Hace cinco años, una noticia sacudió al mundo. David Bowie había muerto. Tenía 69 años y un cáncer descubierto dieciocho meses antes había sido la causa. Eran muy pocos los que sabían que estaba enfermo. Él y su familia habían logrado mantener en secreto la noticia y la agonía evitando curiosos y paparazzis. Dos días antes, el 8 de enero de 2016, el día de su cumpleaños, había salido Blackstar, su último disco. Cuando se supo de su muerte, sus fans todavía estaban rumiando, explorando el álbum.
Blackstar es un disco notable y extraordinario. En términos absolutos. No depende de su apreciación ni las condiciones de salud del músico en su grabación, ni la ocasión de su lanzamiento. Ni su carácter implícito de testamento. Naturalmente, escuchado bajo el prisma de su enfermedad, del conocimiento de que su muerte era inminente, cada track profundiza su impacto.
Pero lo más importante de Blackstar, posiblemente, sea la manera en que logra definir la actitud artística de Bowie en toda su trayectoria. No es un disco de ocaso, de un artista menguante. Los discos de las viejas estrellas de rock (y sus actuaciones en vivo) suelen ser repeticiones de viejas fórmulas, parecen repletos de canciones compuestas con herramientas algo herrumbradas del fondo de su caja. Esas obras crepusculares no tienen vibración ni actualidad, le hablan al pasado, a la nostalgia. Bowie entró al estudio con músicos jóvenes, un cuarteto de jazz, (nadie conocía su condición médica excepto el productor Tony Visconti; Bowie le contó el día antes de empezar las sesiones y no permitió volver a hablar del tema), con To Pimp a Butterfly de Kendrick Lamar como faro, y los incitó al riesgo. Cualquier otro hubiera echado mano a sus viejas canciones e intentado un disco de dúos. Hubiera sido un éxito absoluto. ¿Quién se hubiera resistido a una invitación de David Bowie? Pero él, una vez, más miró hacia adelante. Quizá ni siquiera se tratese de una virtud, sino que tan sólo estaba en su naturaleza y no podía contradecir, ni detener esa pulsión natural a estar siempre en el futuro.
Lo que escribió en 1971 no resultó una profecía errada, no fue una frase que sonara bien y se la olvidó. Esa canción podría ser una especie de credo creativo del inglés: Changes (Cambios). En un momento desliza esta admonición: Ey, Rockeros, escuchen/ muy pronto se van a volver viejos.
Cuando muere alguien con una gran obra, alguien que nos ha hecho felices, que nos ha acompañado en muchos momentos de nuestra vida, sentimos una profunda tristeza aún cuando sepamos que ese artista ya no producirá nada que esté a la altura de su obra, que nos vuelva a hablar a nosotros. La muerte de David Bowie dolió más porque estuvo acompañado por la certeza -que iluminó una vez más Blackstar- de que todavía tenía mucho para dar, que faltaban unas cuantas reinvenciones más.
David Robert Jones nació en Londres el 8 de enero de 1947. Desde muy chico mostró inclinación por la música. Lo deslumbraban los músicos con gran despliegue escénico, los que imantaban a la audiencia. Al entrar a la adolescencia estudió saxo durante unos años. Formó varios grupos con amigos de su edad. Cada uno de ellos duró poco pero fueron parte de una exploración. A los 15 se peleó con su mejor amigo por una chica. La discusión terminó a las trompadas. David recibió una, de lleno, en su ojo derecho. El daño fue grave. Pasó por varias cirugías. No perdió la visión pero la pupila quedó crónicamente dilatada, lo que produjo el efecto de que pareciera que sus ojos tenían diferente color, una de sus señas físicas más peculiares.
A los veinte años grabó su primer LP. Se llamó como él, que ya había cambiado el Jones por Bowie. En la tapa se lo ve como lo que era: un joven mod, algo melancólico.
Pasaron dos años hasta que llegó el segundo disco. Como el primero no había tenido repercusión, se permitió llamarlo de la misma manera. La propuesta era distinta, buscaba un nuevo rumbo. Había empezado a estudiar con Lindsay Kemp. Ya había entendido que no todo se trataba de la música, que podía incorporar elementos de otras artes. La técnica de los mimos, el teatro avant-garde, la danza moderna se sumaban a su propuesta. Mientras perseguía el éxito recibía propuestas de parte de la industria. Por ejemplo: le dieron una canción francesa para que tradujera y adaptase al inglés, Comme d’habitude. Su tema se llamó Even a Fool learns to love. A los productores el resultado no los conformó. Él se olvidó de la cuestión, pero un año después el tema, esa misma canción pero llamada ahora A mi manera, adaptada por Paul Anka, se convirtió en un clásico instantáneo en la voz de Frank Sinatra. Ese segundo disco llevó a David a su primer gran éxito. Como ocurre muchas veces la posibilidad de ser escuchado se presentó gracias a una serie de casualidades, coincidencias y hasta malentendidos. El tema, Space Oddity, se lanzó en julio de 1969, cinco días antes del alunizaje del hombre en la luna. Pero la canción no era una celebración de la hazaña de la NASA, no tenía la épica que la época esperaba. Tenía extrañamiento, existencialismo, soledad. Su protagonista, el Major Tom se perdía en el espacio. Pero eso no importó. El público tenía el ánimo para las “cosas espaciales”. Bowie no se inspiró en Neil Armstrong ni en el programa Apollo sino en 2001 Odisea del Espacio de Stanley Kubrick. Luego vinieron otros discos y varios grandes temas: The Man Who Sold the World, Changes, Life on Mars? (quizá su mejor tema: inquietante, utilizando el cut-up, inasible, hermoso).
Marc Bolan con T-Rex había explotado. El Glam había llegado. Las ropas, el brillo, los maquillajes, canciones pegadizas glamorosas, artificiales, ostentosas. La respuesta de Bowie fue The Rise and Fall of Ziggy Stardust and The Spiders of Mars. Una obra conceptual, con grandes canciones y como protagonista un personaje difícil de encuadrar.
En la tapa de The Man Who Sold The World, Bowie había dado el primer paso. El pelo largo, con un vestido, desparramado en un sillón. Con Ziggy, el pelo naranja y su androginia, su osada propuesta escénica, los sugestivos abrazos con Mick Ronson en escena, David Bowie mostraba su audacia. Desafiaba a su tiempo. Tan bien desplegaba su propuesta, tan profundo era el juego, que nadie se animaba a encasillarlo pese a que él declarar en ese tiempo a la principal revista musical inglesa: “Soy gay y siempre lo he sido”. Los rumores sobre su vida sexual en los setenta fueron variados y múltiples pero casi sin confirmaciones. No existieron los detalles sórdidos más allá de las ensoñaciones de los fans y de las leyendas que lo cruzaron en la cama con los otros grandes popes del rock. “Desde sus comienzos, Bowie entendió que la indefinición sexual jugaba a su favor en términos artísticos. Ziggy, en ese sentido, proyectaba esa indefinición hacia un público ansioso por salir de las estructuras heteronormativas. Con una gestualidad poco común en aquellos años, invitaba a transitar la ambigüedad en distintos aspectos: como aceptación individual de la diferencia y como experiencia colectiva de la liberación”, escribe Juan Rapacioli en Por Qué Escuchamos a David Bowie (Gourmet Musical), un reciente y extraordinario libro que se sumerge con lucidez en su obra.
Cuando llegó el gran éxito, en 1972, con Ziggy Stardust parecía que por primera vez había logrado conectar con el clima de época. Pero lo que había sucedido es que Bowie había logrado modificar ese clima con ese gesto inesperado. Esa criatura andrógina, algo violenta, inquietante, con tintes alienígenas, fue un suceso colosal. Pero sólo se sirvió de Ziggy durante un año. Doce meses después de la salida del disco, anunció la muerte de su criatura.
Pero quedarse en el glam, exprimirlo, descansar en la comodidad y el éxito de Ziggy no era para él. Una vez más miró hacia el futuro. En el medio hizo lo que en ese entonces no hacía nadie: un disco de covers, piezas oscuros de sus predecesores y contemporáneos, reinterpretaciones sorpresivas.
Luego vino El Gran Duque Blanco, la trilogía de Berlín y un final extraordinario de la década del setenta o una entrada en los ochenta con Scary Monsters. Ese álbum “es de alguna manera el Clics Modernos de Bowie: la reflexión de un artista que reafirma su altura pero que no desconoce sus heridas. Un cierre dramático de la década que había transformado”, escribe Juan Rapacioli.
Una de las características más notables de su obra es como trabaja las influencias. Todo para él es material utilizable, todo sirvió de inspiración y punto de partida. Syd Barret y la psicodelia, Dylan, la música de cabaret, Warhol, Kemp, el teatro Kabuki, los Beatles, la Velvet, Kubrick, Alesteir Crowley y ciento más. Pero esas influencias, cuando pasan por el tamiz, por la trituradora Bowie, se convierten en algo totalmente diferente. El extrañamiento y la indefinición siempre están presentes. “Soy un ladrón de buen gusto. El único arte que voy a estudiar es el que pueda robar”, dijo en los setenta. Y así, él se transforma, a su vez, en una colosal e ineludible influencia para todas las generaciones posteriores.
En los ochenta en medio del reinado del pop no parecía haber lugar para Bowie. Pero como siempre, él estaba dispuesto a sorprender. Primero fue una colaboración con Queen. Under Pressure es uno de los grandes temas pop de todos los tiempos. “La canción pop perfecta”, dijo Thom Yorke. Una colaboración vocal única entre Freddie Mercury y Bowie. En 1991 en el concierto homenaje de Queen en el que varias mega estrellas reemplazaron a Mercury, Bowie cantó el tema con Annie Lennox. La actuación es electrizante (es extraordinario como en esa tensión, ante la grandilocuencia de los dos intérpretes, John Deacon pareciera un bancario, casi aburrido, tocando una de las grandes líneas de bajo de la historia), pero el video del ensayo, con David con un cigarrillo en la mano, cantando con soltura casi sin esfuerzo, es maravilloso.
Sus colaboraciones no fueron muy asiduas pero las que hizo siempre estuvieron a la altura. Además de con Mercury, compartió duetos entre otros con Lennon, Jagger o Tina Turner.
Eran tiempos en que empezaba el reinado de MTV. Bowie y su manejo escénico, su teatralidad, su histrionismo e imaginería visual estaban destinados a triunfar. Para eso llegó Let’s Dance, un disco que le dio una nueva masividad, lo presentó a un nuevo público. Dividió opiniones. De la mano del ex Chic, Nile Rodgers, Bowie también brilló en el pop pero sus viejos fans, los ortodoxos, no escuchaban con agrado esta nueva etapa. Pero la canción que da título al disco, Modern Love o China Girl integran el elenco de los grandes temas del inglés.
En esa época también editó otra canción extraordinaria como Absolute Begginers. Sus siguientes incursiones en el pop fueron más débiles. Luego fue hacia el ruidoso Tin Machine. Después disolvió ese grupo y continuó camino sinuoso con discos como Hours, Heathen o Reality. Lo guiaba, como de costumbre, la ambición, llegar a terrenos desconocidos o poco transitados.
Se suele calificar a Bowie como camaleónico, haciendo foco así en su capacidad para transfigurarse, para mutar. Pero tal vez ese no sea su principal atributo sino una consecuencia directa, la más notoria, de su característica más notable. En Bowie, en su carrera, en cada disco hubo una búsqueda. Cada una de sus intervenciones fue un paso hacia adelante. Nunca se regodeó en la nostalgia ni se resguardó en lo seguro. No tuvo miedo de transitar nuevos territorios.
En sus primeros años, parecía que esa búsqueda era para intentar encontrar lo que lo diferenciara de los demás, lo que le permitiera destacarse, hacerlo sobresalir. Parecía que perseguía el éxito. Pero cuando éste llegó, Bowie no se quedó quieto. Fue por más. Atentando contra todos los consejos del marketing del mundo discográfico y a veces hasta contraviniendo la lógica, lo único que se sabía sobre cómo iba a continuar su carrera era que el siguiente paso sería diferente al anterior, que el público no recibiría lo que estaba esperando. Bowie no trabajaba, no creaba para satisfacer expectativas ajenas. La exploración lo guiaba.
Ch ch ch changes, Turn and face the strange. (Cambios, gira y enfrenta lo extraño)
David Bowie fue un artista desfasado, siempre un poco a destiempo, siempre un paso adelantado a su época.
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