De haber sido una ficción, la escena podría haber sido así. Una chica pedalea en su bicicleta, se la ve de distintos ángulos: tiene la mochila en la espalda y la piel adolescente. Pedalea, plano suelto de un conductor distraído en su camioneta una cuadra más adelante. Pedalea, plano suelto de un colectivo lleno. La chica sigue y no pasa nada y en ese “no pasa nada”, claro, no hace falta que nadie te explique que algo terrible está por pasar.
Así arranca la historia (real) de Jésica Vailatti, que tenía 16 años aquel 25 de junio de 1998 en el que se subió a su bicicleta con la idea de llegar a la casa del profesor particular de contabilidad. Estaba en cuarto año del secundario, era bailarina y vivía en Concordia, Entre Ríos. Eran las siete de la tarde, hora pico.
“Llegué a una de las plazas del centro de Concordia y frené en la esquina por el semáforo; al lado mío paró un colectivo. Cuando el semáforo se puso en verde los dos avanzamos, aunque yo fui quedando un poco más atrás”, relata a Infobae de un tirón. “Pero a mitad de la cuadra siguiente, un muchacho abrió la puerta de su camioneta de golpe y se bajó, no se percató de que yo venía con la bicicleta. La puerta me pegó en la rueda delantera, perdí el equilibrio y caí abajo del colectivo. El colectivero no llegó a verme y me pasó por encima con la doble rueda de atrás”.
El chofer creyó que se había comido una loma de burro pero los pasajeros gritaron y frenó, desesperado. Jésica se recuerda a sí misma como una tortuga dada vuelta. Boca arriba sobre el asfalto, con la mochila todavía puesta y el chasis del colectivo de cielo, la adolescente yacía consciente.
“Las ruedas me habían pasado por encima de la pelvis y de la cadera, estaba toda fracturada, sentía el cuerpo como desarmado. Escuchaba a la gente que se amontonaba, los gritos, las sirenas, los insultos al colectivero, al conductor de la camioneta. Se me hizo un mundo en la cabeza, parecía una película”.
Tuvieron que cortarle las tiras de la mochila para subirla a la camilla. Cuando entró al Hospital Felipe Heras ya se había desmayado. “No eran solo las fracturas sino el aplastamiento interno. Cuando mis padres llegaron yo ya había entrado a quirófano, estaba muy grave”. Una mole de más de 10.000 kilos le había pasado por encima.
Tuvieron que sacarle parte del intestino, reconstruir los genitales y practicar una colostomía. Los riñones quedaron severamente afectados. Su estado era tan delicado que rápidamente la trasladaron a un centro de mayor complejidad en Paraná. “No sabían qué hacer conmigo, por dónde empezar”, cuenta Jésica.
La intubaron, porque los pulmones también estaban dañados, pero había otro frente que atender. En el arrastre contra el asfalto, el dorso del cuerpo de Jésica había quedado en carne viva, los tejidos se habían necrosado y estaba sufriendo una infección muy grave.
“Para salvarme la vida me dieron un antibiótico llamado Vancomicina. El problema fue que ese mismo medicamento, por la falla renal y la prolongación en el tiempo, me hizo perder la audición de los dos oídos”.
Recién tres meses después del accidente logró salir de terapia intensiva. “Recuerdo las curaciones como algo insoportable. Estaba toda fracturada y ya sin morfina. Rotar el cuerpo para que me curaran la parte glútea...sentía que me moría”.
El colectivero no desapareció del mapa: “No, pobre, carga con la culpa hasta el día de hoy. Tenemos una amistad hermosa. Yo nunca sentí que fuera culpa de ninguno de los dos, ni él ni el conductor de la camioneta lo hicieron a propósito”.
Las bacterias de la piel —llamadas pseudomonas— siguieron avanzando: un ejército imbatible que obligó a trasladarla a una clínica de Buenos Aires especializada en quemados para que le sacaran piel sana de las piernas y le hicieran injertos en la cola.
“Estuve boca arriba, sin moverme, más de un año. El médico no me quería operar la cadera. Decía que así como estaba tenía un pequeño porcentaje de posibilidades de volver a caminar pero si me operaba corría el riesgo de quedar parapléjica, porque en el estallido habían quedado pedacitos de hueso muy cerca de la médula”.
El cuerpo y el alma
Un año después del accidente hubo que volver a trasladarla y el ejército de bacterias volvió a colonizar territorio. “Me vine abajo otra vez. Pero justo en ese momento me empezó a atender un médico japonés que me dijo algo que no olvidé nunca”. El médico se llamaba Ricardo Yohena.
Jésica estaba atrapada en un estado depresivo. “No era por las cicatrices, era porque había pasado de ser bailarina a estar rígida en una cama”, distingue. “Un día, en ese estado, le dije al doctor: ‘¿Y a mí quién me va a querer así?’. Y él me contestó algo que me hizo pensar en lo que estaba diciendo: ‘Nosotros, los orientales, no nos enamoramos del cuerpo sino del alma. El cuerpo cambia, envejece, el alma perdura’”.
En el epicentro del desastre Jésica no terminó de entenderlo pero lo hizo poco después, cuando conoció a Javier: un joven que iba al mismo colegio que ella cuando pasó todo y con el que nunca se había saludado.
Siguieron otros cuatro meses de curaciones y un nuevo traslado, esta vez para intentar una rehabilitación en el Hospital San Juan de Dios, en Ramos Mejía. “Yo seguía en una silla de ruedas reclinada para atrás pero me quería parar. Fue muy duro, le iban dando manija a la camilla para que se fuera elevando y, después de haber estado un año y medio sin moverme, me bajaba la presión, me moría del dolor”.
Pero Jésica insistió, rogó que la llevaran al gimnasio y la dejaran agarrarse de los barrales. Abrazó a un kinesiólogo, al otro, contaron hasta tres y tomó envión: “Me acuerdo y me vuelve la alegría. Torcida y con las piernas flexionadas, pero me paré”.
Todos creyeron que ahora sí faltaba poco para el alta pero una complicación inesperada no sólo deshizo todos los nuevos pasos sino que la dejó, otra vez, al borde de la muerte: insuficiencia renal y neumonía. “Me pusieron en coma farmacológico y le dijeron a mi familia que esta vez no creían que pudiera salir”.
Pero en octubre del año 2000 —dos años y tres meses después del accidente, y contra todo pronóstico— le dieron el alta. Siete meses después —el mismo día en que se cumplían tres años del accidente— el hombre que había abierto la puerta de la camioneta y desencadenado el quiebre en la vida de Jésica, murió en otro accidente de tránsito.
Cuando Jésica volvió a la vida fuera de un hospital, el orden de su mundo había cambiado. Muchos de los amigos del secundario que le habían prometido “cuando vuelvas todo va a ser como antes” ya no estaban. Pasó otro año entero sin poder hacer nada de lo que podía hacer una chica de 20, yendo de mañana y de tarde a rehabilitación con el objetivo de volver a caminar sin bastón. Lo logró.
“De repente tenía la autoestima allá arriba”, se ríe ella ahora, que está por cumplir 40. Así se sentía en diciembre de 2001 cuando conoció a Javier y recordó al médico japonés que le había hablado de las personas que se enamoran de las almas.
Javier Goñi también tenía 20 años y conocía su historia por el impacto que había causado en la escuela. Jésica -que caminaba sin bastón pero lento, rengueaba, y usaba audífonos en los dos oídos- se encontró con un joven que caminaba despacio para esperarla, que modulaba y la miraba a los ojos para que pudiera leerle los labios, que elegía irse con ella de los boliches cuando se daba cuenta de que la música la aturdía.
Jésica, además, tenía otra dificultad: “Las ruedas del colectivo me habían aplastado todo el aparato reproductor, no tenía chances de llevar adelante un embarazo”.
Quien habla ahora con Infobae, tímido, es él. “Lo primero que te dicen en una situación así es ‘no te metas ahí’, ‘te vas a complicar la vida’. O no te dicen nada pero te miran raro”, cuenta. “Igual todo se fue dando. Yo la pasaba bien con ella, cuando vos querés a la persona es como que no te importa”.
Javier no lo recuerda como un gran esfuerzo: “Para nada, ella no era de esas personas que se quejan todo el día. Siempre va para adelante, tiene buen humor, confía en que va a estar mejor. No sé si yo, en una situación como la de ella, la habría llevado tan bien. A veces uno se hace problema por pavadas, lo hacemos todos, y Jésica te hace volver todo el tiempo: volvé, esto te hace feliz, esto no, disfrutá de lo que tenés”.
Están por cumplir 20 años juntos pero en la foto ya no son sólo dos. “Yo quería ser mamá desde chiquita y sucedió de la forma en la que jamás hubiese imaginado”, se emociona ella. Una mujer -amiga de una amiga- que conocía todas las costuras de su historia, pensó cómo podía ayudarlos y encontró un modo: les ofreció prestarles su útero y gestar un bebé de ellos.
Aceptar fue toda una decisión pero recordaron aquello de que hay gente que te ve el alma: Camila acaba de cumplir dos años.
Seguí leyendo: