Una historia terrible. El mar, un animal imponente, hombres curtidos, un naufragio, más de noventa días en el mar, hambre, enfermedad, muertes, asesinatos, canibalismo y unos pocos sobrevivientes. La historia del cachalote voraz que inspiró Moby Dick y del Essex y sus hombres, que sobrevivieron pese a todo.
Nantucket era una isla de marinos y de cazadores de ballenas. Un pueblo de cuáqueros, gente ascética y poco efusiva que desarrollaba un oficio duro. El viaje de trabajo nunca era breve. Zarpaban para volver dos años después. Recorrían todas las aguas del Pacífico persiguiendo ballenas. El barco atravesaba pesadamente el mar hasta que las encontraba. En ese momento lanzaban los botes, las balleneras, y perseguían a los animales imponentes. Un arponero era el encargado de dar el primer golpe. Debía ser preciso. No había segunda oportunidad. Un fallo sólo posibilitaba la furia del animal que con apenas un movimiento de cola convertía al bote en astillas y dejaba a la media docena de hombres desparramados en el agua, lejos de su barco. Luego del arpón, el resto de los tripulantes del bote debían matarlo a lanzazos. El siguiente paso era subirlo a bordo, arrancar la grasa, cortarlo en pedazos y hervirla para que se convierta en aceite, un gran combustible en esos tiempos, el motivo por el que ellos se enfrentaban al peligro.
En tierra mientras tanto quedaban las mujeres que debían llevar adelante la familia, los negocios y hacer que la vida continuase mientras los hombres se perdían años en el mar. Mujeres fuertes para hombres duros y secos.
“Mi ánimo estaba resuelto a no navegar sino en un barco de Nantucket, porque había un no sé qué de hermoso y turbulento en todo lo relacionado con esa antigua y famosa isla, que me era sorprendentemente grato”, escribió Herman Melville en Moby Dick. Y de allí zarpó el 12 de agosto de 1819 el Essex un barco ballenero de 27 metros de eslora comandado por el capitán George Pollard, veterano del mar pese a sus 28 años. Eran 21 hombres que estaban dispuestos a convivir y a sacrificarse durante más de dos años en el mar. Nada raro para ellos. Estar en el agua era su verdadera naturaleza.
El Essex era un barco viejo pero confiable. Había soportado muchas travesías. Pero a poco de salir tuvo una avería importante. Los marineros emparcharon la nave y continuaron. Meses después, el panorama no era muy alentador.
En una de las islas en que se detuvieron, alguien intentó hacer una broma e inició un incendio, que terminó por tomar toda la superficie y matar cada especie que la habitaba. Los hombres lograron escapar a tiempo. El cruce por el Cabo de Hornos había sido tortuoso. Les había llevado cinco semanas. La caza de ballenas escaseaba. El ánimo se resentía y las peleas eran cada vez más frecuentes. La posibilidad de un motín estaba latente. En Valparaíso uno de los hombres desertó. Debieron continuar sólo veinte. Eso preocupaba a Pollard porque cuando llegaban a la zona dónde estaban sus presas, eran tres los botes que salían tras ellas y cada uno necesitaba de seis tripulantes. Por lo tanto sólo dos quedaban en el Essex. Pero en ese puerto también recibieron un dato alentador. Unos marineros habían divisado una colonia inmensa de ballenas. El único problema es que el botín estaba a más de 3.000 kilómetros de distancia. A ellos no les importó demasiado. El tiempo no era un problema. Lo importante era conseguir el aceite de ballena. Se aprovisionaron y partieron hacia sus presas.
En el camino cazaron decenas de tortugas marinas que les servían de alimento. Vieron eso como un augurio alentador.
Tardaron, pero llegaron. La osadía y la paciencia, parecía, serían recompensadas. Una nutrida población de ballenas los esperaba. Bajaron los tres botes balleneros y se lanzaron a la caza. Una ballena impactó a uno de los botes y le abrió una brecha. Tuvieron que regresar al barco. Iniciaron las reparaciones de inmediato; debían apurarse y no perder el tiempo. Mientras martillaban a buen ritmo para reconstruirlo, sintieron un cimbronazo. El barco se conmovió. Habían chocado con algo. O algo los había chocado. Al asomarse descubrieron un cachalote inmenso, casi del largo del barco, debajo de él. Alguien pensó darle con el arpón pero lo disuadieron. Con un coletazo podía destruir la embarcación. Era demasiado grande.
El cachalote, blanco e imponente, se alejó con lentitud. Pero de pronto giró y enfrentó al barco. A toda velocidad, el gigante se lanzó contra el Essex. Lo embistió y todo crujió y comenzó a resquebrajarse. El impacto del gigante bastó para hacer zozobrar al Essex. Cuando esperaban un nuevo ataque, el cachalote, satisfecho, los ignoró y siguió su camino.
El Essex se hundía. La tripulación mantuvo la calma. El profesionalismo se impuso. Los hombres salvaron del naufragio lo que pudieron. Comida, toneles de agua, instrumentos de navegación, cartas navales. Acondicionaron los balleneros con unas velas que lograron sacar de la nave principal y montaron en los botes. Algunas de las tortugas los acompañaron sin saber que servirían de alimento en los próximos días.
Los veinte se dividieron en los tres botes. Cada uno era comandado por un hombre según su jerarquía en el barco. Pollard propuso ir a una isla que era el punto más cercano. Los demás se opusieron. La leyenda asumía que sus habitantes eran caníbales. La otra opción les pareció más razonable. Atravesar más de 3.000 kilómetros hasta llegar a Sudamérica. La experiencia les hacía prever parte de lo que enfrentarían: orcas, tormentas, olas gigantes y hasta hambre. Pero confiaban en sus habilidades y, en especial, en su fortaleza, en sus genes de Nantucket y su milenario trato con el mar.
Navegaron varias semanas hasta llegar a una pequeña isla. Bajaron con más cautela que alegría. No sabían qué podía esperarlos. Pero no se cruzaron con nadie. El racionamiento de las provisiones, en previsión al tiempo que les restaba hasta llegar al continente, hizo que tuvieran un hambre voraz. Atacaron la fauna y la flora del lugar con fruición. Se saciaron con sus pájaros y escasos animales. Encontraron también un manantial de agua. Pero a la semana los hombres se dieron cuenta de que la isla no tenía mucho más para darles, que los alimentos naturales se agotarían en muy poco tiempo. Otra vez salieron al mar. Tres de ellos no quisieron saber nada con volverse a subir a los botes. Se quedaron en la isla; confiaron en que entre los tres lograrían subsistir. La tierra firme, inhóspita y alejada, les parecía más confiable que el agua embravecida.
A los pocos días una tormenta repentina produjo el alejamiento de uno de los botes. El comandado por el tercero en la jerarquía, Obred Hendricks. Lo perdieron de vista para no volver a verlo.
Uno de los botes sufrió previsibles averías. Mientras la mitad intentaba guiarlo, el resto sacaba agua del mismo para que no se hundiera. Los navegantes no se alimentaban y casi no descansaban mientras peleaban contra el mar.
La comida se iba agotando y las raciones cada vez eran más pequeñas. Ya casi no quedaba agua. Algunos en su desesperación tomaban agua del mar salado, lo que sólo empeoraba la situación. El capitán ordenó que cada uno bebiera su propia orina.
En el otro bote, el hombre a cargo, Matthew Joy enfermó. Ante su debilidad parte de sus compañeros saquearon las existencias de alimentos. La falta de autoridad les pareció que los habilitaba a tratar de calmar el hambre desesperante. Joy murió a los pocos días. La desesperación no impidió, hasta ese momento, que la tradición se impusiera. Siguieron como pudieron el ritual. Lo envolvieron en una manta y lo lanzaron al agua. Un entierro acorde a un hombre de mar. Al día siguiente otro hombre murió y una vez más se cumplió el ritual. El agua de mar, la inanición, las enfermedades estaban matando a los náufragos. Todos sabían que el lapso entre una muerte y otro se acortaría de un modo dramático.
Cuando se produjo la tercera muerte en dos días, alguien, no se sabe quien, se animó a decir en voz alta lo que casi todos estaban pensando. Ya no tenían que lanzar el cuerpo por la borda del bote, sino alimentarse del cadáver. Era una cuestión de supervivencia. Era irracional, sostuvo, tirar al mar lo único que podía alimentarlos. El canibalismo, en esa situación extrema, era su única salida, la única manera de poder durar unos días más. En el medio, otra tormenta nocturna separó los dos botes.
En el de Pollard, una vez consumido el último cadáver, el hambre entre los seis sobrevivientes era desesperante. ¿Cómo seguir adelante? Uno de los hombres cortó cinco palitos de diferentes tamaños. El que sacara el más corto sería asesinado para servir de alimento a los demás. El (primer) desafortunado fue Owen Coffin, un joven de 17 años y primo de Pollard, quien se había comprometido con la madre del chico a cuidarlo. El capitán quiso hablarle pero el joven le dijo: “No, tuve las mismas chances que los demás. Es lo que corresponde”. Otra vez, el azar para decidir al encargado de matar a Coffin. El desafortunado fue otro chico de 18 años, mejor amigo de la víctima. Pero poco después fue él el que sacó el palo envenenado.
En ese bote ballenero sólo quedaron Pollard y Ramsdell.
En el otro, el que comandaba Owen Chase, el segundo en la jerarquía, eran tres todavía los que sobrevivían cuando transcurría el día 89 desde el naufragio. Los hombres divisaron un barco. Se desesperaron. Gritaron, saltaron, agitaron los brazos. Pero no obtenían respuesta. Se sentían invisibles. En un momento la desilusión los abatió. Debía tratarse de una alucinación. Pero no lo era. Remaron con sus últimas fuerzas hasta ser divisados. Cuando el capitán del barco se asomó a ver los tripulantes de ese bote perdido en medio de alta mar, se puso a llorar. No aguantó la impresión de ver a esos tres esqueletos, con los ojos ahuecados, la piel traslúcida pegada a los pómulos filosos, los brazos como escarbadientes. Sin entender demasiado, los tripulantes del barco subieron a los tres espectros a bordo.
Cuatro días después otro ballenero, encontró al otro bote. Pollard y Ramsdell roían los huesos del último de sus compañeros en morir. Ni siquiera se percataron que la embarcación gigante estaba al lado de ellos. Fueron izados sin saber qué pasaba. Tuvieron que pasar varios días para que recuperaron alguna conexión con la realidad. Antes de llegar a puerto los sobrevivientes fueron traspasados a otro ballenero, el Two Brothers.
Pollard avisó también de los tres que habían permanecido en la isla de Henderson y fueron rescatados. Sólo ocho lograron sobrevivir al naufragio del Essex.
Tiempo después se encontró un bote con tres esqueletos en su interior. Se supone que ese fue era el de Hendricks, el primero que perdió contacto con los demás.
Esta historia terrible fue utilizada por dos grandes autores. Herman Melville se inspiró en el ataque del cachalote para escribir Moby Dick, un clásico de la literatura universal. El relato de uno de los sobrevivientes fue una de las fuentes directas de la novela. El nombre de la ballena proviene de Mocha Dick, un cachalote enorme que atacaba embarcaciones en la misma época en la que naufragó el Essex.
Edgar Allan Poe tomó la parte del naufragio, el canibalismo y la supervivencia en el mar para su novela La Narración de Arthur Gordon Pym.
Ron Howard filmó a hace unos años En el corazón del mar, una película basada en el libro de Nathaniel Philbrick en el que investigó estos hechos y por el cual ganó el National Book Award.
Los ocho sobrevivientes regresaron a Nantucket. Estuvieron unos meses en tierra pero no aguantaron mucho. Al poco tiempo volvieron a subirse a barcos.
El segundo, Owen Chase, el que escribió las memorias que llegaron hasta Melville también capitaneó diversas embarcaciones. Enviudó en un par de oportunidades y se separó de una tercera esposa porque dio a luz un bebe dieciséis meses después de que él zarpara. En sus últimos años, acumulaba comida en el altillo de su casa. Cuando le pedían explicaciones, él respondía que ya no iba a pasar más hambre en su vida.
Pollard fue nombrado capitán del Two Brothers, uno de los buques que participó de su rescate. Pero volvió a naufragar. Ya nadie confió en él. No era una cuestión de habilidad sino que se asumió que su presencia a bordo traía mala suerte. Y ese estigma no lo pudo superar.
Ocupó durante décadas el puesto nocturno en el faro de Nantucket. Murió a los 78 años.
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