¿Por qué no nos fusilan de una buena vez?, dijo uno de ellos. Hasta hacía unos días su vida estaba plagada de lujos. Sirvientes, empleados, dinero, comidas abundantes, ropa elegante, mansiones. Ahora estaba en un cubículo oscuro, sin ventilación, con un ambo de tela rugosa, incomunicado, con alimentación estricta de unas 1500 calorías diarias y un colchón delgado, si así se lo podía llamar, tirado en el suelo como exclusivo mobiliario. Los únicos seres vivos que había visto en la última semana fueron sus interrogadores y las cucarachas, arañas y ratas que paseaban por su minúscula celda. La guerra se había terminado y para él como para los otros jerarcas nazis que aún conservaban la vida, también se habían terminado el poder, los privilegios y la libertad.
Los aliados no les dieron el gusto. No los fusilaron. Los juzgaron. Querían que el mundo conociera los delitos de los que se los acusaba. Pretendían que a través de los Juicios de Núremberg, que comenzaron formalmente, el 20 de noviembre de 1945, hace 75 años, el mundo se asentara en una institucionalidad en la que se impusiera la ley y no la fuerza o la venganza.
¿Qué hacer con los criminales nazis? Esa era la pregunta que sobrevolaba los despachos oficiales de las grandes potencias desde los primeros días de 1945, cuando ya la confianza de que la guerra sería ganada estaba consolidada. En algunos de los encuentros de jerarcas se había prometido castigo a los que habían dado inicio a la locura en el que el mundo estaba sumido desde hacía un lustro. La última manifestación de ese tipo fue en Yalta. Pero nunca hubo precisiones, sólo una declaración de principios. Esa indefinición reconocía dos orígenes disímiles. Por un lado evitaban cualquier declaración contundente para que los detenidos bajo el poder de los nazis no sufrieran represalias anticipadas; por el otro, los aliados estaban lejos de ponerse de acuerdo, y no sabían bien qué iban a hacer una vez finalizada la guerra.
Con la rendición alemana a principios de mayo del 45, la cuestión se convirtió en una realidad. Winston Churchill y Anthny Eden, su ministro de Asuntos Exteriores, sorprendieron a todos. No aceptaban argumentos, ni escuchaban a los demás. Para ellos y por ende esa era la posición oficial británica, debía detenerse a la mayor cantidad de líderes posibles, someterlos a un juicio sumarísimo en el lugar en el que fueran encontrados que encabezaría la máxima autoridad militar del lugar, y ejecutarlos dentro de las seis horas siguientes. Naturalmente, Churchill no concebía que el resultado del juicio exprés fuera otro que la condena. Para el líder inglés, la única manera de seguir adelante y de desalentar futuros brotes nazis era la exterminación de los que quedaran en pie. Eso incluía a los colaboracionistas que habían ostentado el poder. Para él era un acto político y no uno jurídico lo que el mundo necesitaba para zanjar la situación. Pero habría una nueva sorpresa en esta discusión. Stalin y los soviéticos se opusieron de manera terminante a esta opción. Exigían que hubiera juicio en el lugar en el que los crímenes habían sido cometidos. La primera vez que Churchill habló con Stalin del tema no podía creer lo que escuchaba. “El Tío Joe resultó ultrarrespetuoso de la ley”, le escribió a Roosevelt refiriéndose a Stalin. Los soviéticos, con la brutalidad y el absurdo rigor que (des) trataban a los disidentes, hacían juicios o, al menos, la parodia de ellos, antes de encerrarlos o ejecutarlos. Estados Unidos también se opuso a la postura inglesa.
Stalin más que para respetar el derecho de defensa de los acusados, quería un juicio para mostrar de qué lado estaba el poder, quiénes habían sido los vencedores y, también, hacer ver que no temían escuchar y enfrentar a los nazis.
Una vez que se decidió que se llevaría a cabo un juicio inédito hubo que resolver muchas cuestiones. Tantas que a veces pareció que no iba a lograrse nunca. El acuerdo más veloz fue el de determinar que el proceso lo encabezarían las naciones vencedoras: Estados Unidos, Unión Soviética, Gran Bretaña y Francia.
Los soviéticos exigieron que la sede fuera Berlín. Ese había sido el epicentro del Reich, de ahí habían salido las decisiones claves. Y además ellos habían tomado la ciudad primero. Pero Berlín presentaba muchos inconvenientes. Estaba destruida, la pobreza era extrema y la muerte era algo cotidiano. Además la división en cuatro de la ciudad iba a provocar celos según la sede escogida. Se propusieron otras opciones pero siempre alguien presentaba una objeción insalvable: Liepzig, Munich y Luxemburgo fueron descartadas. Hasta que el general Lucius Clay, jefe del gobierno de ocupación militar de Estados Unidos, propuso Núremberg. La ciudad cumplía los dos requisitos principales. Era una de las únicas que conservaba intactas instalaciones para llevar a cabo el proceso y además contaba con carga simbólica. En Núremberg se habían dictado las leyes raciales y había sido el lugar de las grandes manifestaciones, de las enormes muestras de poder del régimen.
Entre las cuestiones prácticas a resolver la principal era la de determinar quiénes serían los juzgados. Más allá de los nombres obvios -Hitler y sus principales ministros y colaboradores-, ocupados en terminar de vencer a los alemanes, los aliados no habían confeccionado listas de los que querían sentar ante los jueces. Hitler, Goebbels y Borman (que juzgado en ausencia) no estaban. El resto era pasible de ocupar un lugar.
Hubo casi 5000 peticiones de procesamientos. Los aliados eligieron a 650 de ellos para juzgar. Lo que hoy conocemos como Juicio de Núremberg es sólo uno de los procesos que se llevaron a cabo, el principal , el que analizó la culpabilidad de los jerarcas. Hubo varios más en los que se agrupaba por profesión o área de actividad. Estuvo el de los Jueces, los Médicos, de los Ministros, de las SS, o a empresarios como los de Farben o Flick.
En este proceso se intentó que todos los grupos de poder estuvieran representados. Los allegados a Hitler, los ministros, los ideólogos del antisemitismo, los industriales, los que comandaron a la juventud. Era un proceso a toda la conducción nazi.
La parte económica y administrativa, después de largos tironeos, la solucionó Estados Unidos, el menos afectado por las vicisitudes bélicas.
Pero el verdadero gran inconveniente era el marco jurídico. Fue un verdadero problema determinar bajo qué leyes se los juzgaría. Las nuevas situaciones traían nuevos problemas. Nunca los vencedores habían juzgado a los vencidos. La ley del vencedor y su impiedad se solían imponer. A eso se le sumaba que la naturaleza y la magnitud de los crímenes nazis no había sido prevista, ni siquiera imaginada, por el legislador. La gran pregunta era cómo esquivar el principio del derecho penal que determina que no hay pena sin ley previa. Si bien el académico Rafael Lemkin había logrado llegar a una definición de genocidio no era un delito que estuviera tipificado. Y los otros delitos, los más concretos, podían endilgarse también a muchos de los hombres de los aliados. Los alemanes sostenían que sólo estaban siendo sometidos a un juicio porque habían sido derrotados y no en virtud de sus actos.
La acusación -tras largos cabildeos y negociaciones que se empantanaron en innumerables ocasiones porque los soviéticos exigían una serie de rodeos para no acusar de delitos en los cuáles ellos habían incurrido casi con fruición- se resolvió agrupando los hechos en cuatro categorías: conspiración contra la paz (los actos que derivaron en las invasiones y la guerra), actos contra la paz (las agresiones bélicas propiamente dichas), crímenes de guerra y violaciones a las convenciones vigentes, y crímenes contra la humanidad (en los que se incluía por primera vez el concepto de crimen de lesa humanidad: esta cuarta categoría fue incluida por la persistencia norteamericana, dado que Stalin prefería que eso se juzgara posteriormente ya que no quería que se discutieran los campos de concentración y se hiciera referencia a los suyos).
Los jueces eran cuatro y cada uno representaba a uno de los aliados. El fiscal general era norteamericano.
Los acusados fueron trasladados a celdas más habitables pero sin mayores comodidades. Pero al menos contaban con camas, una mesa y ventanas por las que se filtraba el sol. “El primer día que llegué a mi nuevo lugar me tiré en el piso y dejé que el sol diera en mí todo el tiempo posible. En ese lapso, con la mente en blanco, fui feliz”, contó Albert Speer, el arquitecto de Hitler y eficaz ministro de armamento en sus Memorias.
Las autoridades aliadas se preocuparon por el poder que Göring seguía mostrando sobre varios de los hombres. No quería que los radicalizara. Así los acusados comían en pequeños grupos y no se les permitía hablar entre ellos. Sólo podían murmurar algo a escondidos de los guardias en sus paseos matutinos.
Göring, después de pasar por un periodo terrible por la abstinencia a las drogas apenas fue detenido, se mostró con la misma soberbia que de costumbre. Sus declaraciones ante el tribunal fueron desafiantes, sin mostrar arrepentimiento, vanagloriándose que la historia lo salvaría, que su nombre sería dicho con orgullo en el futuro y que estatuas suyas inundarían Alemania 50 o 60 años después. De más está decir que, una vez más, se equivocó.
Pese a todos los inconvenientes, el juicio seguía siendo la muestra de civilidad que el mundo necesitaba.
El Fiscal Robert Jackson tomó la palabra y en esos párrafos iniciales dejó claro que estaba hablando para la historia. Necesitaba repetir los postulados principales del proceso: “El privilegio de abrir el primer proceso de la historia por crímenes contra la paz del mundo supone una grave responsabilidad. Las acciones que intentamos condenar y castigar han sido calculadas, tan indignantes y destructivas, que la civilización no puede tolerar que se las ignore porque no logrará sobrevivir si se repiten”.
Luego resaltó ese que tanto les costó: el acuerdo entre las cuatro naciones para juzgarlos. Y , en especial, no haber cedido a la tentación de la venganza: “Someter a los enemigos al juicio de la ley es uno de los tributos más significativos que el poder ha rendido jamás a la razón”.
También dijo algunas cosas de las que no estaba tan convencido pero que creía oportunas para poder seguir adelante. Le costó convencer a sus colaboradores que el juicio era sólo a esos hombres de mirada torva y desafiante, sentados, amontonados en el banquillo: “No nos proponemos acusar a todo el pueblo alemán. Si el pueblo alemán hubiera aceptado de buena gana el programa nazi, no hubieran sido necesarias las tropas de asalto, ni los campos de concentración, ni la Gestapo. El pueblo alemán y los de otras naciones tiene cuentas que saldar con estos acusados”.
Pese a las críticas de algunos juristas, lo que se debe reconocer es que lo que el fiscal Jackson sostuvo en su alegato inicial se cumplió. Se trató a los acusados con severidad pero se respetó su derecho a defensa, fueron escuchados y se probaron sus crímenes.
Compilar las pruebas y conseguir testigos no fue tan sencillo como habían calculado en los días previos. Pero era imprescindible presentarlas ante el tribunal para que no el proceso no se convirtiera en una farsa, en un simulacro.
Durante el proceso poco hubo de verdad y de arrepentimiento por parte de los acusados. Y mucho de amnesia y negación. Ninguno recordaba los hechos fundamentales. Todos se consideraban inocentes.
Sin embargo, sus expectativas de sobrevivir eran escasas. Un mínimo de sentido de realidad todavía los acompañaba.
El juicio se extendió por once meses. La sentencia se escuchó en octubre de 1946.
Los nazis juzgados recibieron distintas condenas. Doce de ellos fueron condenados a morir en la horca: Hans Franck, Wilhelm Frick, Hermann Göring, Joachim von Ribbentrop, Alfred Jodl, Ernst Kaltenbrunner, Alfred Rosenberg, Fritz Sauckel, Arthur Seib-Inquart y Julius Streicher. Rudolf Hess, Erich Raeder (Comandante en Jefe de la Marina) y Walter Funk (Ministro de Economía y presidente del Reischbank) recibieron cadena perpetua. A Konstantin Von Neurath (Ministro de exteriores y a cargo de Bohemia y Moravia) le dieron 15 años; como tenía 73 años se interpretó que era otro de los que moriría preso. Albert Speer (Ministro de Armamento, arquitecto del Fuhrer y diarista minucioso en Spandau), con su fingido arrepentimiento, logró escapar a la horca y obtuvo una pena de 20 años. Baldur Von Schirach (líder de las Juventudes Hitlerianas y gobernador de Viena) también recibió dos décadas. Y Karl Dönitz (Comandante de la Marina y sucesor de Hitler al mando del estado alemán -creyó serlo hasta el final de sus días-) recibió la pena más benévola: 10 años. Hjalmar Schacht, Franz Von Papen y Hans Fritzche fueron declarados inocentes.
Martin Bormann fue juzgado en ausencia. Durante décadas se lo creyó fugado, muchos dijeron haberlo visto en Argentina y se suponía que dirigía una red secreta. Había quienes sostenían que había muerto en la caída de Berlín, en esos días finales del régimen. Estudios forenses de restos encontrados en el lugar determinaron en los últimos años que Bormann falleció en Berlín en 1945.
Los siete que fueron enviados a la prisión cumplieron sus penas en la prisión de Spandau, que llegó a albergar durante años sólo a un presidiario, Rudolf Hess. También se debatió qué hacer con los cuerpos. Los aliados se opusieron a entregárselos a los familiares. Temían que sus sepulcros fueran lugares de peregrinación para las generaciones futuras. Los cremaron y arrojaron las cenizas al río Isar.
El 16 de octubre de 1946 las condenas fueron cumplidas y once de los líderes nazis murieron ahorcados. Hermann Göring que durante el juicio había pedido ser fusilado para morir con honor se suicidó la noche previa al morder una pastilla de cianuro. Durante años no se supo cómo logró obtenerla. Las teorías y sospechas se esparcieron. Casi medio siglo después un soldado norteamericano confesó que fue él quien se lo proporcionó pero que había actuado bajo engaño. Según su versión una tarde cuando salió del lugar de detención lo abordó una hermosa chica alemana y luego se acercaron dos hombres. Le pidieron que le diera esa pastilla, una supuesta medicina que Göring necesitaba para poder paliar sus problemas coronarios.
Con el correr de los años miles de responsables nazis fueron juzgados por sus crímenes en diferentes jurisdicciones. La basa jurídica y el impulso fáctico lo dieron los juicios de Núremberg hace 75 años.
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