Era una mañana cálida de primavera en Buenos Aires, 22 de noviembre de 1988, ese espacio breve en el tiempo en el que los jacarandás por fin florecen y los jazmines blancos, otra vez, perfuman. Liliana le avisó a su mamá que había llegado el momento, agarró el bolso y se subió al auto de su suegro. Tenía 18 años y estaba nerviosa pero exultante. Nerviosa porque las contracciones eran cada vez más seguidas, porque estaba a poco de parir, porque su hijo estaba a punto de nacer. Exultante precisamente por lo mismo.
“Era un día hermoso. En casa habíamos dejado todo armado: la cuna, los pañales de tela, la ropita lavada a mano. Me acuerdo porque cuando volví ya no había nada”, cuenta a Infobae Liliana Leiva, que ahora tiene 50 años y trabaja como portera en la escuela n° 19 de Martín Coronado. Había tenido dolores durante toda la noche por eso, apenas amaneció, se subió al auto con su suegro, su marido y su hermana mayor con destino a la maternidad Santa Rosa, en Vicente López, donde se había hecho los controles del embarazo.
“Apenas llegué pasó algo raro. En la recepción de la guardia me dijeron que yo no tenía historia clínica ahí. ¿Cómo no iba a tener si me había atendido ahí durante todo el embarazo y me había hecho una ecografía una semana antes? Discutimos y no hubo caso: la historia clínica no estaba. Esto lo entendí después: la habían hecho desaparecer. En los registros oficiales yo no existía, nunca había estado ahí”.
La hicieron pasar sola -"a los maridos no los dejaban pasar ni a las consultas"- por lo que no hay testigos del calvario que, según su relato atragantado, vivió después. “Me llevaron a un lugar donde había otras parturientas. Todas tenían monitoreo menos yo. Me hicieron tacto y me pusieron el conito que se usaba en esa época para escuchar al bebé. Después me dijeron que mi hijo estaba muerto, que había muerto por lo menos 10 días antes. ¿Cómo iba a estar muerto si yo lo había sentido patear hasta el último momento? Me agarró un ataque de llanto, de desesperación, no podía ser”.
No era su primer hijo. Liliana ya era mamá de Nahuel, que acababa de cumplir 2 años, por lo que conocía las sensaciones de cada etapa del embarazo. “Tres días antes del parto fue el cumpleaños de mi hijo mayor. Me acuerdo que el padrino del nene me apoyó la mano en la panza y se asombró de cómo pateaba”. El hombre pronunció después una de esas frases hechas que, por el contexto, cobró otro sentido: “Dijo ‘este chico va a ser jugador de fútbol’. Lo que quiero decir es que todos sentimos cómo pateaba, no estaba muerto”.
Según el relato que Liliana hizo en la Defensoría del Pueblo de la Nación, cuando llegó el momento del parto “me acostaron y me ataron de pies y manos. No sé por qué, con mi hijo mayor no me habían atado. Además, cuando yo preguntaba por el bebé la enfermera me decía ‘tu hijo está como está por culpa tuya, por no haber venido a hacerte los controles’”.
En una cama separada de las otras parturientas por un biombo, Liliana pujó. “Y nació. Pedí que por favor me dejaran verlo pero me dijeron ‘está muerto’ y se lo llevaron. No lloró, es cierto, pero mi hijo mayor tampoco había llorado en el nacimiento", sigue. “La médica y la enfermera se fueron y me dejaron ahí atada. Al rato la enfermera volvió, se me subió encima para sacar la placenta, y se volvió a ir. ¿Yo? Yo lloraba”.
Liliana recuerda que pasó un largo rato atada hasta que logró zafarse. “Salí caminando al pasillo, como una zombi, y me agarró una monja. Me dijo ‘¿qué hacés acá?’, y yo le contesté ‘quiero a mi bebé’. La monja llamó a una enfermera y me llevaron al pabellón donde estaban todas las mamás con sus hijos recién nacidos. Todas con sus bebés y yo en un rincón, sola”.
Afuera, a su marido le dijeron que el bebé había muerto y, antes de que pudiera reaccionar, “lo llevaron a la nursery y, a través del vidrio, le mostraron a un niño entre muchos otros y le dijeron ‘es ese’. ¿Cómo iban a tener a un bebé muerto entre los recién nacidos? Lo vio a través de un vidrio, no lo tocó. Él nunca supo si era cierto o era un bebé que dormía. Después le dijeron que se ocupara de mí, que ahí no había nada que pudiera hacer”.
Le entregaron un pequeño ataúd cerrado con un certificado de defunción que no decía “José Marcos Díaz” sino NN y, mientras Liliana seguía internada, su marido y sus suegros lo llevaron al cementerio municipal de Olivos.
“Estuve cinco días internada, muy dopada. Las inyecciones que me dieron supuestamente para cortarme la leche me dormían, no podía reaccionar. Hasta que en un momento empecé a atar cabos y pasé de la duda a la certeza: habían hecho desaparecer la historia clínica, me habían dicho que estaba muerto por mi culpa, no me habían dejado ver el cuerpo, me mantenían dormida. Me lo habían robado, no estaba loca”.
Liliana volvió a su casa vacía, en Loma Hermosa, fajada para frenar la leche y entró en un espacio de oscuridad, su primavera negra. “Estaba todo el día ida, muy deprimida. Tenía 18 años, era chica, había dejado el colegio a los 15 para casarme. Estaba segura de que me lo habían robado pero en ese momento no supe qué hacer. Además tenía que seguir adelante por mi otro hijo”.
Varias veces mintió a su familia y pasó el día en la puerta de la maternidad. “Llorando, sin hacer nada, viendo a la gente entrar y salir, pensando qué podía hacer. Al cementerio nunca fui, si yo sabía que ahí no estaba”.
Con los años, Liliana volvió a ser madre de otros dos varones pero nunca dejó de pensar en José. “No te olvidás jamás, siempre te falta algo, siempre te sentís incompleta. Por más que tengas otros hijos siempre te falta él”, se angustia. Pasaron casi tres décadas para que Liliana lograra confirmar que “no estaba loca”.
El libro de óbitos
No existía Internet en 1988, por lo que Liliana pasó años creyendo que aquello sólo le había pasado a ella. Hasta que empezó a buscar, sin saber por dónde empezar. Había muchas madres que -antes y después de la última dictadura- denunciaban que les habían robado a sus hijos. “Algo que pasó y sigue pasando, fijate la historia de Sofía Herrera”, compara.
En 2017, Liliana llevó sus dudas a la Defensoría del Pueblo de la Nación. Las respuestas llegaron el año pasado, 30 años después de aquel día. El ataúd ya había sido levantado, por lo que era tarde para intentar ver qué había adentro. “Yo creo que ese ataúd estaba vacío. Ojalá yo hubiera estado más consciente ese día y no tan dopada”.
“Cuando solicitaron el libro de óbitos del hospital, o sea, el libro donde figuran todos los nacidos muertos en esos días, mi hijo no está. Hay sólo dos nacidos muertos: uno el 3 de noviembre y otro el 12 de diciembre, ninguno más, ninguno murió el 22. Eso significa que mi hijo está vivo, no sé dónde, pero yo lo sabía, siempre lo supe”, dice, y llora otra vez, como en los últimos 32 años.
“En la Defensoría también consiguieron la constancia de mi entrada a la maternidad con mi historia clínica, lo que confirma que en ese momento la habían hecho desaparecer”, sostiene Liliana, que forma parte de un grupo llamado “Mamá te busca”, donde “hay madres ya mayores que necesitan ayuda porque están bajando los brazos”.
También consiguieron el libro de sepultados. “Figura que el cajón lo enterraron el 21 de noviembre, cuando yo parí el 22. El certificado de NN no tiene sello ni firma de nadie, todo está fraguado”.
Liliana cree que le pasó a ella por una suma de factores. “Seguro caí justo el día en que hubo un encargo. Y cumplía con los requisitos. Era adolescente, mis padres no estaban conmigo: todo lo que necesitaban. Estoy segurísima de que me lo robaron para venderlo”, dice. Le escribe cartas a su hijo desde entonces, cartas que no tiene a donde enviar:
"(...) Quiero que sepas que 31 veces festejé tu cumpleaños, pensándote, imaginándote a escondidas de tus hermanos para que no me vieran llorar. Que elegí el jardín para llevarte y la escuela para educarte. Que canté canciones para acunarte y soñé dormirte y abrazarte. Que te imagino un hombre con una gran familia y un gran corazón (...)
Sin bien logró confirmar que no existen registros de su hijo muerto, no tiene muchos caminos para buscarlo vivo.
“El Banco Nacional de Datos Genéticos está limitado a los niños apropiados entre el 74 y el 83, es sólo para víctimas de la última dictadura. Lo que necesitamos es que se abra para todos, que si mi hijo duda de su identidad tenga a dónde ir. También estamos peleando por una ley nacional que permita abrir los archivos de los hospitales porque hay muchísimas madres a las que les pasó lo mismo que a mí y muchos hijos apropiados que así podrían dar con los nombres de sus familias biológicas”.
Mientras tanto, la búsqueda de José es artesanal. Cada hijo que aparece en las redes buscando su identidad podría ser el suyo: alguien anotado en el 88 o al año siguiente, hombre o mujer, porque lo de que era varón también se lo dijeron y aún hoy Liliana no sabe si ese dato es o no parte del engaño.
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