Ese día de 2008 en el que se presentó, tímida, en su trabajo nuevo y vio a Yanina por primera vez, Ana llevaba cuatro años de relación con su novio de siempre. Vivía con él, se consideraba heterosexual, nunca le había gustado una chica y en la oficina de administración Yanina le pareció, a primera vista, antipática.
Se ríe Ana Lupinacci cuando recuerda esa primera impresión. Era estudiante de Psicología en aquel entonces y en el lugar —una Ong de González Catán dedicada, entre otras cuestiones, a las actividades comunitarias— la mandaron a hablar con la empleada administrativa. “Más que antipática, yo era formal, seria, bien de administrativa”, se defiende del recuerdo Yanina Hidalgo.
Ninguna de las dos supo en ese momento que no era la primera vez que se veían. Se habían cruzado en varias ocasiones antes, aunque siempre a destiempo. “Habíamos ido a la misma escuela pero con tres años de diferencia. Habíamos cursado con los mismos profesores, teníamos un montón de gente en común. Salíamos a los mismos lugares; nos cruzábamos pero nunca nos terminábamos de encontrar”, cuenta Ana a Infobae. Tampoco en el trabajo nuevo, porque tenían horarios opuestos: cuando una entraba, la otra salía.
Ana tenía 21 años y estaba de novia desde el secundario. Hacía dos años que convivía y, como en su familia conocían a su pareja desde la adolescencia, estaba más que integrado. Parecía todo tan ordenadito que hasta Yanina sintió que sus chances eran nulas: “A mí ella me gustó de entrada —reconoce—, pero tenía novio, no era un secreto, estaba segura de que era hétero”.
A Yanina, en cambio, le gustan las mujeres “desde que tengo memoria”, aunque nunca había besado a una chica y siempre había tratado de que nadie se diera cuenta. Tampoco Ana, a quien le negó con un “¿qué? nada que ver, no sé de dónde sacaron eso” el rumor que corría por la Ong fundada por un cura: que Yanina era lesbiana.
“Pero en algún momento nos teníamos que cruzar, tenía que pasar”, sostiene Yanina con el diario del lunes, porque lo que ocurrió después fue que les tocó trabajar en un programa juntas. Y que se anotaron en un curso en Capital que las obligó a viajar dos horas de ida y dos de vuelta en colectivo y juntas todos los días. Lo que creyeron, al comienzo, es que se habían convertido en “las mejores amigas del mundo”.
“Pero en un momento me di cuenta de que tenía más ganas de quedarme en el trabajo que de volver a casa. Quería estar todo el tiempo con ella y pensé ‘¿qué onda esto?’”, sigue Ana. Montaba escenas de celos si Yanina tenía mucho trabajo y no le prestaba atención, “yo misma me miraba y decía ‘¿pero qué me pasa?, ¿tanto me voy a enojar?’. Necesitaba estar con ella, todo estaba superando los límites de la amistad. Ahí sí me empecé a hacer problema, dije ‘¿y ahora qué hago?’”.
Atormentada, mintió que estaba enferma para faltar al trabajo y se quedó en su casa, llorando. Tambaleando en ese sismo le mandó un mensaje a Yanina, después otro. Quedó bastante claro lo que le estaba pasando pero también que no iba a hacer nada con eso.
“Le dije 'bueno, te cuento esto pero te aclaro que no pienso hacerme cargo”, se ríe Ana. Yanina, a su lado, vuelve a abrir los ojos y revive, 12 años después, el sentimiento de incredulidad. “Es que tenía una vida armada —vuelve a explicar Ana—, no quería lastimar a mi novio, estaba todo como muy establecido, se me estaban cayendo todas las estanterías”.
Como en una novela de la tarde, Ana pidió tomar distancia, estar menos tiempo juntas para frenar lo que en ese momento llamaba “confusión”. Yanina aceptó de mala gana aunque la ficción duró poco. “Una hora habremos estado separadas”, dicen, y se burlan de la farsa.
Un mes después de esa charla, Ana habló con su novio y le confirmó lo que él ya sospechaba: “Sí, me pasa algo con otra persona”, cuenta. “Me preguntó con quién y yo le dije ‘no me preguntes’. Y no preguntó. Creo que yo dije lo que pude y él escuchó lo que podía escuchar”, analiza Ana, que ya es Psicóloga y tiene 33 años.
Cuatro meses después se fueron a vivir juntas.
Dos mujeres, dos novias, dos mamás
Pese a que Ana venía de una vida heterosexual, “a mí no me cabía en la cabeza la posibilidad de negar mi relación con ella, por ningún motivo hubiera aceptado vivir ocultándome”, aclara. Se sorprendieron en su familia cuando contó que se había separado de su novio y ahora estaba en pareja con una chica, pero no hubo problemas.
Fue la primera vez con una mujer para las dos, “un amor inesperado —describe Yanina—. Al menos a mí me llegó en el momento en el que estaba preparada para salir del closet”. Dos años después pasaron en la Plaza de los Dos Congresos esa noche helada en la que se sancionó la Ley de matrimonio igualitario y, en 2012 se casaron, las dos de blanco.
La idea de ser madres había estado siempre en el aire aunque también siempre pateada para más adelante por un viaje, para no perderse salidas, vacaciones, libertades. “Hasta que llega un momento en el que el deseo es tan fuerte que no te importa nada”, sigue Ana.
La Ley de fertilidad asistida era nueva y las incluía, porque dejaba de entender que la infertilidad era una enfermedad que padecían las parejas heterosexuales para entender que también parejas como las de ellas, que no tenían ningún problema de salud, tenían derecho a tener hijos.
Así y todo la burocracia las dejó atrapadas y tuvieron que ahorrar y pagar los primeros tratamientos. Decidieron que Yanina iba a ser la gestante del primer hijo que tuvieran, hicieron varias inseminaciones con semen de donante anónimo pero nada. “Fue un desgaste enorme. El reclamo en la obra social para que cubriera los tratamientos, poner el cuerpo, los test que siempre daban negativo…”, enumera Yanina, que ahora tiene 36 años y es licenciada en Administración de Empresas.
Fue tal el agotamiento, que decidieron cambiar y probar con que Ana fuera la gestante: quedó embarazada en la primera inseminación. “Sentía que me iba a despertar en cualquier momento, no lo podíamos creer”, se emociona ella. Faltaba, todavía, un pequeño detalle: en la primera ecografía se enteraron de que eran mellizos.
Julieta y Juan ahora saludan a la cámara de Infobae, escalan a sus dos madres durante toda la entrevista, no hay alfajor ni dibujitos que puedan con dos chicos de 2 años y nueve meses. Julieta, además, tiene una urgencia: quiere pintarse los labios de rojo como “mamá Ana”. Es su otra mamá quien la distrae con una pregunta.
—¿Qué es una familia?—, le pregunta.
—¡Nosotres!— contesta la nena.
Los cuatro forman parte de “Familias argentinas diversas”, por eso los mellizos conocen familias con dos madres, dos padres, con una madre y un padre, con madres travestis o trans, con padres trans, con hijos trans. “Les mostramos todas las opciones que hay”, cuenta Yanina.
También crearon para ellos un cuento infantil en el que les fueron relatando la historia de “dos chicas que se enamoraron, viajaron y desearon tanto tener un bebé que vinieron dos”. El plan es ir agregándole páginas a medida que los chicos vayan preguntando, si es que lo hacen, por qué tienen dos mamás.
Por su propia historia, y también por el trabajo que demanda ser madres de mellizos que en este contexto de pandemia no pueden siquiera ir al jardín, es que el lugar común “madre hay una sola” les causa cierta gracia.
“Ese es otro estereotipo sobre la maternidad. A nosotras nos han preguntado hasta quién cocina y lava y quién arregla las cosas cuando se rompe algo, cosas que tienen que ver con roles de género y que se dan por obvias en las parejas hétero”, cierra Ana. “Creo que hay muchas formas de ser madre, no tiene que ver con la sangre ni con nada de eso: tiene que ver con estar ahí para nuestros hijos”.
SEGUIR LEYENDO: