Benjamín Génova tenía 17 años cuando supo que estaba embarazado. Ya sabía que era un hombre trans aunque todavía no había podido ponerlo en palabras y su situación era, en ese entonces, “terrible, trágica”. Se había ido de casa escapando de la violencia que despertaba en su papá su identidad de género, se había visto obligado a dejar el colegio, ya tenía una hija a la que no podía cuidar y vivía -en la calle o donde alguna amiga le hiciera un hueco- sin más pertenencias que lo que entraba en una mochila.
“Imaginate vos en esa situación. ¿Cómo podía pensar en tener otro hijo?”, pregunta a Infobae desde Neuquén capital, donde vive. A pesar de que no están específicamente nombradas, a historias como las de él también apunta el proyecto de despenalización y legalización del aborto que esta semana empezó a ser debatido en el Congreso. El proyecto -que aspira a convertirse en ley pronto- habla de “regular el acceso a la interrupción voluntaria del embarazo (...) de las mujeres y de personas con otras identidades de género con capacidad de gestar (...)”.
Se refiere a las masculinidades trans y también a las personas no binarias (en este caso, quienes fueron asignadas al sexo femenino al nacer pero no se consideran ni hombres ni mujeres).
Benjamín se crió en una zona rural del Alto Valle de Río Negro con sus padres y tres hermanos. “Se esperaba que yo fuera la hija mujer. Fue bastante difícil la infancia por esto de no poder contar quién era yo, porque no es algo que me pasó de adulto, siempre lo supe. Pero bueno, no podía ponerlo en palabras porque en la escuela no había nadie como yo, pensaba que estaba enfermo y lo único que había visto eran personas trans ridiculizadas en la televisión”, recuerda él, que ahora tiene 35 años y es uno de los fundadores de “Varones Trans y No Binarios de Neuquén y Río Negro”, adonde recurren adultos y también familias con niños trans.
Vivía en una chacra, era el final de la década del 80 y nadie en la escuela tenía la menor idea de lo que eran las infancias trans, por lo que las maestras dividían el mundo entre los juegos, los colores y la ropa “de nenas” y “las cosas de varones”. “Recuerdo la voz dulce de las maestras diciéndome ‘pero vos tenés que jugar con las nenas’, ‘sentate como una señorita’, y a mí me encantaba jugar a la pelota. Me lo decían con tanto amor que yo me sentía culpable. No eran malas personas, creían que estaban haciendo lo correcto, pero todo eso me hacía muy mal”.
Benjamín tenía 10 años cuando arrancó “en modo rebeldía” y empezó a sentir que, pese a que en su casa podía usar la ropa de sus hermanos, para salir me tenía que disfrazar de nena”. La resistencia de su papá se agravó en la adolescencia, cuando Benjamín estaba en el epicentro de la confusión: “Tenía muchas dudas que vivía en secreto, mi closet trans. En mi cabeza suponía que si yo era un varón me tenían que gustar las nenas, entonces ¿por qué me gustaban también varones?”.
Fue la falta de información porque hoy sabe que las personas trans tienen vínculos afectivos y sexuales con personas, a secas, más allá de la identidad de género, la genitalidad o la orientación sexual.
“No lo puedo tener, no lo quiero tener”
“A los 14 años me escapé de mi casa porque sufría violencia, era una pibita de 14 años en la calle. No había cumplido ni 15 cuando tuve a mi primera hija”.
Benjamín no recuerda nadie que le hablara de abuso pero sí “la violencia obstétrica que sufrí en el hospital porque tenía 14 años y estaba teniendo una hija en soledad, sin marido. ‘Bancátela, pendeja’, me decían las enfermeras. Me trataron tan mal que me acuerdo que la bebé lloraba, yo no sabía qué hacer y tenía terror de llamarlas para pedirles ayuda”.
Tuvo que volver a la casa familiar “pero la violencia seguía y a los 16 años me tuve que ir de nuevo. Dejé a mi hija con mis viejos, si yo ni siquiera tenía donde vivir. Volvía a la calle y tenía sólo una mochila con una muda de ropa”, sigue. “Un año después, a los 17, me encuentro en esta situación en la que me entero que estoy embarazado otra vez. Lo primero que pienso es ‘no lo puedo tener, no lo quiero tener y no lo voy a tener’”.
Sobre aquello, Benjamín tiene dos cosas claras: que la decisión de interrumpir ese embarazo fue un acto de responsabilidad; también que se podría haber muerto en ese aborto clandestino.
“Sí, responsabilidad. No tenía un trabajo fijo, sobrevivía vendiendo pan relleno por la calle, pedía cigarrillos a los que pasaban. No tenía educación, sólo había tenido intentos frustrados de empezar el secundario, no tenía un lugar fijo donde vivir. Mi hija había quedado en lo de mis viejos porque yo no le podía dar nada, ¿cómo iba a tener otro hijo?”, cuenta él, que ahora trabaja en la Dirección Provincial de Diversidad y está estudiando para ser docente.
No estaba en pareja ni nada parecido “y tomé la decisión aunque tenía mucho miedo, no conocía personas que estuvieran acompañando abortos y pudieran orientarme. Tenía miedo de ir a preguntar al hospital cómo me podían ayudar, encima yo vivía en Allen, una ciudad muy chica y muy conservadora, y era el mismo hospital en el que me habían tratado mal cuando tuve a mi hija”.
Una amiga querida le habló de un yuyo que podían comprar en la farmacia, prepararon una especie de té, lo pusieron en la heladera y Benjamín lo fue tomando, un vaso tras otro, como si fuera jugo.
“Unos días después empecé con un dolor muy fuerte a la altura de las caderas y en la cintura. Después empezaron a dolerme las piernas, me costaba caminar. Yo creo que eran contracciones, conozco bien ese dolor”, recuerda. “Por suerte vinieron unos amigos y cuando me vieron como estaba, cuando vieron que gritaba del dolor, me llevaron de urgencia a la guardia del hospital. Cuando entré, ya sangraba. Me dejaron horas en observación, me acuerdo que desarmé toda la cama del dolor, arranqué las cortinas, no podía más”.
Dice que quienes lo atendieron le decían “aguantátela, esto lo hiciste vos” y que lo llevaron al quirófano y le hicieron un legrado sin explicarle nada. “Cuando me desperté de la anestesia, ya en una sala común, veo entrar a un policía. Me empezó a preguntar qué había tomado y a decirme que no mintiera, que si había tomado pastillas o me había metido algo lo iban a encontrar. ‘Tarde o temprano nos vamos a dar cuenta’, me decía, no sé, cosas horribles. Yo le recontra juré que no había tomado nada porque tenía terror, no le podía decir a la policía ‘sí, tomé algo, no puedo tener otro hijo, no tengo nada para darle”.
No podía decirlo porque la interrupción del embarazo en casos como el suyo estaba penalizada en la ley que estaba vigente en ese entonces y sigue vigente hoy. En el proyecto enviado al Congreso por el Poder Ejecutivo que empezó a debatirse, en cambio, se establece que “no es delito el aborto realizado con consentimiento de la mujer o persona gestante hasta la semana catorce (14), inclusive, del proceso gestacional”.
Benjamín estuvo un día más internado “y nunca me dijeron que volviera a controlarme, nadie me hizo un seguimiento”. El proyecto en debate sí contempla la llamada “atención post aborto”. “El miedo, eso es lo que recuerdo. Estaba angustiado y profundamente triste, me sentía solo. Miedo a morirme primero y miedo a la policía después. Despertarme y tener a la policía interrogándome fue muy violento, más teniendo en cuenta que yo era adolescente y estaba solo en una habitación, sin una pareja, sin nadie”.
“¿Qué creés que habría sido distinto si el aborto hubiera sido legal, seguro y gratuito en ese momento?”, es la pregunta de Infobae. “Todo. Podría haber ido directamente al hospital y contar la situación en la que estaba, mi decisión, y ser acompañado. Creo que no hubiera sentido todo ese miedo y que no hubiera corrido el riesgo de morirme, porque tuve suerte de que mis amigos me llevaron al hospital. Si yo hubiera estado solo capaz que me quedaba encerrado y me moría, y esa muerte iba a quedar totalmente invisibilizada”.
Paternidad trans
A los 20 años el paisaje de su vida había empezado a cambiar. Se había mudado a Cipolletti, había conseguido trabajo en un galpón de empaque y podía pagar su comida, su vivienda.
“En ese contexto conozco a un chico y al poco tiempo nos enteramos del embarazo. Fue mi decisión seguir adelante esa vez, porque ahora sí podía, sí quería, le podía dar de comer, comprarle ropita, pañales, y tenía al lado a una persona que se hizo cargo, que me dijo que iba a acompañar mi decisión, que estuvo presente y sigue estando presente hasta el día de hoy”.
Cuando su segunda hija tenía 5 años, Benjamín vio en Gran Hermano a Alejandro Iglesias, un joven que dijo “soy un varón trans” y le puso nombre a lo que a él le pasaba. “Yo también”, pensó Benjamín, es eso. En 2013 arrancó con el tratamiento de hormonización, después hizo el cambio registral para que su DNI dijera Benjamín, y todavía está peleando para poder actualizar los DNI de sus hijas (porque las partidas de nacimiento tienen su nombre anterior). El mismo día en que su hija mayor cumplía los 15, él entraba a un quirófano para sacarse las mamas.
Sus hijas -las llama “mis nenas”- ya tienen 20 y 15 años y tienen una gran relación. La mayor vive en pareja con un varón trans; la más chica, con él.
“Yo traté de enseñarles siempre que a las personas hay que respetarlas como son. Cuando les conté que estaba haciendo la transición, fue fantástico. A la más grande le costó menos, fue automático. La más chiquita fue haciendo una transición también, pasó de decir ‘mi mamá’, a decirme ‘ma’, a decirme ‘pa’, a llamarme ‘papá’. Ahora me dice ‘papá' y a mí se me cae la baba”, se despide Benjamín.
Sobre el final hace foco en una frase, la frase de los carteles en las marchas, la que dice “la maternidad será deseada o no será”. “Lo mismo corre para las paternidades trans, como la mía. La paternidad trans será deseada o no será”.
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