Una danesa casada con un primo segundo se instala, durante la década del treinta, en Kenia para llevar adelante un arduo emprendimiento: una plantación de café. Ostenta el título de baronesa pero en esas tierras lejanas de poco le sirve. El matrimonio se desmorona, ella conoce al amor de su vida, una muerte trágica, el fracaso del negocio. La baronesa Karen Blixen (utilizó varios seudónimos: Isak Dinesen fue el más popular) lidió con animales salvajes, enfrentó leones y búfalos, enfermó de sífilis, vivió amores intensos, cayó derrotada, volvió a empezar y escribió libros inmortales. Su historia, o parte de ella fue llevada al cine con un gran éxito.
Se cumplen 35 años del estreno de África Mía, la película dirigida por Sidney Pollack y protagonizada por Robert Redford y Meryl Streep que consiguió siete Premios Oscar y se convirtió en el quinto film más visto de 1985. La película, al momento del estreno, no fue demasiado bien recibida por los críticos pero sí por el público. En los sitios como Rotten Tomatoes en que se califican las películas es una de las pocas ganadoras de Oscar en la que predominan las calificaciones negativas. Sin embargo, muchos son las que la recuerdan como una gran historia de amor.
Sidney Pollack y Robert Redford ya habían trabajado juntos en varias ocasiones. Eran amigos y se respetaban mutuamente. El proyecto, originalmente, le fue ofrecido a Redford. Los productores pretendían que él lo dirigiera. Pero él declinó y propuso a Pollack. Si bien habían colaborado en La Ley del Talión, Los Tres Dias del Cóndor, Nuestros Años Felices y El Jinete Eléctrico, muchas cosas había cambiado desde la última vez. Ambos había tenido éxito por otros caminos. Los dos habían demostrado que no necesitaban del otro. Eso alteró el equilibrio de la pareja.
Pollack venía de dirigir con éxito a Paul Newman en Ausencia de Malicia. Newman también se había quedado con un papel que originalmente era para Redford; había sido elegido para interpretar al abogado borracho, que sobrevive con su dolor y casos de mala muerte, hasta que encuentra el juicio que lo puede redimir de El Veredicto. Pero Redford intentó limpiar al personaje principal, endulzarlo y exigió múltiples rescrituras del guión hasta que salió del proyecto. Luego, Pollack tuvo a su cargo a otra estrella como Dustin Hoffman y consiguió 10 nominaciones al Oscar con Tootsie. Redford, por su parte, había debutado en la dirección con Gente como Uno, película que se llevó el Oscar y también le dio a él uno como mejor director (insólitamente se impuso a Scorsese y a Toro Salvaje). También venía de encabezar otro suceso de taquilla como El Natural. Estos proyectos alteraron los equilibrios en la relación. Hasta ese momento los grandes éxitos de Pollack habían sido con el rubio actor encabezando. Y Redford pese a su status de súper estrella debía ceder ante los deseos de un director. Pero los Oscars y los elogios modificaron a ambos sensiblemente. “Mientras Sidney quería tener mayor control que nunca, yo cada vez quería estar menos controlado, quería libertad”, reconoció el actor.
La aventura africana de Redford estaría bien paga. Consiguió el mejor contrato de sus carrera hasta ese momento: 6.5 millones de dólares y el 10% de los ingresos. Los honorarios de Pollack no se acercaban a eso. Un nuevo motivo de discordia en la relación.
La tensión entre ellos aumentó a los diez días de rodaje. Desde el estudio, los principales directivos al ver las primeras tomas, habían ordenado que Redford abandonara el acento inglés. A ningún espectador le parecía creíble, querían que Redford hablara como Redford. Él había contratado un coach británico y había trabajo con esmero para conseguirlo. Es más: en algún momento se dudó en darle el papel de Finch Hatton porque era un personaje demasiado británico. Pero se impuso su calidad de primera figura. Redford había trabajado demasiado como para ceder sin rebelarse. Además, aceptar la decisión era conceder que su imagen importaba más que sus dotes actorales. Luego de gritos y peleas, el actor debió claudicar. Era capaz de imponer compañeros de elenco, ganar varios millones, participar de las ganancias pero su poder encontraba un límite.
Mientras tanto, Meryl Streep se lucía con su acento danés, lo que enfurecía más a Redford que sentía que el director le daba libertad a ella y a su personaje, le permitía brindarle profundidad, mientras que para él la marcación era rígida y cada vez más opresiva. Redford creía -y tal vez no se equivocaba tanto- que mientras la Karen de Meryl era un personaje tridimensional, él sólo era un poster, una imagen, que Pollack no quería el mejor Finch Hatton posible sino al ícono, a Robert Redford en África.
Sidney Pollack dio su versión sobre la relación con su actor fetiche: “No fue una cuestión de egos ni de control. Era una situación diferente. Estábamos muy lejos de casa, en condiciones muy poco confortables, con más de 30 millones invertidos y había que tomar decisiones”.
Para el personaje femenino se barajaron varios nombres. Como ocurrió en cualquier otro gran proyecto de los últimos 45 años, en una historia importante, una de las primeras en la lista era Meryl Streep. Pero Pollack ni siquiera aceptó discutir su postulación con los ejecutivos del estudio. “No es lo suficientemente sensual. Karen debe generar una atracción inmediata”, dijo. Pero al no ponerse de acuerdo tras varias reuniones, Pollack aceptó encontrarse con Meryl. Ella llegó con un amplio escote y una sonrisa lacerante. A cinco minutos del inicio de la reunión, Pollack supo que había encontrado a su actriz. “Fue un truco barato, es cierto. Pero funcionó”, contó Meryl varios años después.
Gran parte de la película se rodó en Kenia, muy cerca de la casa en la que originalmente transcurrió la vida de Blixen. Eso proporcionó unos increíbles escenarios naturales pero también provocó fuertes choques culturales. Por un lado muchos de los funcionarios keniatas estaban convencidos de que la historia era racista y con resabios colonialistas: el amor de dos blancos que sometían a los nativos. Por el otro, todas las ventajas con las que los productores creyeron se encontrarían en un país tercermundista, mutaron en restricciones. Las autoridades del país africano no se mostraron permeables al encanto de la fama y los dólares. Los animales salvajes debieron importarles de Inglaterra. Kenia no aceptó ningún tipo de excepción respecto a sus estrictas normas en el cuidado animal. Tampoco se permite en el país africano ni el uso ni la tenencia de armas a civiles. Así que para las tomas que requerían armas, los integrantes de la utilería debieron trabajar de más para construirlas con papel maché y cartón y darles verosimilitud. A Pollack se le hacía difícil hacerse entender en las tomas grupales en las que requerían muchos extras (otro situación no calculada: no encontraban demasiados extras blancos). Los segmentos situados en Dinamarca fueron filmados en Inglaterra para ahorrar parte del presupuesto.
Meryl Streep le tenía miedo a los animales. No era para menos; debía lidiar con leones, jirafas e hipopótamos entre otros. En una toma en la que le dispara a un león que corre hacia ella, se había decidido utilizar a una doble. Pero Pollack no quedó conforme con el resultado y le pidió a Meryl que la hiciera. El susto que se ve en pantalla no es mérito de las increíbles capacidades interpretativas de Streep sino del pánico real de la actriz en el momento en que el animal parecía fuera de control y se aproximaba a ella. En otra ocasión Streep terminó una escena en la que le tocaba un parlamento extenso y apenas el director gritó corte, ella dando alaridos pidió que le sacaran la ropa. Cuando lo hicieron, descubrieron que un extraño insecto de unos siete centímetros caminaba por su espalda. En el momento en el que Redford le lava el pelo en el río, una escena repleta de tensión sexual, Meryl sólo rogaba interiormente que finalizara: el hipopótamo que los secundaba la aterraba. Y, con cierta razón, dudaba de la fiabilidad y de la mansedumbre del animal.
El proyecto estuvo dando vueltas por los estudios durante décadas. Una historia que quisieron filmar David Lean (ideal para su grandilocuencia), Nicholas Ray y Orson Welles. En algún momento la posibilidad de filmar la vida de esta mujer en medio de Kenia se motorizó a través de la elección de la actriz principal. Se creyó que Out of Africa sería el vehículo con el que Greta Garbo volvería al cine: ambas, Garbo y Karen Blixen compartían esa belleza nórdica, misteriosa y glacial. Años después parecía que Audrey Hepburn encarnaría a Blixen pero una vez más, la complejidad de la producción intimidó a los estudios.
El entusiasmo se retomó en los primeros años de los ochenta con la aparición de una biografía de la escritora danesa escrita por Jennifer Thurman. El guión se escribió utilizando como base los textos de Dinesen/Blixen sobre su vida en África y esta biografía.
África Mía cuenta la vida de Karen Blixen, una danesa que nació en 1885 en Rungstedlund. Cerca de los treinta años se casó en Mombasa con el Barón Bror von Blixen-Finecke, a pesar de que ella estaba enamorada del hermano de este. La pareja se instaló en la entonces África Oriental Británica, actual territorio de Kenia. Compraron una plantación de café en las afueras de Nairobi. La pareja se deshizo, el barón se marchó y Karen se encargó de la plantación. En el medio conoce a Denys Finch Hatton, un cazador, un aventurero que provoca una conmoción en ella. Pero él muere en un accidente de aviación y la plantación, pese a sus esfuerzos, quiebra. Ella a poco de cumplir los cincuenta años, debe volver a Dinamarca, a empezar de nuevo. Allí adopta un seudónimo, Isak Dinesen. Isak significa “el que ríe” y tenía además la ventaja de parecer el nombre de un varón, algo muy útil en la época. El Dinesen es el otro apellido familiar. La carrera literaria de Blixen/ Dinesen fue veloz y consagratoria. Sus siete libros se publicaron en todo el mundo. Escribía en inglés y ella misma hacía las versiones de sus libros (algo más preciso que la traducción) en danés.
Los libros de Dinesen tenían una gran éxito en Estados Unidos. Sus Siete Cuentos Góticos, publicados en la década del treinta, llevaban decenas de ediciones. Hasta había sido uno de los títulos que la editorial de las fuerzas armadas norteamericanas había impreso para sus soldados (esa es otra gran historia: cómo los libros acompañaron el triunfo durante la Segunda Guerra Mundial). En los cincuenta su nombre era reconocido en todos los círculos literarios. Era admirada por los grandes autores del momento. Ernest Hemingway, que no solía repartir elogios, dijo que ella debió ganar el Premio Nobel en lugar de él. Y en los últimos años, la apertura de los archivos de la Academia Sueca demostró que ella estuvo muy cerca de ganarla en tres ocasiones. En 1954 (cuando lo ganó Hemingway), en 1957 (Albert Camus) y en 1959. Ese año ganó la votación inicial por amplio margen. Pero uno de los académicos se opuso porque consideró que podrían ser criticados de localistas, por premiar a demasiados autores nórdicos. El argumento provinciano se impuso y el galardonado fue el poeta Salvatore Quasimodo.
Lo misma admiración que Hemingway mostraron otros autores. Truman Capote le dedicó un refinado perfil (“Inmediatamente, aún cuando uno no conozca su pasado, se da cuenta de que es todo un personaje. Un rostro tan facetado, cuyos prismas desprenden un orgulloso centelleo de inteligencia y educada compasión, es decir, de sabiduría, no puede ser una ocurrencia accidental”). Su visita a Estados Unidos en 1959 provocó una atención que no había conseguido ningún escritor extranjero desde George Bernard Shaw. Brindó decenas de entrevistas, salió en la televisión, sus conferencias se multiplicaron y llegó hasta la tapa de Life. Sin embargo el hito que se recuerda de ese viaje es un almuerzo, al que concurrieron poca más de diez personas. Cuando le preguntaron a quién deseaba conocer en Estados Unidos, la baronesa dijo que a Ernest Hemingway, al poeta E.E.Cummings, a Arthur Miller y a la escritora sureña Carson McCullers.
Fue así que Carson McCullers la invitó a almorzar a su casa que quedaba a unos treinta kilómetros de Nueva York, junto a Arthur Miller. El dramaturgo pasó a buscarla por su hotel con el auto. Cuando Karen vio que Arthur Miller iba acompañado por su esposa se emocionó. Declinó el asiento delantero que le ofrecieron y se sentó en el asiento trasero con la Señora Miller: Marilyn Monroe. Arthur Miller ofició de chofer de los dos mujeres que se la pasaron hablando todo el viaje. Karen quería saber todo sobre Hollywood. Hay unas fotos hermosas de ese almuerzo. En la cabecera está Karen Blixen: rígida, cubierta con un chal, con la mirada recta, frágil pero etérea. A su derecha, la anfitriona, de negro, Carson McCullers, al lado de ella, radiante, Marilyn; a la izquierda de la danesa, está Arthur Miller de traje claro, su figura de Modigliani y anteojos delgados. El fotógrafo dejó varias veces fuera de cuadro a Arthur Miller. Se centró en esas tres mujeres heridas, endebles y geniales. En una de las imágenes, Carson besa con ímpetu y cariño a Marilyn: hasta parece escucharse el chasquido húmedo de los labios contra la mejilla de la actriz. Karen siguió su dieta habitual: champagne, ostras y hablar sobre sí misma. La leyenda dice que las tres mujeres terminaron bailando sobre la mesa de mármol. Aunque todos sepamos que es difícil que eso haya ocurrido por la edad avanzada de Blixen y su endeblez física (pesaba 40 kilos) y porque Carson tenía a esa altura medio cuerpo inmovilizado.
El cine se interesó por sus historias. Mientras Out of Africa siempre estuvo rondando, Orson Welles filmó Una Historia Inmortal. Tres años después del triunfo de África Mía en los Oscars, otra película basada en un texto de ella se llevó otra estatuilla. El Festín de Babette fue elegida como mejor película extranjera.
En sus últimos años, Karen Blixen vivió acompañada por una secretaria que mostraba devoción por ella. Ingresó a trabajar cuando la escritora solicitó una cocinera. La chica con sus modales suaves y una educación por encima de la media obtuvo el puesto de inmediato. Pero a la segunda comida, el fraude quedó expuesto. Karen la llamó y le dijo: “No sabés cocinar, ¿no?”. La joven confesó que su admiración por la escritora era tan grande que sólo quería pasar tiempo con ella. Karen Blixen tomó otra cocinera y reubicó a la chica como secretaria y asistente personal.
Una anécdota que describe a Karen Blixen y a su literatura. Durante la Segunda Guerra Mundial dicta una novela a una taquígrafa que paga su editor norteamericano. De pronto la empleada la interrumpe: “Señora, disculpe pero ese personaje que está haciendo hablar, murió cuarenta páginas atrás”. Blixen, inmutable, respondió: “Querida, eso no tiene la menor importancia”.
Karen Blixen pasó sus últimos años en su casa de Rungstedlund en Dinamarca, recibiendo visitas, admiradores y periodistas. El prestigio rodeaba su figura. Murió en 1962 a las 77 años.
En su última entrevista brindada el 6 de agosto de 1962, un mes y un día antes de su muerte, el periodista le recordó que en Out of Africa había escrito que no iba a dejar que la vida se le escurriese hasta que la hubiese bendecido, recién allí la dejaría.
Ella miró a su entrevistador con sus ojos de dos colores, con la delgadez extrema, con las arrugas talladas en su cara y con un tono neutro que trató de disimular la nostalgia, respondió: “La vida ya me ha bendecido”.
Había dejado una última voluntad escrita en un papel. Quería ser enterrada en las colinas de Ngong Hills, junto a su amante Denys Flinch Hatton.
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