Fue un cambio de planes a último momento: una decisión mínima que todavía hoy, con el diario del lunes, le genera alivio. Alguien avisó que ninguna pareja iba a llevar a sus hijos al cumpleaños, por lo que Liliana y quien entonces era su marido dejaron a las nenas con sus abuelas: la de 5 años con una, la de 3 con la otra.
“Menos mal”, repite y suspira Liliana, 12 años después de aquella noche. Cuando le permitieron volver a verlas, era una mamá distinta: una sobreviviente de un accidente feroz, una mamá sin piernas.
Liliana Méndez se había puesto en pareja en la adolescencia, había tenido a su primera hija poco después y tenía 22 años la madrugada en que su vida cambió para siempre. “Fue de estúpidos, esa es la verdad”, cuenta ahora a Infobae desde Trelew, donde todavía vive, y se refiere a que es probable que la edad les haya hecho subestimar el riesgo de ir a semejante velocidad.
Era 20 de abril de 2008, ella y el padre de sus hijas tenían un Ford Falcon azul y formaban parte de un grupo de fanáticos de ese auto. “Volvíamos de un cumpleaños en Playa Unión en caravana. Éramos como 20 Falcon”, reconstruye. Iba a ser un recorrido corto: el balneario Playa Unión, en la provincia del Chubut, queda a unos 10 minutos de Rawson, a donde pensaban ir a bailar. “Manejaba mi ex marido, a alta velocidad, sí. Recuerdo que pasamos el puesto policial y que le grité ‘¡guarda!’”. Pero ya era tarde.
A eso de las 4 y media de la madrugada, el conductor perdió el control del Falcon y chocaron contra un poste de luz de cemento: el auto se partió en tres pedazos. “Salí despedida y fui deslizándome por el asfalto, como si arrastraras fuerte una bolsa de papas por el suelo. Era una doble vía y frené de la mano contraria, me acuerdo de todo porque nunca perdí el conocimiento. Cuando caigo en firme abro los ojos, había quedado acostada boca arriba y sentía piedras dentro de la boca, como pedregullo. Cuando me quise sentar vi que ya no tenía las piernas”.
Una nube de tierra los envolvía, su ex marido corría desesperado y sin zapatillas, la gente gritaba alrededor. Le pedían que aguantara, que no se durmiera, le hablaban de sus hijas. “Se me cortó la arteria femoral, me estaba desangrando”, sigue ella.
La chapa del Falcon le había provocado una doble amputación “pero yo como que había perdido el sentido, no caía. Llegó un policía corriendo y me metió la mano en el pantalón, donde tenía cortada la arteria. Yo pensé que me quería bajar la ropa y empecé a pelear para que no me tocara, pobre. Fue la persona que me salvó la vida, porque me hizo un torniquete con mi cinturón. Se llama Javier Artal, lo conocí hace poco y se lo voy a agradecer siempre”.
Fue en la camilla, mientras intentaban subirla a la ambulancia, que Liliana sintió por primera vez la falta de estabilidad: “¡Me voy a caer!”, gritaba, mientras los paramédicos le juraban que eso no iba a pasar. Todavía le causa cierta gracia el escándalo que armó cuando, ya en el Hospital Santa Teresita de Rawson, le dijeron que le iban a cortar una camperita nueva de Scombro que le habían regalado para su cumpleaños número 22, un mes antes.
“Joven terminó con sus piernas amputadas en un terrible accidente en la doble trocha”, tituló el diario Chubut la mañana siguiente. No dice su nombre pero sí que su estado era “desesperante”. De hecho, de esos primeros días en el hospital, Liliana recuerda haber visto pasar a mucha gente. “Es que decían que me iba a morir, era lo más probable”, por eso fueron amigas de la infancia, vecinos, familiares que hacía años no veía.
Era un hospital pequeño: tuvo suerte de que hubiera sangre para las 34 transfusiones que tuvieron que hacerle y que lograron controlar la infección que había provocado la chapa del auto en el corte.
“No sentí dolor en el momento pero después ni la morfina lo calmaba. Cada vez que había que moverme sentía que se me desgarraba el cuerpo. Tenía golpes por todos lados, los vidrios clavados en la espalda”. Pasó un mes internada pero la peor parte -asegura- comenzó cuando le dieron el alta y regresó a su casa, en un segundo piso, en una silla de ruedas que ni siquiera pasaba por la puerta del baño, donde ya tampoco podía agacharse ni para bañar a sus hijas.
Volver
Milagros, de 5 años, estaba terminando el jardín. Ciana, de 3, no había empezado. “Esa parte la sufrí bastante, ¿cómo iba a bañarlas si otros me tenían que bañar a mí? Hoy me subo a una silla de ruedas y hago cualquier cosa pero en ese momento era una dependencia total. Me levantaba a la mañana, me iba a parar medio dormida y de golpe, al piso. Además, el impacto emocional: cuando llegué a mi casa me habían llevado las botas y las zapatillas para que no me pusiera mal cuando viera lo que yo usaba en los pies”.
Menos a la familia, la onda expansiva ahuyentó a todos. “De los supuestos amigos de los 20 Falcon no quedó ninguno”. Y habla de algo que suele pasarle a las personas que tienen una discapacidad adquirida producto de una enfermedad o de un accidente:
“Hay gente que cree que tiene que venir a decirte algo muy elaborado y como no saben qué decir, se borran. Nada, flaca, cebame un mate, decime que todo va a estar bien aunque sea mentira, llevame a las nenas al jardín, tendeme la cama, invitame un helado. Nada de lo que puedas decir me va a hacer crecer las piernas, solo estate un rato conmigo, abrazame”.
Sus piernas ya no estaban pero Liliana tenía lo que se conoce como “sensación de miembro fantasma. Seguís sintiendo dolor, porque tu cerebro sigue enviando información. Yo sentía que algo me cortaba el dedo chiquito, la sangre corriendo por las piernas. Todo una imagen y un dolor que no me dejaba comer, pensar. Fueron días muy grises, el duelo de lo que ya nunca iba a ser igual”.
El accidente había sido tan conocido que muchos en Trelew -que en ese entonces no llegaba a los 100.000 habitantes- sabían la historia de “la chica del accidente”, pero Liliana estaba guardada, enojada, triste, y nadie conocía su historia de primera mano, mucho menos cómo era su nuevo cuerpo.
Tenía la opción de seguir su vida en silla de ruedas pero decidió que iba a intentar volver a pararse. Una vez terminada la cicatrización, le hicieron unos vendajes cónicos y empezaron a amoldar sus piernas con pilones para colocarle prótesis. “Y a los cuatro meses del accidente me volví a parar”. A los 6 empezó a caminar con prótesis, pero seguía siendo una joven coqueta de 22 años, por lo que mantuvo siempre sus nuevos miembros inferiores escondidos.
Fueron muchos años de volver y volver sobre lo que había pasado. “Algunos creen que el destino de una persona está escrito. Yo no, yo pienso que lo que pasó fue consecuencia de malas decisiones. Si la persona que iba al lado mío andaba a mil por hora era obvio que algo podía pasar”, sostiene.
“Más allá de eso yo aprendí muchas cosas. A quejarme menos, seguro. Eso se lo digo a mis hijas, que ya son adolescentes: yo también me quejaba porque tenía que caminar o tomarme un colectivo cuando tenía su edad, no saben lo que yo desearía tener mis piernas para hacerlo hoy. O no sé... sentir la agüita del mar en los pies”.
Cinco años después del accidente, Liliana quedó embarazada de su tercera hija. “Tuve miedo, pensé que con la panza me iba a tumbar para adelante, pero no, fue un embarazo hermoso”. Sin embargo, su matrimonio ya venía agonizando y enseguida se separó y terminó viviendo con sus tres hijas en la casa de su mamá. Fue un nuevo golpe pero terminó siendo el inicio de la resurrección.
Yo, en minifalda
Era 2013 y la beba tenía seis meses cuando Liliana salió por fin de su casa y empezó a trabajar en el sector de atención al público de la Obra Social de camioneros. Fue en ese contexto que salió un viaje de apuro a Buenos Aires y su ortopedista le avisó que no le daba el tiempo para cubrir con goma espuma sus prótesis, la técnica que usaban para que se parecieran más a las formas de las piernas.
“Yo dije ‘¿qué?’. Me muero, yo no salgo a la calle así, con los dos palitos pelados”, se ríe ahora. “Pero no me quedó otra, esa era yo. Me acuerdo que en mis redes sociales tenía pocos amigos y nadie sabía lo que me había pasado, a lo sumo sabían que era ‘la chica del accidente’. Yo jamás me sacaba una foto de la cintura para abajo. Pero ese día, después de ese viaje, me puse una pollera y le dije a mi hija: ‘Sacame una foto’. Ella abrió los ojos grandes y me dijo ‘pero mamá, se te ven’”.
Liliana sonrió, le dijo “dale, sacame” y subió la foto a su cuenta de Facebook. “Y ahí empecé a contar mi historia por primera vez. Entendí que no había elegido lo que me había pasado y que aceptarse es un proceso muy personal pero bueno, había llegado el momento de decir ‘esta soy yo ahora a partir de lo que tengo, de lo que hago y de lo que me quedó’”, sigue.
No fue instantáneo, no fue la magia de Disney sino un proceso, porque en esa época Liliana volvió por primera vez a una playa y no se animó a sacarse las prótesis delante de los turistas para meterse al agua.
“Pero le busqué la vuelta. Alquilé un bote, me metí hasta el fondo, remé con los brazos y cuando estaba sola, me saqué las prótesis y me tiré al mar. Fue una de las sensaciones más lindas de mi vida”.
Jamás había pensado en ser deportista pero se enganchó tanto con el canotaje que ahora forma parte de un equipo de personas amputadas llamado “Los cuatro mosqueteros” que compite en tetratlones (ella hace canotaje y los otros pedestrismo, bicicleta y esquí). Desde la Fundación Jean Maggi, además, le regalaron una bicicleta de mano (se impulsa con los brazos) “que me cambió la vida. La uso para competir pero también para salir a pasear con mi familia, algo que nunca había podido hacer”.
Salir de la oscuridad le trajo, además, un nuevo amor: Pablo Perrotta, un joven profesor de cross fit y dueño de un gimnasio que le envió un mensaje a sus redes después de ver su sonrisa en una nota de un diario local y leer su historia.
“Empezamos a conversar, a vernos y un día él me dijo que quería ir más allá, probar. Yo me atajé bastante, eh”, se despide Liliana. “Le dije ‘pero mirá que yo no puedo correr’ y él me dijo ‘no me importa’. Y yo: ‘Pero mirá que no puedo caminar mucho’ y él ‘no me importa’. ‘Pero mirá que todo el mundo te va mirar’, y él ‘no importa’. Ya hace tres años que estamos juntos y es lindo estar con alguien que no sienta vergüenza de vos. Yo lo adoro, lo admiro, es mi compañero. Ya no tengo pudor en sacarme las prótesis y meterme al agua delante de todos. Pablo siempre me dice ‘si lo necesitás, yo soy tus piernas’. Así que me las saco, me carga a upa y nos metemos juntos”.
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