Fueron dos las veces que Lucrecia parió a Lucrecia.
La primera, el 22 de septiembre de 1979 a las 9.30. La beba llegó al mundo con 3.5 kilos y nada hacía presagiar que tendría una vida difícil.
La segunda, fue el 19 de mayo de 2017 a las 7.30, cuando ambas entraron al quirófano del Hospital Italiano y Lucrecia Gordillo de Grimaldi le donó su riñón izquierdo a su hija Lucrecia “Lulú” Grimaldi, de 38, que estaba anestesiada, boca arriba, en la camilla de al lado.
La emoción de la primera vez, se repitió con mucha más intensidad en la segunda oportunidad. Porque en esta ocasión más que recibir a la vida, se ahuyentaba a la muerte.
La bacteria asesina
Lulú, así llamaban a su segunda hija Lucrecia y Arturo Grimaldi, era una beba perfecta hasta que por esas cosas del destino una bacteria anidó en ella. A través de alguna comida, traspasó las defensas de Lulú que empezó con vómitos y diarrea mientras pasaban un fin de semana de campo en Monte, provincia de Buenos Aires. Lo que en principio parecía una descompostura de una beba de 18 meses, se complicó rápidamente. En Buenos Aires, comienzan las idas y vueltas. Al tercer día, el pediatra que Lucrecia pide a domicilio, llega antes de la hora pactada. La encuentra tan mal que dice: “Vamos ya al sanatorio, las llevo en mi auto”. Bajando en el ascensor, en brazos de su mamá, Lulú tiene la primera convulsión. El médico conduce veloz hasta el Hospital Alemán. Entran al sanatorio y Lucrecia lo sigue con Lulú a upa, desesperada, por los pasillos. Pero antes de entrar a ningún consultorio el pediatra le quita la beba de los brazos, la pone sobre una camilla y le empieza a hacer respiración boca a boca. Lucrecia se queda en un rincón, mirando sin ver. Una angustia difícil de olvidar: “Estaba en shock y decía en voz alta -¡Vos no te vas a morir, vos no te vas a morir!. Ese pediatra le salvó la vida”.
Lulú tiene más convulsiones y paros cardiorrespiratorios. Está grave. Allí les informan que padece algo llamado Síndrome Urémico Hemolítico (SUH) y la derivan al Hospital Italiano, donde está el mayor experto en el tema y quien describió la enfermedad: el pediatra Carlos Arturo Gianantonio.
El SUH no era una afección tan conocida por ese entonces. Pero el doctor Gianantonio, un referente mundial en su investigación, seguirá de cerca a la pequeña Lulú. El SUH es, en general, producida por algunas cepas de la bacteria Escherichia coli que afectan el aparato circulatorio y termina dañando los órganos, en especial a los riñones. La bacteria suele estar presente en los alimentos (como la leche y la carne) y en el agua, y ataca principalmente a los niños menores de cinco años. Es una enfermedad grave que puede provocar la muerte. En menores, durante la etapa aguda de la enfermedad, la mortalidad es de entre el 2 y el 5.6 %. Muchos de los chicos que la atravesaron llegan a la adultez con insuficiencia renal crónica y terminan trasplantados.
Esto es lo que tiene Lulú con solo un año y medio de vida. Es clave que empiece a hacer pis, dicen los que saben. Las enfermeras pesan cada pañal de la beba con esperanzas de que esté mojado. En el día 21 de diálisis peritoneal, ocurre el milagro: orina por sí misma.
Lulú salva su vida, pero el costo es alto: sus riñones funcionan al 50 por ciento.
Lo más importante, le dicen a su madre cuando las mandan a su casa, es que se cuide con todo lo que coma por el resto de su vida. Si lo hace con extremo cuidado puede retrasar la necesidad de un trasplante renal.
La infancia de Lulú será, desde entonces, muy controlada por Lucrecia quien pesa los alimentos, evita lo proteico y prohíbe la sal. Nada de papas fritas en los cumpleaños ni cosas que puedan hacerle mal.
Lulú cumple a rajatabla los mandatos bajo la mirada estricta de su madre, quien sabe que la calidad de vida de su hija depende de eso. No hay grandes conflictos porque la pequeña es muy obediente.
Tan autoexigente es Lulú que este tema lo tratará, en el futuro, en sus sesiones con su psicóloga: “Esa manera de ser tan estricta no solo afectaba la alimentación, sino que se repetía en todas las facetas de mi vida. Tuve que trabajarlo mucho en terapia. Pero en ese momento fue vital que fuera así, era cuestión de vida o muerte. Que te revivan, la angustia de tus padres… todo lo que nos pasa queda grabado en nuestras células”, analiza.
En su vida no había lugar para las equivocaciones.
Lucrecia, su madre, coincide: “Cuando le ponés un límite tan estricto a un chico, no discrimina que el límite es solo por la comida. Lulú aplicaba ese rigor en todo, en el colegio y en los estudios. Se estresaba porque se autoexigía”.
Vivir sin miedos
Su madre tenía presente que lo vivido podría no resultar sencillo. “Cuando ella cumplió 11 años la llevé a un psicólogo. Iba a empezar la adolescencia y pensé que podía enojarse y que eso podría hacer que se dejara de cuidar. Lulú se negaba a ir. Durante todo el viaje al psicólogo, iba llorando. A veces, me enteré mucho tiempo después, se escondía en el pallier del edificio y ¡no entraba!”, cuenta Lucrecia. Quizá no sea casual sino algo causal el hecho de que Lulú se haya licenciado en psicología.
Sin embargo, durante la adolescencia Lulú fue feliz y se permitió vivir con más libertades. Incluso pasó por alguna que otra borrachera típica de la edad.
“Yo la llevaba a control y un año antes de terminar el colegio le preguntó al médico ¡si se podía emborrachar en el viaje de egresadas!. El médico le dijo que sí”, recuerda Lucrecia para demostrar lo prolija que era Lulú que hasta pedía permiso para sacar los pies del plato.
A los 20 años se puso de novia con Pablo Massone. Se habían conocido por una amiga en común. Ella estudiaba psicología y él ingeniería industrial. Cuatro años más tarde pusieron fecha de casamiento. Pero seis meses antes, el nefrólogo de Lulú, con los resultados en mano de sus estudios, le dio una sentencia que la paralizó: se tenía que olvidar de ser madre. Era demasiado peligroso para su salud. Lulú le dijo a Pablo algo que le parecía justo: si él quería, suspendían el casamiento, ella no iba a poder tener hijos. Pablo no tuvo que pensar nada y su respuesta fue contundente: “Yo me caso con vos, no con tus hijos”.
Ella, que trabajaba en un jardín de infantes, se animó a dar un paso más y puso su propio kinder para niños de 1 a 3 años. Fue una etapa agradable y plena porque los análisis de sus estudios estaban dando bastante bien. Ella soñaba con tener varios hijos así que, decidida a desafiar los pronósticos médicos, dejó de tomar sus medicamentos. Avanzó sin dudas con el diagrama que tenía para su vida: consiguieron sus óvulos e intentaron una fertilización in vitro.
Nace Jerónimo
Los especialistas lograron cuatro embriones y le transfirieron dos a su útero. Uno prosperó. Pura felicidad. Pero en la semana 28 de la gestación sus riñones colapsaron. Otra vez, la tremenda desazón. Había que interrumpir el embarazo. Jerónimo nació tres meses antes de lo esperado, el 18 de diciembre de 2009. Los dos estaban en riesgo: Lulú en terapia intensiva y el diminuto bebé de un kilo en neonatología.
Pero la extrema prematurez conlleva riesgos. Uno es el requerimiento de oxígeno. Jerónimo estuvo intubado con un respirador común desde que nació. Pero al tercer día los médicos le pidieron autorización a Lulú para ponerle un respirador de alta frecuencia porque no le estaba alcanzando para respirar bien al bebé. La consecuencia fue que Jero quedó con parálisis cerebral.
Lulú no se permitió bajones y se abocó a él ciento por ciento.
El hogar temporario
Un día, su suegro Carlos Massone dejó caer un comentario sobre lo bien que le haría a Jero tener un hermano. Lulú paró la oreja.
“Yo tenía todavía dos embriones congelados, pero sabía que mi cuerpo no iba a resistir un embarazo más, era muy consciente”, recuerda. Pero seguía soñando con la familia numerosa y la idea de tener a esos futuros hijos en stand by la inquietaba. La tele, por esa época, estaba poblada de casos de alquiler de vientres. Era la novedad. Lulú no tuvo prejuicios, en seguida se dio cuenta de que era la salida.
No era algo fácil de concretar porque no se hacía en el país. Había que viajar a Estados Unidos, trasladar exitosamente los embriones freezados, encontrar una madre que quisiera hacerlo y, además, tener mucho dinero. Todo el proceso sumaba más de 100.000 dólares que no tenían.
El primer escollo fue convencer a Pablo que tenía la sensación de que ese proceso era algo ilegal. Una vez que él le dijo que sí, los padres de Lulú decidieron que ellos les darían el dinero.
Así fue que, vía Skype, empezaron el camino de la subrogación de vientre entrevistando a las posibles madres portadoras. Hasta que dieron con una mujer, en Miami, llamada Yanelli Mercado. Hubo sintonía desde el principio.
En noviembre de 2013, los embriones viajaron y fueron transferidos a Yanelli. Un domingo por la tarde, un par de semanas después, tuvieron la increíble noticia: ¡habían prendido los dos embriones! Había dos bebés en camino. La familia numerosa se haría realidad.
Durante el embarazo Lulú no pudo viajar, tenía que ocuparse de Jero y de su frágil salud. Pero mantenían contacto permanente. Llegaron antes del parto que se realizó en el Memorial West Hospital de Miami, el 11 de julio de 2014. Lulú fue quien cortó el cordón de las mellizas: Juana y Olivia. Cuando habla de Yanelli no tiene otras palabras que puro agradecimiento: “Ella es parte de nuestra familia, es la mujer que les permitió que existieran”.
La alegría no fue completa. El papá de Lulú llegó a conocer a sus nietas, pero murió de un cáncer fulminante dos meses después.
En el año 2016, Pablo escribió la increíble experiencia familiar en el libro “Casa alquilada: un lugar donde nacer”.
Los riñones no funcionan
El año 2015 transcurrió relativamente tranquilo, pero desde febrero de 2016 Lulú empezó a experimentar algunas cosas raras. Tenía dolores de cabeza, se puso un DIU hormonal que su cuerpo expulsó, le subía el potasio… El 3 de septiembre de 2016, fue a buscar unos estudios de laboratorio de rutina y la técnica salió a su encuentro: “Tenés muy alta la proteinuria tenés que llamar a tu médico”.
La frase la dejó temblando. Ella sabía que tener alto ese indicador era una pésima señal. Miró la creatinina en sangre y estaba en 3.5. Lo normal es tener, como máximo, 1,2. Sus riñones andaban mal porque todos los parámetros estaban desajustados. Llamó llorando al médico que mandó a repetir el examen de sangre, pero siguió dando mal. Su nefrólogo le dijo sin vueltas: “Vas a necesitar un trasplante en el corto plazo”.
Lulú se enojó tanto que cambió de médico: “¿Quién me iba a donar? ¿Qué me iba a pasar? Tenía a Jero con problemas y dos bebitas de dos años…”.
Fue a consultar a otro nefrólogo. Necesitaba contención. Más estudios y, en el mes de octubre, la misma respuesta: “Necesitás un trasplante, sin lugar a dudas”.
Primero descartaron a los que no tenían su mismo grupo y factor de sangre que era 0 positivo. Solo podían ser donantes su madre Lucrecia y el tercero de sus hermanos, Panchi. Lulú pensó que su hermano era demasiado joven y que tenía hijos muy chicos. Lo dejaron como última opción. Además, su madre, dijo muy segura: “Yo quiero ser la donante”.
Hoy Lucrecia lo explica así: “Tenía ese deseo. Era un privilegio poder donarle a mi hija. No tuve que decidir nada. Era lo que más quería en la vida. Ser la donante me hizo feliz. Jamás lo viví como un sacrificio, ni como una pérdida”.
Empezaron los estudios que duraron varios meses.
Mientras, Lulú sentía que su cuerpo se estaba “apagando. Esa era la sensación. No podía caminar, no podía cambiarme ni alzar a las chicas. Mi cuerpo estaba intoxicado”.
Sonrisas y lágrimas al quirófano
El 9 de mayo de 2017, a la una y media del mediodía, le suena el teléfono. Lulú atiende y le informan que el 19 será la operación. Faltan solo diez días.
Se interna el 17 de mayo. Su madre, el 18 por la tarde, en la habitación de al lado. Ambas están en el sector 36.
“Yo estaba muy mal psíquica y físicamente”, reconoce Lulú, “Estaba muerta de miedo”.
La noche anterior a la operación, Lucrecia pasa a visitarla y a darle ánimos. Se sacan fotos. Lucrecia le hace chistes sin parar, quiere que Lulú sonría.
“Mamá es un toro, dice Lulú, en esos momentos saca su mejor versión”. Lucrecia vuelve a su propia habitación un rato después. No tiene miedos.
Lulú se queda con su amiga Maggie, que pasará la noche con ella. Lidiando con su pánico logra dormirse a fuerza de tranquilizantes. Un residente cae a las dos de la mañana, la despierta e intenta explicarle la operación. Maggie se pone firme y le dice que no, que no es hora de explicar nada, que ahora la paciente debe descansar.
Lulú aprovecha la intimidad de esa noche con su amiga para pedirle que, si algo le pasa, quiere que se ocupe de Pablo su marido, que lo contenga. Le recuerda que Pablo perdió a su madre a los 11 años y que su padre no se volvió a casar. Ella no quiere que Pablo pase por la misma experiencia y se quede solo con tres chicos. Desea que él rehaga su vida.
A las cinco entran a bañarla con desinfectante.
Ella le había pedido a Pablo que no estuviera, deseaba que hiciera el pool del colegio de los chicos, como todos los días, y que llegara al sanatorio cuando ya la estuvieran operando. “No quiero que me veas ir...”, le había dicho.
La llevan en una camilla y empieza el peor recorrido de su vida, mirando los techos blancos de los pasillos del hospital. Va temblando. Las lágrimas le brotan con naturalidad mientras las ruedas traquetean hacia el quirófano. La dejan en una sala y, de golpe, ve que su madre está a su lado, en otra camilla. Lucrecia tiene que ingresar antes a quirófano para preparar el órgano.
“Gorda mañana vas a estar sana, ya vas a ver…”, le dice con una sonrisa su madre tratando de aplacar el pánico. Cuando se la llevan, Lucrecia se tapa la cabeza con la sábana blanca y dice riendo: “Pónganme la anestesia ahora… ¡No quiero ver el quirófano!”.
Lulú no puede creer la escena y sonríe.
A Lucrecia le sacan el riñón izquierdo por el ombligo, por medio de una laparoscopía. Un riñón mide, en promedio, unos 11 centímetros de largo, unos 5 de ancho y pesa 130 gramos.
Esos preciosos 130 gramos son la diferencia entre la vida y la muerte.
Lulú, dormida en la camilla contigua, lo recibe en el lado derecho. Ahora tendrá tres riñones. Apenas conectan el que fue de su madre, Lulú hace pis.
En el quirófano se respira felicidad. El trasplante fue exitoso, el órgano funciona.
Lulú abre los ojos a la una y media de la tarde. Lucrecia está al lado suyo y le toma la mano. Se miran, no necesitan decirse nada.
Lucrecia evalúa hoy: “Yo no perdí un riñón, yo gané. Es muy fuerte haber podido dárselo a mi hija”.
La importancia de adueñarse de lo recibido
Los primeros meses todo estuvo muy bien. Hasta que en agosto, los peores miedos reflotaron. Hay rechazo. La pesadilla recomienza. En las biopsias y estudios los especialistas notan que algo está dañando su nuevo riñón. Otra vez el pánico, los hijos que teme dejar solos: “El nivel atroz de incertidumbre es lo peor de todo”, confiesa Lulú sobre esos meses horribles.
Prueban con otros inmunosupresores. Hasta que, por fin, dan en la tecla en agosto de 2018. Unas de las pastillas y sus reemplazos eran lo que causaban el daño renal. A partir de allí todo marcha muy bien.
Hoy toma 22 pastillas por día y una vez por mes le pasan una medicación especial.
“Estoy once puntos”, dice feliz Lulú, la que nunca baja los brazos. Pasa la pandemia con su familia, en un country. Jero ya tiene 10 y las mellizas 6. Corre todo el día detrás de ellos, pero también juega al tenis y practica yoga. Hace una vida normal.
Pero ¿cómo es vivir con el riñón de mamá? Acá aparece la psicóloga Lulú que profundiza: “En el post trasplante hay que reacomodar un montón de cosas. No es gratis psicológicamente donar ni recibir una donación. Siento un eterno agradecimiento: mi madre me dio la vida dos veces. Gracias a ella voy a poder ver crecer a mis hijos, algo que muchas veces pensé no iba a ser posible. Pero tampoco debe haber sentimiento de deuda. Ahora es mi riñón, es propio. No lo tengo prestado. Hubo un proceso para hacerlo genuinamente mío. Conseguir sentir eso, fue un camino que me llevó mucho tiempo. El primer año después del trasplante fue demasiado complicado, estuve muy mal de salud y mamá no se me despegó. Había que cuidar a los chicos y ayudar a Pablo. ¡Tuve unas cuarenta internaciones! Se había consolidado un vínculo simbiótico con mamá que tuve que separar con cuidado para poder adueñarme del riñón y, así, hacerme cargo de lo que a mí me pasa en la vida. A partir de que lo logré, el vínculo con mamá mejoró muchísimo. Hoy mi riñón y yo somos uno”.
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