Tenía 30 años y estaba girando, precisamente, en el epicentro de lo que llama “la crisis de los 30”. Tenía un título universitario y un trabajo como jefe de marketing en una de las bodegas más importantes del país, pero sentía que le faltaba algo, “que iba muy lento”, que mientras él sólo tenía eso, sus amigos habían recorrido el mundo, tenían pareja, habían dejado de vivir con sus padres. Juan Manuel estaba en esa crisis del “debería” cuando decidió tomarse vacaciones y hacer un viaje solo a Houston, Estados Unidos, para visitar a sus tíos y a sus primos.
Era julio de 2012, pleno verano en Estados Unidos y, durante la primera semana, todo salió según lo planeado. Hasta que empezó la segunda semana del viaje, el marco temporal del día que cambió la vida de Juan Manuel Funes para siempre.
El plan de ese 27 de julio era salir a navegar en lancha por el río Trinity, en Houston. Juan Manuel tenía familia en Necochea y siempre había conservado una relación estrecha con el mar y los deportes acuáticos. Sabía hacer windsurf, wakeboard, andar en jet sky y amaba nadar por lo que la idea de pasar el día en el río le pareció especial. Más aún cuando le contaron que podían usar un sistema llamado “wake nation”.
“En vez de ir solos y cada uno con una lancha, te anotabas en una página y se armaba un grupo. Uno ponía la lancha y compartías el día con otros chicos y chicas. La lancha llevaba parlantes y comida, así que pasamos un día increíble: bailamos al sol, comimos, nos metimos al río. Hasta que pasó lo que pasó”, cuenta él a Infobae, que ahora tiene 38 años. Lo que siguió lo recuerda con detalles, porque nunca perdió la conciencia: el motor de la lancha, las piernas, la mancha de sangre tiñendo repentinamente de rojo oscuro el agua marrón.
“Ya estábamos volviendo, venía manejando una chica, la novia del dueño de la lancha. Éramos como ocho, nueve. Cuando llegamos al muelle, mi primo se bajó y fue a buscar el auto con el trailer. Algunos también se bajaron, otros se quedaron y yo me tiré al agua y me alejé como unos 25 metros hacia la izquierda. Ahí me puse a hacer la plancha, quería refrescarme un poco, enjuagarme el pelo y el protector solar antes de subirme al auto. La lancha ya estaba sobre la rampa”.
Su primo acercó el trailer pero la chica que manejaba la lancha lo vio un poco torcido. “Y en vez de esperar a que él lo acomodara en tierra, ella salió marcha atrás sobre el agua rápidamente para acomodar la lancha e ingresar al trailer. El tema es que las lanchas no van para atrás en línea recta como los autos sino que van hacia una dirección o hacia la otra. Y fue directo hacia donde estaba yo haciendo la plancha. Yo no escuché el motor ni la vi venir. Lo que sentí fue un golpe, un dolor terrible y de repente me empecé a ahogar. Pasé de estar flotando plácidamente a irme directo al fondo del río”, relata.
“Todo se me puso oscuro. Trataba de gritar en el fondo, sin entender qué me estaba pasando”. Juan Manuel no logró verse las piernas en el río revuelto y fue en esos segundos contados que sucedió lo de la voz: aunque nadie hablaba español, escuchó una voz que le decía “Juan Manuel, te estás ahogando, ¿qué vas a hacer?”. Fue en ese momento que miró hacia arriba y, como pudo, se impulsó con los brazos hacia la luz del sol.
“Cuando saqué la cabeza del agua, grité que la lancha me había pegado. No sé si lo dije en inglés o en español porque no me entendieron nada. Pero en ese mismo momento subió una mancha de sangre enorme, como las manchas que ves en las películas cuando a alguien lo ataca un tiburón. Y ahí se tiraron a sacarme. Yo no me había mirado las piernas pero sí sentía que eran como flecos”.
El agua era marrón como la del Tigre y todos sabían que había cocodrilos. Igual se tiraron, lo envolvieron con los toallones y lo sacaron. Entre llantos, le rogaban que respirara hasta que llegara la ambulancia.
El acento de un paramédico centroamericano es la voz en off de la escena siguiente: “Me decía ‘oye Juan Manuel, quédate conmigo’”. Le hablaba mientras le hacía otra transfusión por la cantidad de sangre que estaba perdiendo. “Me decía que le apretara la mano. Yo lo escuchaba pero no podía. Y como a los 5 minutos de viaje escucho que le dice al chofer ‘llama a un helicóptero porque lo estamos perdiendo’. Ahí me agarró la desesperación, pensé ‘listo, no voy a llegar al hospital, estoy jugado’”.
Pocos minutos después, la policía cortó una calle y bajó un helicóptero que lo trasladó al Memorial Hermann Hospital, uno de los mejores centros privados de traumatología de Estados Unidos. Los recuerdos son, ahora, imágenes que pasan rápido: él atado en la camilla, los médicos corriendo al lado, las luces del techo pasando, la inyección de adrenalina con la que trataban de traerlo de regreso, la tijera con la que le iban cortando la malla, las piñas que él mismo se daba en las piernas para aguantar “el dolor más terrible que había sentido en mi vida”.
Lo sedaron, lo intubaron y fue recién al día siguiente, cuando despertó y pidió que lo desataran, que Juan Manuel levantó la sábana y vio lo que le había pasado. “De una pierna me faltaba un pie. La otra la tenía mutilada, toda cortada, como que te diga en julianas. Además, estaba fracturada en tres pedazos”.
A medida que sus primos fueron llegando a verlo supo qué había pasado: “La hélice del motor me había pegado en el tobillo derecho y me había hecho perder el pie. Después me había rotado el cuerpo, por lo que había quedado en el agua con el pie izquierdo hacia arriba. En ese momento, la hélice me pegó una, dos, tres, cuatro, cinco veces y me fue mutilando y fracturando la otra pierna”.
El más fuerte, ¿el más fuerte?
Juan Manuel pesaba 115 kilos y medía casi 1,90. Además de los deportes náuticos, había sido jugador de rugby en el club Curupaytí, en Hurlingham, su barrio. “De repente había pasado de creerme el tipo más fuerte a sentirme el más débil. Mi configuración había cambiado. Me di cuenta de eso cuando me trajeron una silla de ruedas y empecé a ver el mundo desde el metro cuarenta, sin ninguna chance de pararme”.
Pero la ausencia no iba a empezar y terminar en el pie. Los médicos le explicaron que lo mejor era amputarle la pierna derecha por debajo de la rodilla, pensando en una prótesis futura. También que querían intentar salvar la otra, y una de las formas era haciendo injertos de piel y músculo que podían sacarle de la espalda.
Juan Manuel era jefe de marketing de la bodega mendocina Salentein y había pagado el plan más alto de la asistencia al viajero, uno que cubría 250.000 dólares en gastos de hospital. “Pero a los 10 días del accidente se habían agotado los fondos. Sólo el traslado en el helicóptero había costado 80.000 dólares, el resto eran gastos de internación e insumos médicos”.
Desesperados, en su familia imaginaron la deuda millonaria en la que estaban por quedar atrapados y planificaron un traslado a Buenos Aires en un avión sanitario. Intervino su papá, que es médico de la Fuerza Aérea, su mamá, que es pediatra, y los ministerios de Defensa y de Salud.
“Pero cuando estaba todo listo apareció el traumatólogo griego que me atendía, que se había encariñado conmigo. Vino de civil con el reporte del clima en la mano, y me dijo que había un huracán moviéndose por Centroamérica, que si me agarraba en Panamá me iban a tener que operar de urgencia ahí y seguro no iban a tener la tecnología ni la seguridad. Y que si yo daba el consentimiento, él presentaba con urgencia mi caso al directorio con el argumento de que tenían que operarme ahí porque mi vida estaba en riesgo”.
Fue así que decidió quedarse en Estados Unidos mientras sus amigos y su familia en Buenos Aires organizaban una rifa, una maratón, una cena benéfica y abrían una cuenta para juntar fondos. “El médico me dijo que no me iba a cobrar, tampoco los anestesistas, pero los gastos del hospital seguían subiendo. Me acuerdo que entraban los abogados a preguntarme quién iba a pagar, si teníamos campos, joyas, caballos”.
Convencido de que era imposible conseguir los 800.000 dólares que costaba la reconstrucción de la pierna izquierda, Juan Manuel había decidido que también se la amputaran. “Menos mal que el médico griego me dijo ‘no tenés idea lo que es no sentir dónde estás pisando, si pasto, si arena. Si salvamos esa pierna vas a poder pararte, vas a poder caminar. Me abrió la cabeza, tenía razón”.
Durante los 30 días en los que estuvo internado le hicieron la amputación de media pierna derecha y la compleja cirugía de reconstrucción de la izquierda. “La reconstruyeron sacándome el músculo dorsal ancho de la espalda para cubrir el espacio donde no tenía el gemelo. Y fueron haciendo injertos con mi piel para ir cerrando los agujeros. Con el gemelo de la pierna que amputaron taparon el agujero del tobillo izquierdo”.
Cuando su vida dejó de estar en riesgo, la deuda ascendía a 1.100.000 dólares. Juan Manuel entendió que había sido un accidente y aceptó las disculpas de la chica que lo había atropellado. Igual, la única solución fue hacerle un juicio por negligencia para que el seguro de ella pagara los gastos. Fueron a una mediación, ella aceptó la culpa, el seguro pagó.
Volver
De aquel joven “en la crisis de los 30″ preocupado porque hacía seis años que tenía el mismo auto no había quedado nada. “Me di cuenta de que tenía la cabeza mal seteada. Creía que el éxito era tener el departamento propio, otro posgrado, la camioneta más grande, más chapa. Ahora andaba en silla de ruedas por el barrio viendo cómo hacer para no caerme en una vereda rota”.
Dice que fue su personalidad lo que lo empujó. “Siempre había sido el gordito, nunca el más brillante de la clase, todo me había costado pero eso me había fortalecido, porque salí adelante por tozudo, por pura voluntad. A los cuatro meses del accidente estaba parado y caminando con una prótesis, a los 6 meses estaba escalando una palestra”, reflexiona. “Tuve suerte, tengo. Nadie pierde tanta sangre sin que se le plante un órgano. Caí en el agua contaminada y no tuve una infección, no tuve fiebre, no rechacé los injertos. Tengo suerte de estar vivo”.
Hubo alguien que también lo ayudó a pensar así: “Cuando estaba internado cayó un amigo de mis primos y me empezó a hablar. Yo lo vi totalmente normal hasta que se bajó los pantalones y me mostró que no tenía piernas. Me contó que se había tirado con un paracaídas pero no se había abierto, que las piernas habían estallado en el impacto y habían tenido que amputárselas. También, que después se había casado, que había sido papá, que seguía haciendo deportes. Yo nunca había conocido a alguien amputado y me hizo ver que mi vida no estaba terminada”.
Ya en Buenos Aires, Juan Manuel comenzó a hacer todo lo que había postergado: alquiló un departamento, se fue a vivir solo, pidió volver a trabajar, viajó a Europa con sus amigos, se puso en pareja, se fue a convivir con ella a Benavidez, y ahora trabaja como Ejecutivo de Cuentas en jugos Citric. Pero hay algo más que hace desde entonces:
Cuando se entera de que alguien acaba de ser amputado hace lo mismo que el hombre del paracaídas: va a visitarlo, arranca a hablar como un tipo cualquiera hasta que se levanta los pantalones, le muestra la prótesis y as cicatrices y le cuenta la historia del río marrón y todo lo que vino después, para que deje de pensar que su vida está terminada.
“¿Por qué lo hago?”, se pregunta solo. “Porque alguien lo hizo por mí”, se contesta.
Después se despide desde el bosque de Pinamar. De fondo se oyen los pájaros, también el viento.
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