Alfredo era bajito y cabezón. En la parte posterior de su cabeza tenía un gran bulto extraño. Desde chico se dio cuenta de que esa protuberancia era algo que preocupaba mucho a sus padres. Flavia Hinojosa, su madre, tenía solamente 19 años, y Sóstenes Quiñones, su padre, 21. Él era el primer hijo y la fuente de sus temores. ¿Sería un tumor cerebral? ¿Podría morir por eso? Como se lo veía bien, con el tiempo se acostumbraron y dejaron de darle importancia.
La inteligencia de Alfredo, el mayor de los cinco hermanos Quiñones Hinojosa, era tan sorprendente que terminó por disipar todos sus miedos por esa bola que llevaba en su cráneo. Hasta bromeaban si su brillantez no provendría del hecho de que tuviera “dos cerebros”.
Muerte evitable y fuga de combustible
Todavía era un niño cuando el drama golpeó la puerta de su familia. Maricela, gemela de Rosita, murió de bebé como consecuencia de una deshidratación por diarrea. Décadas más tarde, Alfredo Quiñones Hinojosa constataría que esa muerte se podría haber evitado. En una entrevista con Univisión, donde habló sobre su vida, reconoció que Maricela había fallecido por la ausencia de recursos y la pobreza en la que vivían: “La falta de educación de mis padres no les permitió identificar el problema de manera temprana”. Y lamenta que, aún hoy, esa siga siendo la principal causa de mortalidad infantil en los países subdesarrollados.
Después, llegaron a la familia más hermanos: Gabriel, Jorge y Jacqueline. Flavia recuerda que Alfredo era excelente alumno, pero le daba mucho trabajo porque “era muy inquieto y travieso”.
Fue por esos tiempos, que Alfredo se enteró de que no todos los seres humanos vivían de la misma manera: “Me di cuenta de que había gente con recursos y otra gente, como nosotros, que no teníamos nada”.
Ni agua potable, ni demasiada comida. Con cinco años ya trabajaba en la estación de servicio de su padre y vivían en unas habitaciones ubicadas detrás. Su sueño era ser astronauta y sus pesadillas recurrentes eran que tenía que salvar a su familia de avalanchas, inundaciones o incendios.
Hacia finales de los años ’70 la economía de México era muy inestable. La gasolinera no funcionaba y su padre la puso en venta. Resultó que tenía fugas en los tanques subterráneos. Era un pésimo negocio, así que no le dieron casi nada por ella. No sabían de qué iban a vivir. Su abuela era partera y curandera; sus tíos eran jornaleros que trabajaban en el campo y el pequeño Alfredo decidió vender panchos en la calle. Ya no había carne sobre la mesa y sobrevivían a base de tortillas de harina y salsas.
Él, nacido en Mexicali, en México, justo en la frontera con los Estados Unidos, estaba decidido a cambiar esa historia. Todavía no sabía cómo, pero iba a progresar. Era una decisión tomada.
Dos saltos a la ilegalidad
A los 14 años visitó a su tío Fausto, que trabajaba como capataz en un campo en California, Estados Unidos.
Terminó trabajando allí durante dos meses ayudando a quitar malezas. Ganó algo de dinero y volvió a su casa. “Ese dinero ganado con trabajo duro probaba que las personas como yo no estábamos indefensas ni desvalidas”, relató años después.
Siguió viajando y en uno de esos viajes fue detenido, le quitaron sus documentos y lo deportaron a México.
Pero en su cabeza ya estaba sembrada la idea de que el progreso era posible. La posibilidad de una vida mejor estaba tan cerca y tan lejos. El muro entre México y los Estados Unidos era una realidad que tenía a la vista cada día.
En 1982 comenzó a estudiar para ser maestro. Se graduó en 1986, pero sabía de antemano que, sin conexiones para ir a una gran ciudad, su salario sería insignificante. La única forma que veía de tener un futuro, el maestro Quiñones Hinojosa, era emigrar. Debía cruzar ese muro divisorio.
Lo intentó dos veces con una hora de diferencia.
Fue el día antes de cumplir 19 años. El primero de enero de 1987, aterrizó en suelo americano luego de saltar la valla de cinco metros y medio de altura. Había cruzado, en su corto vuelo sobre el alambre de púas. de Mexicali, México, a Calexico, California, Estados Unidos. Pero la policía fronteriza lo vio caer y lo devolvió al lado mexicano.
Una hora después, volvió a saltar. Esta vez, lo hizo más rápido y no lo vio nadie. Llevaba 65 dólares en el bolsillo de su pantalón y no hablaba inglés.
Una vez allí, viajó a San Diego. El traslado le costó 60 dólares. Le quedaban 5. Sin documentos, se las arregló para llegar a la zona granjas de San Joaquín, donde trabajaba su tío.
Ilegal, pero decidido, comenzó a trabajar como jornalero. Cosechaba tomates, algodón, melón, brócoli, uva, coliflor.
Mientras, vivía en un remolque y esquivaba a los agentes de inmigración que cada tanto enviaban de vuelta a su país de origen a los trabajadores ilegales que detectaban.
Con el tiempo, progresó y lo pusieron a cosechar tomates con una máquina. Ganaba 3.5 dólares la hora y sacando cuentas se percató de que lograr su sueño le iba a llevar demasiado tiempo.
“Estaba sentado manejando un aparato... similar a lo que hago ahora con mis manos y mis pies, con la diferencia que controlo el microscopio con mi boca. Luego, me trasladé a una ciudad más pequeña, Stockton, donde empecé a trabajar como soldador. Curiosamente, es lo mismo que hago ahora, sueldo en el quirófano vasos sanguíneos cuando se rompen… son las mismas aptitudes”, compara mientras recuerda su vida a un periodista de la televisión mexicana.
Con sus primeros trabajos Alfredo logró ahorrar para empezar a estudiar inglés en una academia nocturna comunitaria. Era su primera meta.
Sus padres no aguantaron la separación y, tiempo después, cruzaron también a los Estados Unidos y alcanzaron a su hijo. Trabajaron en el campo y vivían en una casita precaria.
Fue en Stockton que, a los 21 años, reparando unas válvulas de un gigantesco tanque que había transportado petróleo licuado que Alfredo tuvo un accidente que sería crucial en su destino. Se le cayó una tuerca dentro y para recuperarla intentó bajar al fondo del tanque. Cayó al vacío y quedó inconsciente. Se despertó en el hospital y, por primera vez, tuvo contacto con un médico que le reveló que si hubieran tardado dos minutos más en sacarlo del tanque no hubiera podido contar la historia.
La cabeza le hizo un clic, sus sueños cambiaron.
“Ahí, después de este incidente y de mis raíces, por mi abuelita curandera, empieza a surgir este amor por la medicina”, reconoce.
Quería progresar, pero primero iba a estudiar y mucho. Asistió durante dos años a la escuela técnica San Joaquín Delta College. Por la mañana iba a clases, por la tarde trabajaba en la compañía California Railcar Repair. Fueron unos amigos norteamericanos que, notando su gran capacidad intelectual, lo alentaron a estudiar en un lugar de prestigio.
Llegar a Harvard
A pesar de que amigos y parientes le repetían que no se hiciera ilusiones, Alfredo aplicó para una beca en la Universidad de California, en Berkeley. Lo que parecía una misión imposible, no lo fue. A los 23 años fue becado y admitido y comenzó con sus estudios.
Cierta vez, un profesor asistente, le dijo: “No puedes ser de México…. ¡eres demasiado inteligente para ser de allí!”.
El comentario le dolió, pero fue el mejor estímulo.
Aun así, durante muchos años, ocultó mientras pudo su lengua madre y sus orígenes latinos.
Estudió psicología y se recibió con grandes honores. Decidió continuar estudiando y eligió aplicar para la Escuela de Medicina de Harvard. También lo consiguió y eso que los estudiantes latinos en esa célebre institución representaban solo el 3.7 por ciento del alumnado. En una entrevista, relató una anécdota de esos años sobre sus orígenes mexicanos y su apellido impronunciable: “Mis compañeros de Harvard me dijeron cámbiate el nombre. En vez de Alfredo Quiñones ponte Alfred Quinn…, yo dije ¡jamás! Y mantuve siempre los dos apellidos”.
La vida no era fácil. Estaba tan corto de dinero que su madre le mandaba tortillas por correo. Allí estaba caminando por un pasillo de Harvard, un viernes a las once de la noche, cuando se topó con una eminencia, el Dr Peter Black. El doctor le preguntó qué estaba haciendo, él le respondió que iba a estudiar a la biblioteca.
-¿Quieres venir a ver una cirugía de cerebro?
-Me encantaría
Alfredo no podía creerlo. Vería un cerebro por primera vez en su vida.
“Entré a una maravillosa habitación (el quirófano) donde el paciente estaba despierto. Es increíble, pero eso es lo que hago yo hoy”, reflexiona. De esa manera, con el paciente despierto, el cirujano controla los daños que pudiera haber cuando se manipula el cerebro durante una operación para remover un tumor.
“La razón por la que decidí estudiar el cerebro es porque todavía es un territorio inexplorado. Me cautivó el hecho de que un órgano tan maravilloso tuviera la capacidad de crear recuerdos y de hacer posible que amemos a otros”, explica entusiasmado.
Era el año 1997. Quiñones esa noche vio maravillado, por vez primera, la danza del cerebro moviéndose al compás del corazón.
En Harvard se graduó con honores, Summa Cum Laude.
Desde entonces, cada vez que Quiñones se entromete en un cerebro, descubre la misma maravilla de ese baile, de ese movimiento vital. Salva vidas y sabe de sus logros, pero también es consciente de que muchas veces solo gana batallas, no la guerra.
Ciudadano, contratos y ¡profesor!
En ese mismo año, 1997, obtuvo la nacionalidad estadounidense. Del salto del muro habían pasado solamente diez años. Ya no era más un indocumentado. Un ilegal.
Completó su formación con un doctorado en neurocirugía y una especialización en células madre.
En el año 2005, fue contratado por la prestigiosa escuela de medicina Johns Hopkins para desempeñarse en el Departamento de Neurocirugía, Neurociencia y Medicina Celular y Molecular. En esa institución, líder a nivel mundial, llegó a ser profesor de Neurocirugía y Oncología; Director del programa de Tumores Cerebrales y Células Madre y Director del programa de Cirugía Pituitaria.
Su foco estuvo puesto en la cirugía como tratamiento primario y en los tumores metastásicos. Se especializó, además, en técnicas endoscópicas y en el uso de la radiocirugía.
Desde 2005 a 2016 su equipo publicó más de 150 artículos científicos. Quiñones Hinojosa condujo numerosas investigaciones para dilucidar el papel de las células madre en el origen de los tumores cerebrales y el rol potencial que estas mismas células podrían jugar en la lucha contra el cáncer. Un pionero en todo.
La humildad como norte
En abril de 2016 fue convocado por la Clínica Mayo, en Florida, para dirigir el departamento de Cirugía Neurológica. Salió de su zona de confort, del mejor lugar, para construir otro mejor lugar. Y por supuesto lo logró.
Al periodista Jorge Ramos, de Univisión, le dijo:
“No sé si soy una persona a imitar. Soy una persona sencilla. A pesar de haber estudiado en Harvard y en Berkeley, me sigo viendo como aquel niño de 5 años, de cabeza grande y hombros pequeñitos, que estaba frente de la estación de gasolina. Me mantengo humilde todos los días porque es la única forma en que me mantengo alerta (...) para tratar de revolucionar, no solo el campo de la neurocirugía, sino también el campo de las células madre.” Por eso lidera una fundación de investigación llamada NIH que busca una cura al cáncer de cerebro.
Quiñones recibe personalmente a unos 1500 pacientes por año y con su equipo opera entre 250 y 300 personas cada doce meses. Admite que todavía, antes de ingresar al quirófano, se pone nervioso: “Saber que mis pacientes ponen sus vidas en mis manos me hace enfocarme”. Las cirugías más complejas y delicadas recaen siempre en sus manos. Aquellas manos, recordemos, que lo ayudaron a trepar una pared de más de cinco metros y a cosechar algodón o tomates.
Las mismas que hoy salvan cientos de vidas cada año.
No hay desafíos imposibles
En 2010, ya era respetado por sus pares y admirado por sus pacientes. Ya no era pobre, pero quería hacer algo más para ayudar a los más desprotegidos. Creó entonces Mission: BRAIN, una fundación sin fines de lucro. Con su equipo, unas quince personas, van rotando los lugares a los que viajan para operar gratis a quienes lo necesitan y no pueden costear una cirugía.
En el año 2011, publicó su autobiografía Dr Q: la historia de cómo un jornalero migrante se convirtió en neurocirujano. Con esta publicación ganó el premio internacional del libro latino en 2012. Fue él también quien lideró la sexta y la séptima edición de uno de los tratados más reconocidos de neurología mundial de los doctores Schmidek & Sweet.
En 2014, la Asociación Británica de Medicina lo distinguió con el primer premio por su trabajo Controversias en Neuro-Oncología.
Su prestigio internacional estaba consolidado.
Por otro lado, para mantenerse en buena forma y recaudar más fondos para su lucha contra el cáncer comenzó a realizar medias maratones donde corre junto a sus pacientes. El misterio del cerebro y conseguir la cura al cáncer lo siguen desvelando.
Al diario peruano El Comercio le dijo: “Alzheimer, esclerosis múltiple, Parkinson, embolias, tumores… todo está conectado, pero todavía no sabemos demasiado (...) Entender cómo el cerebro se conecta será clave para algún día poder regenerarlo. Este tipo de investigaciones están comenzando, pero yo creo que los siguientes veinte o treinta años serán muy importantes para descifrar los misterios del cerebro (...) cuando estaba trabajando en Hopkins, por primera vez descubrimos que en el tejido adiposo había células madre. Lo increíble es que las células madre normales tienen una atracción increíble por el cáncer. De alguna forma, estas células persiguen a las células cancerosas. Por eso, comenzamos a emplearlas como caballitos de Troya para entregar cargamento, como medicamentos”.
De estrella de la ciencia a la pantalla
El doctor Quiñones Hinojosa es desde hace tiempo un referente mundial en cáncer de cerebro, pero su historia trascendió la ciencia médica. Hoy es la estrella del segundo episodio de Ases del bisturí, la docuserie que se estrenó el pasado 9 de diciembre 2020, producida por los estudios de la BBC para Netflix.
El gigante del entretenimiento Disney Co, en conjunto con la productora Plan B que pertenece nada menos que al actor Brad Pitt, planearon también producir una película sobre la vida del inmigrante ilegal que terminó siendo un número uno de la neurocirugía.
Inevitablemente cuando se supo de dónde provenía el prestigioso Doctor Q la prensa se volcó a contar su atractiva historia de superación. Pasó a ser un ejemplo del esfuerzo y de que nada es imposible si se tiene determinación. Quiñones Hinojosa no solo había saltado el muro de las desigualdades económicas; con todos los pronósticos en contra, también había conquistado la cima del conocimiento científico.
A modo de reclamo él dice que “muchos escriben sobre mi vida en el pasado y cómo me convertí en médico. Yo digo que mi presente es tan excitante como mi pasado”.
La adrenalina sigue siendo su motor. De sonrisa fácil, asegura que en su casa siempre ha mandado Anna, su mujer: “Su apoyo es la razón de que esté donde estoy. No hubiera podido sin ella”.
Al periodista del Diario Siglo XXI le relata, entre risas, una anécdota con su hijo menor: “Un día, al llegar a casa, mi hijo más chico me dijo: Papi, mamá hace todo, es súper inteligente, hace carpintería, hace electricidad... ¿tú qué haces además de ser neurocirujano?”. Sus tres hijos tienen hoy 19, 16 y 12 años y él asegura solo desear que sean felices.
Insiste en que es una persona que salió adelante a fuerza de “educación, duro trabajo y por la mucha ayuda que este país me ha dado (...) El mensaje de mi libro es que no importa que seamos jornaleros del campo, que tengamos raíces muy humildes. Si tenemos un sueño y trabajamos arduamente vamos a salir adelante (...) Y nunca pienses que el mundo te debe algo”. Alfredo Quiñones Hinojosa arenga a los jóvenes diciéndoles “que mantengan su humildad, que estén constantemente buscando otros horizontes, que no se den por vencidos, que traten de reinventarse y de este modo las puertitas se abrirán, del mismo modo en que se me abrieron a mí”.
“El sueño americano, aclara, no significa llegar a tener una casa grande y un auto de lujo. Para mí no es eso, sino que es poder retribuir a otros cuando has tenido la fortuna de hacer algo como lo que yo hago… Ese es el Sueño Americano”.
Ese hombre que saltó el muro, sigue soñando y continúa luchando. Ahora es por encontrar desde las células madre una cura a su gran enemigo: el cáncer de cerebro.
Y de paso, para terminar con esta inspiradora historia, aclaremos algo. Aquello que tenía de pequeño en la cabeza Alfredo Quiñones Hinojosa, además de una mente inusual y brillante, era un encéfalo hematoma. Nada peligroso. Nada que le pudiera haber impedido ser quién es.
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