Patricia Krenwinkel, de 23, eran junto a Manson culpables de asesinato en primer grado y conspiración para asesinar a Tate, Abigail Folger, Voltyck Frykowski, Thomas J. Sebring, Steven Earle Parent y Leno y Rosemary LaBianca entre el 9 y el 10 de agosto de 1969. Leslie Van Houten, de 21, sería condenada solo por los asesinatos de los LaBianca el 10 de agosto.
La calma que mantuvieron durante la lectura de la sentencia no era una sorpresa: Van Houten, Krenwinkel y Atkins habían actuado durante todos esos meses como si fueran ajenas a los hechos y no comprendieran que sus vidas estaban en juego. Sin mostrar nunca arrepentimiento, fumaban y cuchicheaban despreocupadamente, y en muchas ocasiones hasta se tentaban de risa sin molestarse por ocultarlo.
Apenas si se inquietaron dos meses más tarde, cuando fueron condenadas a muerte; en cambio, estremecieron al jurado. Estaban rapadas, igual que su líder, y dieron un último mensaje, una a continuación de la otra, antes de que el juez ordenara que las retirasen de la sala: “Acaban de juzgarse a ustedes mismos”, dijo Krenwinkel. “Más vale que cierren las puertas y vigilen a sus hijos”, siguió Atkins. “Todo su sistema es un juego. Ustedes son estúpidos y ciegos y sus hijos se les volverán en contra”, cerró Van Houten.
La masacre de la calle 10066 de Cielo Drive había sido tan brutal que tal vez solo la idea de que Manson les había lavado la cabeza a esas postadolescentes sumisas permitía tolerarla. “He visto cosas horribles, pero esta carnicería de ahí dentro me ha hecho vomitar: es un matadero humano”, declaró uno de los primeros agentes de la policía de Los Ángeles que vio en la escena del crimen a los cuerpos mutilados de Tate junto a tres amigos y un visitante fortuito.
Embarazada de ocho meses y medio, y atravesada por dieciséis puñaladas, la esposa del director Roman Polanski se convirtió en un símbolo de la violencia sin límites y la frialdad de La Familia Manson. Había rogado por su vida y la de su hijo. Incluso había suplicado que la mantuvieran secuestrada hasta que naciera el bebé y la mataran después.
El libro Helter Skelter: la verdadera historia de los crímenes de La Familia Manson, escrito por el fiscal del caso, Vincent Bugliosi, y Curt Gentry en 1974, relata como Susan “Sexie Sadie” Atkins le dijo: “Mujer, no te tengo ninguna compasión”, antes de asestarle la última puñalada en la panza. Se dice que tomó de su sangre antes de pintar con ella la palabra “Cerdo” en la puerta de la mansión de Bel Air. Estaba respondiendo a una instrucción de Manson: “Dejen una señal, algo diabólico” como firma de la matanza.
Todo había estado orquestado por él, desde que le dio la orden a Ted Watson (su mano derecha, que fue juzgado por separado) de llevarse a Atkins, Krenwinkel y Linda Kasabian a “esa casa donde (Terry) Melcher –hijo de Doris Day y productor discográfico que no había querido lanzarlo a la fama– solía vivir” y “destruir a todo el mundo de la manera más horripilante” que pudiera.
Kasabian, de 20 años, era la única del clan que tenía registro de conducir y fue la encargada de manejar el Ford blanco y amarillo esa noche y la siguiente, cuando Manson quiso que salieran a matar de nuevo para mostrarle al grupo “cómo se hacía”. Había esperado afuera de la casa de Cielo Drive, convencida de que iban a hacer lo de siempre: robar algo de plata y cambiar de lugar los muebles. Quiso frenar a sus compañeros cuando escuchó los gritos, pero la propia Atkins le dijo que ya era demasiado tarde. Dejó el rancho Spahn, donde vivían en comunidad, dos días después del asesinato de los LaBianca. Más tarde se convertiría en la testigo clave del juicio contra Manson y las chicas. Cuando le preguntaron por qué no se negó a seguir al líder después de lo de Tate, dijo que tuvo miedo por ella y por su hija.
Al igual que otras chicas de entre catorce y veinte años, había llegado a la comunidad por recomendación de una amiga que le habló de un paraíso de amor, drogas psicodélicas y sexo libre al margen del sistema. Para el verano del 69, ya eran unos treinta jóvenes y siete niños, entre los nacidos allí y los que habían llegado con sus madres. La mayoría eran mujeres. Manson las recibía con ritos sexuales y LSD y, como un iluminado, les hablaba de los mensajes subliminales que había encontrado en su texto sagrado: “El Álbum Blanco” de Los Beatles.
Según él, la canción Helter Skelter escondía la profecía de un apocalipsis cercano en que los afroamericanos se levantarían contra sus explotadores blancos y terminarían ungiéndolo como Mesías. Así, Manson habría planeado las matanzas de ricos y famosos para inculpar a las Panteras Negras y apurar esa guerra racial.
Pero, ¿por qué un músico mediocre había logrado manipular a esas jóvenes al punto de que mataran brutalmente en nombre de una teoría tan descabellada? Muchas venían de entornos vulnerables, se habían escapado de sus casas, o, como Linda, eran madres adolescentes. Durante todo el juicio despertaron en la sociedad la fascinación y la intriga propia de la banalidad del mal: ¿Cómo era posible que esas mujeres de cuerpos todavía infantiles y aspecto femenino y angelical asesinaran con tanta saña y no mostraran remordimiento alguno?
Sólo con los años la narrativa comenzó a verlas también como víctimas, y a interesarse por sus historias particulares, desdibujadas por décadas en el común denominador “las chicas” (como el título de la exitosa novela de Emma Cline –2016– que puso el foco en la relación entre ellas más allá de Manson). También por saber qué había sido de sus vidas.
Mary Brunner, la primera
“Toda familia tradicional empieza por una pareja y en todo grupo de seguidores hay uno que es el primero. Esa fue Mary Brunner para Charles Manson”, escribe Raquel Piñeiro en su serie sobre los crímenes para la edición española de Vanity Fair. Considerada una especie de Virgen María o figura maternal dentro del culto, conoció a Manson a los 23 años, cuando era una bibliotecaria en la Universidad de Berkeley, y fue la primera en muchos sentidos.
Él acababa de salir de la cárcel y tocaba la guitarra en la plaza. Se mudó a su departamento y por un tiempo fueron algo bastante parecido a una pareja oficial. Pronto, Mary terminó cediendo a que él llevara a otras mujeres a la casa y hasta reclutándolas cuando salieron de gira por la costa californiana en una van.
En abril del 68 tuvo a su hijo Valentine Michael Manson, a quien siempre llamaron Pooh Bear. Se dijo que el padre había cortado el cordón umbilical con los dientes. Con el tiempo se supo que Brunner era golpeada con frecuencia por Manson, como una manera de adoctrinar a las otras mujeres del clan. No estuvo presente en los asesinatos de Tate-LaBianca –estaba presa por usar tarjetas de crédito robadas–, pero sí participó del de Gary Hinman, cometido dos semanas antes.
Testificó en contra de La Familia y consiguió inmunidad, pero en 1971 fue detenida con un grupo de seguidores de Manson que robó cerca de 150 armas de fuego. Era parte de un plan para secuestrar un avión 747 y asesinar a un pasajero cada hora hasta que el líder y los demás miembros del grupo fueran liberados. Pasó 6 años y medio en el Instituto para Mujeres de California, mientras que su hijo Pooh Bear quedó a cargo de sus padres. Al salir de la cárcel, cambió de nombre y se cree que vive en el Medio Oeste.
Susan “Sexy Sadie” Atkins, la más temible
Sexy Sadie, como la llamaban en honor a un tema de Los Beatles, fue la única que realmente disfrutó con las muertes. La película Manson’s Lost Girls (2016) la retrata como una psicópata, la más temible del clan. “Estaba pasada de ácido, ni sé cuántas veces la apuñalé –dijo sobre Tate en el juicio–. No sé por qué lo hice. Me rogaba, me imploraba y me suplicaba y me harté de escucharla, por eso le clavé el cuchillo”.
Justamente porque Atkins (que estaba detenida por el crimen de Hinman) se jactó en la cárcel de ser responsable de la matanza, fue que conectaron los crímenes con Manson y sus seguidores. No tenía 20 años cuando se unió a La Familia, pero, hija de un padre alcohólico del que huyó en cuanto pudo, ya había estado presa por robo, había sido stripper en un nightclub de San Francisco y había formado parte de un grupo satánico.
Tuvo un hijo en el rancho, al que Manson bautizó Zezozose Zadfrack Glutz. Fue condenada a muerte por los asesinatos, pero sus cargos se conmutaron por cadena perpetua cuando la Corte Suprema de California abolió la pena capital. En 1974 se convirtió al cristianismo tras asegurar que Jesuscristo se había aparecido en su celda.
Por entonces dio una entrevista a la NBC desde la cárcel en la que le preguntaron qué fue lo que salió mal con ella cuando era una adolescente: “La cultura de fines de los sesenta, mi deseo de encontrar a alguien a quien amar, alguien que me salvara… estaba buscando amor y aceptación y las drogas y las mentiras me atraparon”.
En 1981 se casó con un hombre que decía ser millonario, Donald Lee Laisure, pero anuló el matrimonio a los pocos meses, cuando descubrió que no era tan rico. Todavía presa, volvió a casarse en 1987 con un estudiante de derecho de Harvard quince años menor que ella, James Whitehouse, que fue su abogado entre 2000 y 2005. Con cáncer cerebral y medio cuerpo paralizado –en 2008 le amputaron una pierna–, pidió la libertad condicional sin descanso desde el 2000 hasta septiembre de 2009, pocos días antes de morir. Tenía 61 años. Su marido dijo que su última palabra fue: “Amén”.
Leslie “Lulu” Van Houten: “Yo ayudé a crear a Mason”
Había sido la reina del baile de graduación de su colegio, pero se escapó de su casa a los 17 años después de que su madre la obligara a hacerse un aborto y enterrar el feto en el jardín. Vivía en una comunidad y hacía tiempo abusaba del LSD y la benzedrina cuando conoció a los también miembros de La familia Catherine Share y Bobby Beausoleil y se mudó con ellos y otra mujer para vivir una relación poliamorosa.
Se instalaron juntos en el rancho de Manson en 1968. No estuvo en la masacre de Cielo Drive, pero fue quien apuñaló 14 veces por la espalda a Rosemary LaBianca al día siguiente. Cuando en el juicio su abogado le preguntó si sentía pena o vergüenza, Leslie Van Houten dijo: “Pena son sólo cuatro letras. No se puede deshacer lo hecho”.
También negó haber recibido instrucciones de Manson. Pese a su actitud frente al tribunal, años más tarde aseguraría que el consumo constante y desmesurado de LSD durante meses le había hecho perder por completo el control de sus actos. Con 19 años, fue la mujer más joven condenada a muerte en California, aunque al igual que en todos los otros casos, su pena fue conmutada por cadena perpetua cuando se abolió la pena capital.
Se convirtió en una presa modelo: obtuvo una licenciatura, un máster universitario y dirigió grupos de autoayuda para reclusas. Su historia fue relatada en el libro The long prison journey of Leslie Van Houten (2002), de la asistente social Karlene Faith, que a su vez inspiró la película Las chicas de Manson (2018), de Mary Harron. Faith trabajó en los setenta con ella, Atkins y Krenwinkel para ayudarlas a restablecer su identidad fuera de la familia y cuenta, entre otras cosas, que llegaron a creer que “les iban a crecer alas y se iban a convertir en hadas”.
La trabajadora social y el director de cine John Waters se convirtieron en dos fervientes defensores de la excarcelación de Lulu. En uno de sus últimos pedidos de libertad condicional, en 2016, Van Houten declaró: “Cuanto más vieja me pongo, más difícil es vivir con esto. Yo sé lo que hice y me hago cargo de mi responsabilidad: yo ayudé a crear a Manson”. También habló de la misoginia que imponía en el rancho: “Éramos usadas para el sexo y para hacer la comida. Yo estaba desesperada por ser lo que él quería de nosotras: una vasija vacía dispuesta a recibirlo”.
Dianne “Snake” Lake, la menor del clan
La perversión de Manson encontró ese ideal de mujer al que llamaba la “vasija vacía” en una niña de solo 14 años. Hija de padres hippies, Dianne Lake creció en una comunidad en la que ella y sus hermanas fueron alentadas a tomar ácido como parte de su formación. Para los trece, estaba emancipada y había sido “adoptada” por una pareja que la llevó a la fiesta que cambiaría su vida.
“Richard me dijo: Queremos que conozcas a este joven genial y a sus chicas. Así conocí a Charlie y a las chicas”, contó la menor del clan Manson a Infobae en 2019, en su primera entrevista con un medio de habla hispana. La recibieron como si ya fuera parte de La Familia: “¿Así que esta es nuestra Dianne?”, dijo el líder mientras las chicas la rodeaban y repetían su nombre.
Esa misma noche, Manson –que entonces tenía 32 años– abusaría de ella por primera vez. “Me llevó al fondo de un autobús, donde hicimos el amor. Y eso es como lo sentí en ese momento. Aunque técnicamente fue abuso sexual en la infancia, porque yo era menor de edad”, recordó Lake.
Dianne no estuvo presente en la matanza de Cielo Drive, pero escandalizó al mundo durante el juicio, cuando fue presentada como Diana Bluestein, de 21 años: “Mi nombre no es Diana Bluestein y no tengo 21 años. ¡Yo me llamo Dianne Lake, tengo 16 y quiero ver a mi mamá!”. Se convirtió entonces en una testigo clave de la trama sórdida que se vivía en el rancho.
Cuando el juicio terminó, fue adoptada legalmente por uno de los policías que había participado del arresto a La Familia. El fue quien la acompañó durante los ocho meses que pasó recuperándose en un instituto de salud mental. Hoy viuda y con tres hijos, pasó décadas sin hablar del tema: “A mi marido se lo conté desde un principio, pero a mis hijos recién les hablé de esto en 2008; fueron casi 40 años sin decir nada”. En 2017, publicó sus memorias y dice que fue “terapéutico”. A los 68, está jubilada, vive en un pueblo cerca de Los Ángeles y va a la Iglesia todos los domingos.
Lynette “Squeaky” Fromme: “No me siento mal por todos esos muertos”
Antigua niña prodigio que había recorrido los Estados Unidos con un grupo de canto y baile, se había ido de su casa y ya tenía un largo historial de depresión y abuso de drogas cuando conoció a Manson en Venice Beach en 1967 y se unió a la caravana.
No participó de la matanza de Cielo Drive, pero lideró el campamento de La Familia frente al lugar de los juicios para proclamar la inocencia de Manson y las chicas y explicar la filosofía del culto a los medios. También se raparon y se hicieron cruces en la frente –símbolo de su marginación de la sociedad– como lo había hecho su líder desde la cárcel.
En 1972 estuvo envuelta en la investigación por el asesinato de una pareja con la que vivía, pero fue liberada por falta de pruebas. Después de eso se fue a vivir con otra antigua compañera del rancho, Sandra Good. Las dos cambiaron sus nombres por los que les había asignado Manson para mantener vivo el rito. Pasaron a llamarse Red (rojo) y Blue (azul) y vestirse con esos colores y se convirtieron en militantes en ecologistas.
En septiembre de 1975 Fromme fue al parque del capitolio de Sacramento con un hábito rojo, armada con una pistola automática Colt calibre 45. Luego diría que quería hablar con el presidente Gerald Ford sobre la situación de las sequoias en California, pero lo que hizo fue apuntarle con el arma. Fue detenida y sentenciada a cadena perpetua por intento de asesinato de un presidente. La liberaron en 2009.
En el documental Manson: The women (2019), ella y Good todavía defienden el accionar de La Familia. “La gente cree que los asesinatos fueron cometidos por gente sedienta de sangre. Pero no lo eran –dice–. Solo hacían lo que tenía que hacerse, lo correcto. Ojalá yo hubiera tenido la misma fiereza. No me siento mal por todos esos muertos. Es difícil sentirte mal por algo cuando lo hacés desde el corazón”.
Patricia “Katie” Krenwinkel: “Fui cobarde”
Fue ella quien escribió Helter Skelter con la sangre de Leno LaBianca en la heladera de la casa del barrio Los Feliz el 10 de agosto de 1969. La noche anterior, había apuñalado tantas veces a Abigail Folger en la mansión de Polanski, que su propia víctima le dijo: “Por favor, basta. Ya estoy muerta”.
Antes de unirse al clan, Katie había pensado en hacerse monja. Venía de una familia católica y había sido catequista. Con sobrepeso y un problema endócrino que le hacía tener los brazos muy peludos, había sufrido bullying en el colegio y tenía una autoestima frágil que la hizo especialmente sensible a Manson.
Tenía 17 años cuando sus padres se separaron y la madre se mudó a Alabama. Ella se quedó en California con el padre y la hermanastra, una adicta a la heroína que la introdujo en el alcohol y las drogas. El mismo Manson contaría después que, cuando la conoció, en la playa de Manhattan Beach, en 1967, ella le pidió llorando después de horas de sexo y conversación: “Charlie, me diste un nuevo mundo. Todo lo que hagas tiene que estar bien. Llevame a donde sea que vayas”. Lloraba porque él sabía exactamente cómo tratarla: “Nadie nunca antes me había dicho que era hermosa”.
Junto con Lynette Fromme, fue una de las primeras en sumarse a la van con Mary Brunner y su hijo Pooh Bear, y tal vez por eso tuvo un rol claro como cuidadora de los niños del culto. Estaba haciendo dedo en Los Ángeles cuando conoció al músico de los Beach Boys Dennis Wilson, que la invitó a su mansión: ella fue quien le presentó a Manson.
Con 73 años, se convirtió tras la muerte de Atkins en la presa que más tiempo lleva privada de su libertad en California. En el documental Mi vida después de Charles Manson, de The New York Times, dice desde la Unidad de Mujeres de Corona: “Trato de pensar que lo que soy ahora no es lo que era a los 19 años. Algo que empezó solo como un momento con un hombre resultó en la situación más horrorosa jamás imaginable. Cuando pienso en mí y en ese momento, la palabra que me viene a la mente es cobardía: qué cobarde fui”.
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