A principios de enero de 1945, en una reunión de ministros en la cancillería, el Führer ordenó que todos los varones alemanes capaces de empuñar un arma debían ser alistados para el combate. Su ministro de armamento, Albert Speer, trató de convencerlo de que no se trataba de una buena idea. Eso implicaría que se paralizara el resto del país y en especial la industria. Para continuar la guerra se necesitaban los ferrocarriles, seguir generando armamento, la industria, las comunicaciones, las tareas logísticas que implicaban alimentación y abastecimiento. Hitler lo calló a los gritos. Martin Bormann y Joseph Goebbels lo secundaron. Lo único que necesitaban eran soldados, afirmaba el Führer. Y quien se opusiera a eso sería el responsable directo de una eventual derrota.
A esa altura la derrota tenía poco de eventual. Unos días después se produjo la Batalla de Ardenas y otra victoria decisiva, casi irreversible, de las fuerzas aliadas.
Fue en ese momento que Hitler decidió modificar alguno de sus hábitos. Había llegado el tiempo de descender al búnker.
El 16 de enero de 1945 Adolf Hitler se instaló en el Führerbunker, el búnker que había mandado a construir mucho antes debajo del edificio de la Cancillería.
Hitler siempre mostró temor a los atentados y a los posibles ataques aéreos. Albert Speer contó que ante cada nuevo proyecto edilicio, Hitler siempre reclamaba más búnkers. Cuando en 1933 dispuso que se construyera un anexo a la cancillería original, un salón de actos, ordenó que abajo se hiciera un refugio. Ese plan fue más ambicioso tres años después cuando Hitler le pidió a Speer que construyera una nueva Cancillería. Subterráneamente planeó un refugio antiaéreo sólido y con varios dispositivos y habitáculos. Pero el plan original proyectaba una posible ampliación.
En 1944 cuando ya las malas noticias caían de manera aluvional sobre Alemania, urgió acometer la ampliación. Los trabajos fueron contrarreloj. Las excavadoras trabajaban tres turnos diarios en el patio de la cancillería para que el monstruo bajo tierra tomara vida. Más de treinta ambientes, equipamiento, un sofisticado sistema de ventilación, el camuflaje perfecto para no ser descubierto y la inexpugnabilidad asegurada a través de gruesas paredes de hormigón que tenían, según el caso entre dos y cuatro metros de grosor; algunas de ellas reforzadas con capas de metales que las blindaban.
El descenso de Hitler, ese 16 de enero, no fue definitivo. Allí dormiría y allí montaría su oficina principal. Pero las reuniones con sus ministros y jefes militares seguirían teniendo lugar en la Cancillería. En el edificio oficial daba arengas y repartía honores para intentar mantener la moral ya agrietada de sus hombres.
En algún punto el búnker para Hitler funcionó como una evasión, como un chico que no quiere escuchar razones y mientras los mayores le hablan y le explican que la realidad no es cómo él lo piensa, sólo atina a taparse los oídos y gritar bien fuerte lalalala, como si eso alcanzara para modificar los eventos reales.
Cada uno de sus hombres que llegaba con malas noticias era tratado de traidor. “En medio de toda la traición que me rodea, sólo me siguen siendo fieles la desgracia y mi perro Blondi”, dijo Hitler en esos días finales.
En el búnker las noticias llegaban como en sordina. Había un desfasaje de tiempos y, en especial, con la cruel verdad de los hechos. El enclaustramiento provocaba que el efecto de irrealidad aumentara. Por momentos, un aire de inconsciente optimismo se instalaba en las salas principales. Que no hubiera noticias hasta era interpretado como un buen augurio. O si alguien informaba que alguna guarnición había rechazado un ataque soviético, o que alguna defensa había detenido el avance enemigo unos días, surgía un optimismo sobreactuado que no lograba imponerse a la persistente resignación fatalista. Porque durante esos meses finales las únicas noticias que llegaban eran malas. Y aunque los planes cada vez tuvieran menos posibilidades de éxito, cada vez que partía alguna orden de Hitler hacia el exterior se instalaba un breve anhelo de mejora. Al fin y al cabo, se trataba de una reacción bastante humana. El desastre era de tal magnitud que, casi como un reflejo, los nazis del búnker creían que nada podría ser peor. Se equivocaban.
En los primeros días, el búnker estaba atiborrado de gente. todo lo que antes ocurría en la gigantesca cancillería, ahora tenía lugar en esas catacumbas reforzadas. La gente entraba y salía. Los cubículos diminutos siempre contenían más personas que las que entraban. Los pasillos registraban un tráfico nutrido.
No sólo Hitler tenía su habitación allí. También Bormann, Hans Krebs (Jefe del Estado Mayor Conjunto), otros jefes militares y sus ayudantes, secretarias, guardias de seguridad, médicos, administrativos, telegrafistas y empleados de mantenimiento. Un pequeño y frenético pueblo bajo tierra.
Pero eso tampoco duró demasiado tiempo. Día a día se fueron despoblando. Cuanto más cerca estaban los soldados del Ejército Rojo del edifico de gobierno nazi, menos funcionarios quedaban en el búnker. Mientras todos los que podían se fugaban, María Braun llegaba para lo que serían sus últimos días y también Goebbels, su esposa y los seis hijos de estos; la familia tuvo tres habitaciones a su disposición, lo que no ocasionó ningún problema porque, a esa altura, ya avanzado abril de 1945, la ocupación del búnker era mínima.
Hitler, por el contrario, cada vez salía menos de su encierro. Se alternaban la euforia maníaca, las depresiones severas, los ataques de ira épicos. Según Joachim Fest, el que peor parecía pasarla era el propio Führer. Su desmejoramiento era evidente. Las ojeras, la piel tornó amarillenta, la conducta errática, la ropa manchada y desaliñada, el temblequeo permanente. Era una persona débil y extraviada que sólo encontraba algo de consuelo en sus atracones de tortas y chocolates.
El Hitler del búnker es, probablemente, el más auténtico. O al menos el que mejor grafica su personalidad. Ya no hay metáfora en él: el aislamiento era total, su desconexión con el mundo absoluta. Mientras ahí dentro movía tropas que ya no tenía, diseñaba batallas en las que estaba derrotado antes de empezar e imaginaba posiciones en territorios perdidos hace tiempo, afuera, diez metros más arriba de dónde él se refugiaba, Alemania sucumbía.
La guerra estaba perdida pero él no quería asumirlo. nadie se animaba a decírselo. Los pocos que tenían el coraje de insinuarlo perdían convicción apenas empezaban a hablar y su discurso se iba difuminando ante las certezas alucinadas de Hitler.
“Todo está allí otra vez, condensado y acrecentado: su odio al mundo, la rígida permanencia en esquemas mentales adquiridos en época temprana, la tendencia a no pensar las cosas hasta sus últimas consecuencias, lo que contribuyó a que fuera de éxito en éxito tanto tiempo, antes de que todo terminara. Pero todavía era posible organizar, y tal vez de modo más grandioso que nunca, uno de esos magnos espectáculos que le apasionaron durante toda su vida”, escribió Joachim Fest, el autor del libro en el que se basó la película La Caída.
Mientras eran vencidos en cada punto de enfrentamiento, las ambiciones defensivas (las ínfulas por atacar y conquistar estaban olvidadas y fuera de su alcance hacía rato) se reducían y se volvían francamente humildes. De impedir el ingreso a territorio alemán a tratar de no perder posición en el Volga o el Oder, de defender Berlín a tratar de que la Cancillería no sea asaltada disponiendo de toda la artillería que les quedaba para repeler un seguro ataque.
Tal vez, el último día en que el optimismo ganó la partida fue el 13 de abril. Goebbels irrumpió en una reunión. Pero antes de que Hitler pudiera reaccionar, su ministro eufórico y agitado lo felicitó. “Le dije que todo cambiaría Führer. A mediados de abril las estrellas indicaban un vuelco. Y se produjo. Roosevelt ha muerto”. Hubo gritos, algarabía y celebraciones. Generales y ministros fueron llamados de urgencia. Desbocado por el entusiasmo, Hitler explicó el cambio de rumbo que había dado la contienda. Los argumentos eran una conjunción de movimientos astrales y la muerte de Roosevelt. Los planes a futuro se dibujaban con ardor. La noche fue larga. Pero a la mañana siguiente, la realidad se impuso una vez más. Viena había caído en manos de los soviéticos.
Una semana después, el 20 de abril el panorama era desolador. En esos pasillos que antes habían estado atiborrados ya no había casi nadie. Eran pocos los colaboradores que quedaban trabajando. Lo que había ocultado la superpoblación original era la precariedad del mobiliario y el clima deprimente. Las lamparitas colgaban desnudas y bamboleantes del techo, las paredes descascaradas, la opresión de los espacios mínimos. A eso hubo que añadirle que el desastre del exterior, de la superficie, llegó a las profundidades. La escasez de agua, la falla en algunos conductos de ventilación y la falta de higiene general provocaron un olor nauseabundo permanente.
Las salidas de Hitler al exterior eran escasas. La penúltima fue una patética ceremonia para condecorar a niños combatientes en los jardines de la cancillería. La última un paseo con su perro Blondi. Al salir al jardín, después de meses encerrado, creyó que el aire fresco lo despejaría. Pero lo que recibió fue una especie de trompada en el hígado, esas que reciben los boxeadores en las que el dolor apabulla con efecto retardado. El aire estaba gris, las partículas plomizas se pegaban en el pelo y se metían por las fosas nasales. La destrucción, los fragmentos de polvo de los millones de toneladas de escombros flotaban. El hedor acre de la muerte y la pólvora se hacía irrespirable. En el jardín ya no quedaba verde. Todo era destrucción. Pero el crepitar del fuego consumiendo edificios y las detonaciones que cada vez se escuchaban más cerca mostraban que para los alemanes todavía el infierno estaba lejos de acabarse. Ese breve paseo, tal vez, fue el que terminó de convencer a Hitler de que había perdido la guerra.
Los últimos días de Hitler fueron intensos. Y devastadores. Habituado a dominar vastos territorios, hacía meses que estaba recluido en su búnker. Durante sus diez días finales de vida la paranoia (en este caso más que justificada: estaba rodeado) y la desesperación lo habían convertido en un amasijo incoherente e inestable. En ese tiempo cumplió años, contrajo matrimonio, se peleó con sus colaboradores más cercanos, creyó percibir mil traiciones, dictó sentencias de muerte, desconfió de todo el mundo y , si eso fuera posible, extremó aún más su carácter maníaco. Pero principalmente, por primera vez, se dio cuenta de que había perdido la guerra. Que ya no le quedaba salida.
Ese 22 de abril, después de echar a varios colaboradores cercanos bajo la acusación de traición e incompetencia, Hitler le preguntó a su médico personal cuál era la manera eficaz de suicidarse. El médico le recomendó el método doble que días después pondría en práctica.
Antes de terminar ese día recibió a Albert Speer, posiblemente la persona con la que más hablaba. Le preguntó qué pensaba de un escape hacia Berchtesgaden. Speer le dijo que creía que debía permanecer en Berlín. Hitler estuvo de acuerdo. Pero le aclaró que él no iba a combatir porque corría el riesgo de ser herido y caer en manos del enemigo con vida. No quería que su cadáver fuera deshonrado. “Créame, Speer, para mí es fácil poner fin a mi vida. Un breve momento y quedaré libre de todo, libre de esta dolorosa existencia”. Speer nunca lo había visto así. Supo que ya estaba derrotado. Que el final era cuestión de días.
Pero antes, Hitler quería destruir toda Alemania. Deseaba que los vencedores no pudieran disfrutar de nada de lo que había antes y también pretendía castigar a los alemanes que habían sobrevivido. El Führer creía que no habían sido dignos de él, que la derrota era culpa de ellos. “Si nosotros nos hundimos, hundiremos al mundo con nosotros” había dicho. La orden de tierra arrasada fue desoída por sus hombres.
“En esos últimos días, ya no éramos capaces de tener sentimientos normales, sólo pensábamos en la muerte. Cuándo morirían Hitler y Eva, cuándo morirían, cuándo serían asesinados los seis niños que vivían con nosotros y, naturalmente, cuándo y cómo moriríamos nosotros”, contó muchos años después Traudl Junge, la secretaria de Hitler.
El 30 de abril de 1945, dos horas antes de su suicidio, Hitler llamó a Traudl Junge. Le informó que iba a dictar su testamento. Sólo él y la secretaria permanecían en la sala de reuniones. “En ese momento creí que sería la primera persona sobre la faz de la tierra que entendería por qué fue necesario todo aquello; que diría algo que lo explicaría, que lo justificara, que nos enseñaría algo. Pero, Dios mío, cuando empezó a dictar la lista de ministros que designaba para suceder a su gobierno de forma tan grotesca, pensé (sí, recuerdo que lo pensé en ese mismo instante) que toda la situación era muy indigna. Volvió a repetir las mismas frases, con su tono de siempre, con tranquilidad y, para finalizar, volvió a emplear aquellas terribles palabras para referirse a los judíos. Después de todo aquella desesperación, de todo el sufrimiento, no tuvo ni una sola palabra de compasión o de dolor” recordó décadas después su secretaria, quien agregó: “Nos dejó sin nada. Con la nada”.
Luego de la guerra los soviéticos destruyeron parte del búnker. Pero la fortificación era tan sólida y resistente que gran parte se mantuvo en pie. En 1988, las autoridades alemanes decidieron construir un edificio en ese terreno. En 1995, se levantaron otras viviendas conformando un complejo de departamentos moderno que se completó al tiempo con una amplia plaza para darle al lugar un espacio verde. Recientes investigaciones topográficas realizadas con ondas sónicas demostraron que debajo de esas familias que llevan vidas normales todavía subsisten los restos del lugar que alojó a Adolf Hitler en los últimos meses de vida, todavía están en pie muchas de esas gruesas paredes de hormigón.
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