A 35 años del fallo del Juicio a las Juntas: así fueron las 24 horas que cambiaron la historia

El 9 de diciembre de 1985 se produjo en nuestro país un hecho inédito: la Justicia de un gobierno democrático juzgó con todas las garantías constitucionales a los integrantes de las distintas juntas militares que ocuparon el poder durante la dictadura. Paso a paso, las discusiones, los acuerdos, las dudas y las certezas que dejó un fallo ejemplar

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Los jueces fueron (de izquierda
Los jueces fueron (de izquierda a derecha) Guillermo Ledesma, Ricardo Gil Lavedra, Jorge Torlasco, León Arslanián, Andrés D'Alessio y Jorge Valerga Aráoz Télam 162

Ese 9 de diciembre de 1985, en las calles todavía se hablaba del partido extraordinario que Argentinos Juniors había jugado con la Juventus. Los futboleros imaginaban las cosas que podrían hacer juntos Diego y Borghi en la Selección. Pero ese día empezó con una noticia política importante: el presidente Alfonsín había levantado el estado de sitio. Un mes antes la situación se había complicado y el clima se había enrarecido por demás. Amenazas, movimientos extraños, atentados y bombas explotando en modo random, como avisos de que algo peor podía ocurrir. Hubo detenciones, revuelo mediático y la situación se fue normalizando de a poco. Alfonsín necesitaba levantar el estado de sitio por dos motivos simbólicos. No quería que la sentencia del Juicio a las Juntas se diera a conocer en un país con libertades restringidas ni que el estado de excepción mantuviera vigencia al día siguiente, cuando se celebrarían los dos años del retorno democrático.

Los seis miembros de la Cámara Federal (Carlos Arslanian, Ricardo Gil Lavedra, Guillermo Ledesma, Jorge Torlasco, Jorge Valerga Aráoz y Andrés D’Alessio) llegaron a Tribunales muy temprano. Tenían cara de dormidos, el trabajo de los últimos días había cincelado ojeras debajo de sus ojos. El día anterior, el domingo 8, habían trabajado hasta muy tarde y todavía tenían que terminar un par de detalles. La sentencia tenía más de 2000 páginas, era una catedral jurisprudencial que exigía precisión de cirujano.

El día anterior habían discutido. Algunos gritaron, otros pegaron puñetazos en los escritorios. La presión era inmensa. Los apremiaba el tiempo, la opinión pública, el periodismo, el clima opresivo, la clase militar y el mundo político. Hasta sus colegas jueces los miraban de soslayo. No lograban ponerse de acuerdo con el monto de las penas. Un acuerdo básico al que habían llegado en los primeros días de su labor parecía estar en peligro. Habían decidido no firmar disidencias, mostrarse unidos y consensuar las decisiones. Tenían que seguir escribiendo partes del fallo pero la discusión por las penas les había robado toda la mañana. Carlos Arslanián, el presidente del tribunal, propuso ir a comer pizza para distenderse un rato. Caminaron por la Talcahuano desolada de un domingo al mediodía y fueron hasta Banchero. Ya con sus porciones delante, Arslanián sacó una birome del bolsillo delantero de su camisa, tomó una servilleta de la pizzería (de esas que parecen satinadas, que son misteriosamente impermeables) e hizo una lista. Escribió el nombre de cada uno de los comandantes del Proceso acusados y al lado las penas que le corresponderían. Cuando llegó a los dos casos más polémicos (Agosti y Lambruschini), en el ambiente jovial de Banchero y ante la necesidad de avanzar, Ledesma y Gil Lavedra, los dos más duros, los dos que propiciaban las penas más rígidas, cedieron. Al terminar con los nueve, Arslanián se apuró y les pasó la servilleta a cada uno de sus compañeros: “Me firman todos ahí. No sea cosa que alguno se arrepienta”.

El fallo se había anunciado para las 5 de la tarde del 9 de diciembre pero la extensión de la sentencia hizo que hasta último momento no se supiera si se iba a poder llegar o no. La gente fue entrando a la sala. El clima era de una tensa expectación. No había sonrisas, ni voces altas. En los pasillos las nubes de humo azul de los cigarrillos parecían presagiar una tormenta. 100 periodistas y 200 invitados podían presenciar el fallo. A las Madres de Plaza de Mayo les dieron una entrada que utilizó Hebe de Bonafini. Cuando pasó el detector de metales a la entrada del edificio un policía le advirtió que no iba a poder ingresar a la sala con el pañuelo blanco en la cabeza. Ella siguió caminando. En otro control se lo pidieron; en realidad exigieron que lo entregara para pasar. El pañuelo era considerado un símbolo político y estaba prohibido portar cualquier tipo de bandería. Hebe respondió desafiante pero entregó el pañuelo que llevaba en la cabeza. Pero, como hace el fumador en la cancha con los varios encendedores que esconde entre sus ropas, Hebe de Bonafini llevaba varios pañuelos ese día. Así que apenas se sentó en el lugar que le habían designado cubrió su cabeza con uno de ellos. Otro policía se acercó a ella pero no consiguió ningún resultado. Así fueron pasando funcionarios y letrados para intentar convencerla. Hasta que los fiscales Strassera y Moreno Ocampo se acercaron a conferenciar con ella. Luego de unos minutos, Hebe aceptó descubrir su cabeza. Pero apretó el pañuelo contra su pecho. Apenas escuchó la primera absolución, volvió a cubrir su cabeza. En medio de la lectura de la segunda absolución, Arslanián advirtió la situación, se detuvo y dijo: “Señora, le tengo que pedir que se descubra la cabeza, de otro modo tendrá que abandonar la sala”. Hebe de Bonafini se levantó y abandonó la sala.

Los fiscales Julio César Strassera
Los fiscales Julio César Strassera y Luis Moreno Ocampo le piden a Hebe de Bonafini que se quite el pañuelo de Madres de Plaza de Mayo. En la sala no se permitía ningún símbolo político

Después de hablar con Hebe de Bonafini, Strassera y Moreno Ocampo ocuparon sus lugares. Las miradas eran duras y ansiosas. No estaban relajados. Strassera llevaba un traje crema, acorde al calor de diciembre. No dejó de fumar en toda la tarde. Las colillas se amucharon en el cenicero desbordado de su escritorio. Moreno Ocampo, de sobrio traje azul, anotaba (o hacía que anotaba) al tiempo que escuchaba la sentencia.

Los defensores eran un pequeño ejército heterogéneo. Jóvenes, viejos, hábiles, dogmáticos, millonarios o defensores oficiales, con actuaciones insidiosas o involuntariamente graciosas a lo largo del juicio, eso sí siempre adustos y opacos. Se sentaron alrededor de la larga mesa que les estaba destinada. Esa tarde había más espacio en la sala. Los acusados habían preferido faltar. Se habían quedado en sus casas o en su lugar de detención. No querían darle a los medios la satisfacción de tener sus fotos vencidos. Sólo el brigadier Omar Graffigna se hizo presente. Siempre mirando para adelante, eligió un asiento un poco más elevado que el resto, con uniforme militar, cuello erguido y pose altiva se sentó a escuchar la lectura. Se sospecha que ya conocía que sería absuelto. Porque los jueces habían logrado mantener la confidencialidad de muchas de las parte de su fallo pero como en el armado de la sentencia llegaron a participar más de setenta personas, alguien pudo haber filtrado la información sobre la situación personal de Graffigna, que además fue decidida bien temprano en las discusiones. Otro dato a tener en cuenta: los servicios de inteligencia y la mano de obra desocupada miliar estaban al acecho. EL Juicio no era una cuestión más.

Los otros comandantes juzgados no fueron a Tribunales ese día. Videla recibió a su familia en su lugar de detención. Vestía, como siempre, un sobrio sport. Pantalones de tela pinzados, mocasines, una chomba. Había leído los diarios, había rezado y hasta había hojeado algún texto religioso. Lo que solía hacer todos los días. El almuerzo fue frugal y con pocas palabras. De fondo, la radio por si había alguna noticia de último momento o adelantaban la lectura. Por la tarde sólo quedó su esposa. Cuando la voz de Arslanián salió de la radio y dijo reclusión perpetua, el dictador sólo meneó la cabeza. A la esposa, para su sorpresa, en vez de invadirla la indignación o la desesperación, una ola de alivio la invadió. En ese momento se dio cuenta que en ella convivían, al mismo tiempo, la ilusión de una absolución con el pánico a una condena a muerte.

Lo de Massera, como siempre, fue más teatral, tal como lo narró Claudio Uriarte en Almirante Cero, la memorable biografía de Massera (posiblemente la mejor biografía escrita en el país). Como parte del poder residual que mantenía, su lugar de reclusión no era una celda con paredes descaradas, ratas merodeando y rejas como límite. Era un bungalow, cómodo y equipado, en una base militar. Otro de los beneficios: las visitas podían ingresar cuando quisieran. Él ya había prendido la parrilla y destapado un vino. Los que estaban llegando en una camioneta traían la carne. Antes de que el periodista Hugo Lezama y el hijo de éste, los visitantes, bajen del vehículo, ven al hombre que los recibe con una enorme sonrisa y haciendo señas raras con las manos. Lezama tardó unos pocos segundos en entender. Massera abría sus dos manos a la vez, para después cerrarla y dejar sólo dos dedos, en V. Doce. “Doce años, repetía Massera. “Eso es lo que me van a dar”. Lezama le preguntó si había hablado con alguien, si se había filtrado algún dato desde la Cámara Federal. Massera le dijo que no, que lo había soñado.

Luego esperaron que la radio trajera el fallo. Mientras otros miembros de las Juntas estaban con su familiares, a Massera sólo lo había ido a acompañar su ghost writer, su ventrílocuo, el que escribió todos sus discursos y hasta el alegato en el Juicio. El ex almirante estaba exultante. Al momento del comienzo de la lectura de la sentencia, ya tomaban whisky y picaban salamín.

En el banquillo de los
En el banquillo de los acusados: Lambruschini, Videla, Massera y Graffigna (NA)

Cuando escuchó cadena perpetua, Massera se derrumbó. Envejeció varios años en un instante. Tal vez fue ese, el primer momento en el que supo que todo había terminado para él. Que sus desvaríos no lo iban a poder evadir de su destino.

La sentencia fue emitida por televisión. Era la primera vez en todo el juicio que las cámaras iban a poder transmitir en directo y con sonido. Hasta allí se había decidido que las imágenes eran con cámara fija y sin que se escuchara lo que se decía. Las radios y los canales unificaron su transmisión, como si se tratara de una cadena nacional. Todos querían saber la decisión final.

En la casa de los D’Alessio como contó Pepe Eliaschev en su libro Los Hombres del Juicio toda la familia se sentó a esperar el fallo frente a la tele. Vieron a su papá entrar, sentarse en el estrado al lado de los otros cinco jueces. Cuando terminó la lectura, se levantaron sin decir demasiado. No sabían qué se iba a decidir, su padre mantuvo el secreto. Sentían que las sanciones habían sido leves. Ana, la madre, la esposa del jueza, les dijo a sus hijos: “Chicos, no les dieron mucho, pero tampoco les dieron poco”.

Las perpetuas iniciales resonaron como una bomba. Venían acompañados de inhabilitación absoluta perpetua y destitución. Las condenas para Videla y para Massera fueron severas y ejemplares. Luego hubo otros tres condenados. Viola, Agosti y Lambruschini con penas que iban desde los 17 años hasta los 4 años y 6 meses. Los otros fueron absueltos. Pero la sentencia no cerraba los caminos. De hecho establecía expresamente que debía intervenir la justicia en otros cientos de casos; abría la posibilidad a más de 450 juicios futuros. Los jueces contaban con que los juicios seguirían y que, por ejemplo, a la última Junta le tocaría una severa pena por Malvinas.

El entramado jurídico que construyeron los seis juristas debió ser construido con cuidado. No querían ser acusados de parcialidad y eran conscientes de que el Juicio era un hecho con múltiples dimensiones. Sin dudas era un hecho político pero primordialmente era un acto jurídico que no debía mostrar fisuras estructurales.

Los 9 acusados fueron (de
Los 9 acusados fueron (de izquierda a derecha) Armando Lambruschini, Leopoldo Galtieri, Orlando Agosti, Jorge Rafael Videla, Omar Graffigna, Jorge Anaya, Basilio Lami Dozo, Roberto Viola y (semitapado) Emilio Massera (Télam )

Cuando tomaron la famosa Causa 13, la que dio origen al Juicio, muchos vaticinaron -hasta se los dijo un miembro de la Corte Suprema- que nunca terminarían su tarea. Que serían sepultados por recursos, apelaciones, presiones, maniobras intencionadas, operaciones de los servicios. La democracia era demasiado joven, demasiado frágil como para encarar una tarea inédita en el mundo. Nadie había juzgado a sus propios dictadores en un estado de pleno derecho, otorgándoles todas las garantías procesales y constitucionales. Ese era el gran triunfo de la democracia, esa era nuestra esperanza como país. Marcaba que, al menos por una vez, no habría impunidad.

Hoy se vive con naturalidad que los comandantes hayan sido juzgados. Pero en ese momento parecía algo impensable. La decisión política del presidente Alfonsín fue determinante. Pero también la independencia de la que dotó a los jueces. Y la notable determinación de estos.

Lo que el paso del tiempo ha borrado fueron, en especial, dos cuestiones. Por un lado las terribles presiones a las que se vieron sometidos los miembros del tribunal. En el frente de la casa de D’Alessio explotó una bomba casera, otros recibieron llamados intimidatorios, a Arslanián lo siguieron durante varios días. Varios de sus colegas dejaron de saludarlos. Nadie estaba demasiado convencido de que el Juicio fuera lo mejor. El peronismo había apoyado la autoamnistía de los militares y después se había opuesto a la Conadep y al Juicio. Muchos de los organismos de Derechos Humanos tampoco lo validaron. La otra cuestión que se olvida es que tras las sentencias fueron muchos los que hablaron de decepción, que esperaban penas más severas. Hasta aquellos que habían dicho en cada oportunidad que tuvieron que juzgar a los comandantes era una locura, tras el fallo salieron, en un camaleónico y disparatado movimiento, a criticar la falta de dureza de las condenas.

El fallo eligió lo que los magistrados llamaron “colchón” separándose de lo esgrimido por la fiscalía: en vez de atribuir cada caso a cada Junta, lo asignaron al comandante del arma que lo cometió. Fue por eso que Agosti recibió una pena tan leve. Además hubo un trabajo obsesivo para probar cada uno de los casos y sus circunstancias.

Pese a todas las críticas, el Juicio a las Juntas y su fallo tuvieron una importancia central en esos años y en la consolidación democrática. Se les dio voz a más de 800 testigos que por primera vez y ante un organismo oficial (la tarea ciclópea de la CONADEP fue indispensable: seguirá siendo por mucho tiempo la institución democrática más valiosa de la Argentina moderna), de manera pública, pudieron relatar los hechos.

Massera, Graffigna, Viola, Lami Dozo,
Massera, Graffigna, Viola, Lami Dozo, Agosti y Galtieri

Se demostró de manera cabal la existencia de un plan criminal. Desapariciones, secuestros, muertes, torturas, robos que respondía a una planificación. En algún momento previo al inicio de las audiencias hasta se habló de que los militares habían ofrecido hacerse responsables y evitar así el juicio. La trascendencia de esas audiencias en las que el horror quedó expuesto y en las que el estado respondía con sus instituciones con mecanismos democráticos sigue siendo ejemplificadora. El transcurso del tiempo y el deterioro institucional posterior, junto a la endeble división de poderes, sólo logran agigantar la dimensión de lo realizado 35 años atrás.

Terminada la audiencia los periodistas quisieron hablar con los fiscales, que se mostraron cautos. Dijeron que había que esperar a leer todos los considerandos, que estaban satisfechos por alguna de las penas y en especial porque había sido reconocida su tesis de que se había tratado de un plan sistemático. Luego, Strassera y Moreno Ocampo, mientras los periodistas corrían a las redacciones para cerrar la edición que en pocas horas debían estar en las calles, fueron a tomar café y a comer un tostado a uno de esos bares desangelados que rodean Tribunales.

El día terminó en lo de Gil Lavedra. Allí se juntaron los camaristas con sus esposas. También invitaron al fiscal Strassera. Cenaron y tomaron vino. Mucho vino (Arslanian y Gil Lavedra habían tomado la precaución de comprar varias cajas). Festejaron el trabajo realizado, haber llegado a la meta. Atrás habían quedado los enojos, las disidencias y hasta el miedo. Contaron anécdotas, repitieron historias que todos ya conocían, recordaron los malos momentos, los testimonios terribles. Eran hombres satisfechos que habían hecho su trabajo: un trabajo que nadie había encarado hasta el momento.

Las charlas siguieron en el jardín. Nadie se quería ir, nadie quería terminar la noche. Esos hombres que hasta hacía unos meses sólo se conocían de referencias, ahora eran amigos, estaban unidos por haber atravesado una tormenta y haber sobrevivido, por haber hecho historia. Cuando aparecieron las primeras luces del amanecer nadie intentó irse. No había motivo para terminar el encuentro. Uno de ellos, uno de los poco que podía levantarse, fue al kiosco y trajo todos los matutinos. Alguno terminaba lo que quedaba de vino en su copa mientras la mayoría acompañaba la lectura con abundantes tazas de café con leche. Veían las portadas y leían las noticias del día pero sabían que eran crónicas y análisis de un hecho histórico. Ya en la madrugada del 10 de diciembre, esos siete hombres se sumergieron en esas páginas que, a pesar de lo que se suele decir de los diarios, ellos sabían que no estaban destinadas a envolver huevos: sabían que los diarios de ese día no envejecerían nunca.

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