En estos tiempos las series de las distintas plataformas funcionan, entre otras cosas, para volver a traer a la conversación temas, personajes o situaciones que habían quedado sepultadas por el pasado del tiempo y por la velocidad de las noticias actuales. Así sucedió el año pasado con Chernobyl o en estos días con el caso de María Marta García Belsunce. Con el estreno de la cuarta temporada de The Crown seguramente se volverá a hablar de Margaret Thatcher, de su frialdad, de sus decisiones férreas, del camino hasta el poder. Sin embargo hay uno de los personajes que llegan a la historia de la corona inglesa que no necesita de ninguna serie para mantener actualidad. Lady Di desde su aparición, cuatro décadas atrás, generó un interés que no perdió vigencia, que no erosionó el paso del tiempo.
La chica de 19 años que se comprometió con el Príncipe Carlos y la mujer de treinta, elegante, separada, que luchaba con hidalguía contra el poder mediático de la Corona y contra sus propios fantasmas. Fue Diana Spencer, Princesa de Gales. Pero a ella se la conoció como Lady Di. La gente la adoptó como propia.
Fueron menos de 18 años. Pero fueron de una intensidad única. Dramas privados, exposición pública, lujos, presión mediática, amantes, sufrimientos.
Pocos días atrás se conoció que la noche previa al casamiento, su futuro marido, el Príncipe Carlos, le comunicó que no estaba enamorado de ella. Al día siguiente debió sonreír dentro del vestido blanco con la cola de metros y con la televisión en directo para cientos de millones de personas. Ese fue el comienzo de un matrimonio aciago, árido pero que por las normas imperantes parecía irrompible pese a la infelicidad que contenía de origen.
Ella tenía todo lo que su marido no. Carisma, empatía, una gracia natural que no puede entrenarse, que es imposible de fabricar o impostar.
La pregunta clave es ¿qué diferenció a Lady Di del resto de los miembros de las monarquías europeas? No hay una respuesta unívoca. Entre seres fríos, apáticos, algo desgraciados, personas rígidas con una innata carencia de timing, ella logró hacerse un lugar.
Pasado el tiempo su figura mantiene el magnetismo. No es por los escándalos -que los protagonizó-, ni por sus romances furtivos, ni por las revelaciones indiscretas, ni por su muerte trágica y prematura.
Cada integrante de la familia real tuvo su momento. La longevidad e inmutabilidad de la reina, la influencia de la reina madre, Carlos como príncipe heredero, los escándalos de la Margarita, el topless de Sarah Ferguson o la incursión bélica de Andrés en Malvinas. Ningún miembro de la casa real británica en el último medio siglo logró lo que Diana.
Ella, con sus modos, con sus errores, con su encanto, aceptando las rígidas reglas por momentos y subvirtiéndolas en otros, fue la que se impuso. El prestigio, la consideración y el cariño son carreras de larga distancia, maratones en las que los altibajos son muchos pero en que al final se impone el mejor.
Diana se casó con alguien con una vocación de poder que nunca pudo satisfacer, alguien que tenía una amante eterna, que no la amaba. Diana parecía -y mucho más conociendo los detalles íntimos que en 1981 ignorábamos- condenada a ser sojuzgada, entrampada por la corrección de la corte y por la opacidad de su marido.
Fue carne de tabloide. Cada movimiento suyo ocupó la tapa de todos los diarios. Se discutieron cada uno de sus atuendos, los mínimos gestos públicos fueron interpretados como desavenencias conyugales, hubo debates acerca de la frecuencia de sus encuentros sexuales para asegurar el sucesor en la Corona; debió soportar ser engañada a la luz de multitudes y lidiar con la severidad de la Reina quien sólo quería para ella un destino de bonito adorno.
No hay ironía ni metáfora en las condiciones de su muerte. Lady Di, separada desde hacía tiempo del Príncipe Carlos, se estrelló contra una columna de un túnel parisino, en el auto de su novio, el magnate Dodi Al Fayed, en medio de una fuga enloquecida de los paparazzis. Así fueron sus últimas dos décadas de vida. Una pelea sorda por tener una vida cotidiana, por intentar ser feliz sin que multitudes escudriñen en sus sabanas. Pero esa batalla la había perdido desde el primer día.
Tal vez su condena fue esa. Pelear con denuedo, con una energía única una pelea que no tenía posibilidades de ganar. Es probable que su rasgo distintivo haya sido la esperanza, hasta por momentos irracional, de poder imponerse, de conseguir que su vida se retomara un cauce normal, cotidiano.
Si formáramos una fila y pusiéramos hombro con hombro a los miembros de la realeza británica, de posguerra, esos que The Crown nos muestra, sabemos quién destacaría. Entre personajes mustios, de tonalidades sepias sólo resaltaría Diana a fuerza de humanidad.
Sus datos biográficos son bien conocidos. HIja de un noble inglés. Sufrió en su infancia por el divorcio conflictivo de sus padres y las luchas judiciales por la tenencia. Pasó por varios colegios exclusivos aunque en ninguno su rendimiento académico fue destacado. Nadie sospechaba para ella el destino que le esperaba.
Todo cambió cuando conoció al sucesor de la corona. El romance, el anuncio oficial, la boda más vista de la historia. Muy pronto la cargaron de obligaciones y de directivas. Órdenes y prohibiciones a granel. El protocolo, no cómo guía, ni como catálogo de conductas anticuadas pero ordenadas, sino como cárcel. Sin embargo, en ese ambiente yermo y tenso, su vitalidad se imponía. Estaba condenada a marchitarse pero no contaban con su resistencia.
La presión pública y la vida íntima infeliz. Los deberes la desbordaban. Las pocas veces que se animó a hablar con alguien cercano recibía el mismo consejo: “Aguantá”. Tenía 25 años y dos hijos. Pero no podía imaginarse o vislumbrar para ella ningún otro futuro que el de permanecer en la realeza, ocupando un rol secundario, callando, con apariciones ornamentales, resistiendo infidelidades y, tal vez, con el tiempo encontrando algún mínimo lugar para sus cosas (rubro que con la discreción debida podía incluir hasta alguna aventura sexual).
Pero Diana no aceptó resignarse. Cumplió con su papel pero también pudo dejar su sello. No la pasó bien. Tuvo peleas, sufrió humillaciones, retos épicos de la reina, desplantes, soledad, padeció bulimia y hasta se autolesionó. Pero siguió adelante. Procuró educar a sus hijos de una manera libre, muy diferente de la que estaban destinados.
Su matrimonio, podrido de origen, era fuente de tristezas y sinsabores. Pero en vez de apagarse, luchó. La relación se rompió desde muy temprano pero debían seguir aparentando. La sombra de Camilla Parker Bowles la atormentaba. El distanciamiento se hizo público y su figura, en vez de quedar en el descrédito, se acrecentó. La gente la eligió. Ya era más que un figurín en el que mirar las creaciones de los diseñadores top.
Entre tanto artificio, Diana significó la aparición de alguien real, una persona a la que sus defectos la mejoraban. Una especie de extraterrestre que a su manera, con sutileza llegó a molestar a la corona británica. Pero ella no perseguía el escándalo o la disrupción. Ese fue su aporte: desnudar la impostura, atacar lo artificial, humanizar impensadamente un mundo imposible.
Y como era real tenía errores, tropiezos, amoríos no demasiados convenientes. Pero en esa persecución de la realidad, de mostrarse como alguien con sentimientos lograba diferenciarse a cada paso de su esposo. La cercanía con Carlos en vez de dotarlo a él de algo que no tenía, sólo conseguía que todos vieran todavía con más claridad la irremediable ausencia de carisma del príncipe, desangelado con alcurnia.
En 1992 cuando la ruptura matrimonial era inocultable, cuando los medios especulaban con romances y encontraban cualquier excusa para montar guardias y llevarla a las portadas transmitiendo los rumores más disparatados, Carlos brindó una entrevista televisiva. Se supone que los asesores de imagen quisieron fabricar en él lo que Diana traía naturalmente. En la entrevista, Carlos habló de su relación con Camila y reconoció la ruptura con Diana. Pero el efecto de la entrevista fue exactamente el contrario al buscado (la situación se repitió con consecuencias peores y en circunstancias más graves con el príncipe Andrés y su intento de exculpación de las acusaciones de abuso de menores en la causa Epstein). La imagen de Carlos cayó más todavía. Y lo que debía provocar humillación pública a Diana, sólo generó empatía. Ella hizo, esa misma noche, un movimiento genial e intuitivo. Su primer impulso fue recluirse, dejar pasar un tiempo antes que tener que salir a afrontar las consecuencias de la entrevista. Pero a último momento cambió de parecer. Esa noche se celebraba la fastuosa fiesta de la revista Vanity Fair. Diana a último momento decidió asistir. No tenía un vestido nuevo para mostrar hasta que recordó que en su vestidor reposaba uno que nunca había usado y tenía tres años de antigüedad. Su entrada a la fiesta fue una pequeña revolución. Primero el color: negro: prohibido para la realeza excepto para las situaciones de luto. Luego, la osadía: hombros al aire, corte dispar por encima de las rodillas. La princesa se mostraba por primera vez. Era una mujer joven y sensual ¿por qué no vestirse cómo tal? Aunque el tiempo tienda a minimizar el episodio, esa noche y ese vestido provocaron una pequeña revolución, fueron un punto de quiebre. La prenda pasó a ser conocida como “El Vestido de la vergüenza”. Y a partir de esa noche ya nada volvió a ser lo mismo.
El divorcio oficial llegó en 1996, un año antes de la muerte de Lady Di.
Lo que logró Lady Di al no dejarse disciplinar por la reina, su marido y las costumbres de la corte fue que pese a los malos tragos y humillaciones, consiguió que su legado permaneciera.
Que para su funeral, la presión y la congoja popular hayan logrado torcer la decisión de la reina que no quería exequias oficiales por no corresponderle por protocolo, es significativa. Su imagen se convirtió en un ícono de la cultura popular, fue la princesa del pueblo. Pero su mayor influencia es que todos los miembros de la realeza (y no sólo británica) intentaron seguir sus pasos, la tienen voluntaria o involuntariamente como modelo. Los que la admiraron pero especialmente los que la combatieron están obligados a seguir su estela, el camino que ella construyó. Todos siguen sus pasos, copian sus modos de actuar pero a nadie es lo suficientemente convincente.
Con la réplica de sus modos, de su estilo, de su impronta no consiguen parecerse a ella, sino que sólo logran mostrar que no son ella, que no tiene lo que ella tenía.
Los miembros reales imitan sin mayor convicción las conductas de quien combatieron, de quien humillaron. En vez de conseguir que se olvide su imagen, la potencian sin importar los más de veinte años que pasaron desde su muerte. Cada día parece estar más presente. Ese fue su triunfo, esa es su venganza póstuma.
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