Buenos Muchachos (GoodFellas) acaba de cumplir 30 años. El paso del tiempo sólo mejoró la película de Martin Scorsese, consiguió que se vieran cada una de sus virtudes. Es uno de los grandes films de un género nutrido como el de mafiosos. Es parte del canon junto a las dos primeras de El Padrino, Érase una vez en América, Scarface y unas pocas más. Un clásico moderno. El cine de gángsters siempre llamó la atención. Las películas permiten ingresar a un mundo oculto e ilegal. Historias repletas de violencia, códigos de silencio, estructuras piramidales, delito y poder. Esa fascinación es también la de Henry Hill, el personaje principal. Una de las grandes frases de la película: “Desde que tengo memoria, quise ser un gángster”.
El casting de los papeles principales sufrió modificaciones a lo largo del tiempo. En el inicio del proyecto el papel principal, el de Henry Hill iba a ser para Robert De Niro. Pero las dilaciones y el paso del tiempo convencieron al actor que estaba grande para el papel. Scorsese, que pensaba lo mismo pero no se animaba a enfrentar a su actor fetiche, respiró aliviado. De Niro ocupó el rol de Jimmy Conway. Joe Pesci (Tommy DeVito) fue otra elección obvia; ambos ya había hecho dupla en Toro Salvaje. No parece existir mejor opción que Pesci (ganó el Oscar al mejor actor de reparto) para ese papel.
En algún momento pareció que John Malkovich o Tom Cruise interpretarían a Henry Hill. Scorsese había visto a Ray Liotta en Something Wild de Jonathan Demme y le había llamado la atención ese joven actor. Liotta se sometió a varios castings pero no le llegaba la confirmación.
En el medio Scorsese filmó y presentó La Última Tentación de Cristo. El estreno de ese film no fue sencillo. Una ola de censura se abatió sobre él. Lo acusaban de hereje y en los pocos lugares en que se pudo estrenar hubo manifestaciones en su contra y atentados. Tratado de blasfemo (unos años antes le había tocado a Godard por Yo te saludo María), Scorsese sufría variadas amenazas de muerte. Cuando la película se presentó en el Festival de Venecia, un batallón de guardaespaldas lo custodiaba. El director iba blindado por el mundo. En el hall del hotel, Ray Liotta lo divisó a lo lejos y creyó que ese era el momento ideal para preguntarle por el casting y para mostrarle, una vez más, su interés. Su mal juicio provocó que obtuviera el mejor papel de su carrera. Cuando quiso acercarse al director, los guardias de seguridad lo repelieron de mala manera. Sin embargo, Liotta no se inmutó. Mantuvo la tranquilidad, convenció a los guardias de que era inofensivo y logró su objetivo. Scorsese quedó impresionado con la determinación imperturbable y firme. Le pareció que esa actitud era la que tenía su personaje, que Liotta tenía lo que él necesitaba.
La película cuenta la vida de una mafioso que entró a ese mundo desde muy joven. Henry Hill, al que encarna Ray Liotta, existió de verdad y fue gángster por 25 años hasta que detenido por la policía por tráfico de drogas, aceptó la oferta que le hicieron y se pasó al programa de detección de testigos. Su testimonio, su delación detallada ocasionó más de 50 arrestos posteriores.
En 1955, deslumbrado por la manera de vestirse y de moverse de esos hombres, por el aire de poder, autoridad e impunidad que exudaban, se acercó a quien regía en su cuadra. “Para mí ser gángster era aún mejor que ser presidente de Estados Unidos”, dice.
Empezó haciendo pequeños mandados. Llevar café, comprar el diario, conseguir que un par de zapatos sea lustrado, servir bebidas en medio de una partida de póker. Eso le permitió varias cosas. Ver ese mundo desde muy cerca, ganarse de a poco la confianza de los gángsters y obtener propinas que, a fin de mes, podían superar el sueldo de su padre. La gente de la mafia le tomó cariño por su entusiasmo y en especial porque parecía confiable.
Dejó el colegio cuando le consiguieron trabajo como obrero de la construcción. En realidad, como la familia Lucchese, la de sus mafiosos, una de las cinco grandes familias mafiosas de Nueva York, dominaba parte del negocio de la construcción, lo pusieron en una nómina de salarios pero no debía presentarse a trabajar. El pago era, a valores actuales, de casi 1.800 dólares semanales. Es obvio que él no se quedaba con toda esa plata, que debía dar gran parte a sus jefes, pero con lo que entraba a su bolsillo era, por lejos, el de mejor ingresos de toda su familia y de sus amigos.
Al poco tiempo fue detenido. Fue acusado de utilizar tarjetas de crédito robadas en la compra de neumáticos para autos. Las gomas eran para la esposa de su jefe. A pesar del riguroso interrogatorio, Henry, con 16 años, no abrió la boca. Lo golpearon, lo amenazaron y hasta le prometieron múltiples beneficios si señalaba a sus jefes, pero Henry les dijo a los policías que no sabía de qué estaban hablando.
Los abogados de la mafia intervinieron y le consiguieron la libertad condicional. El temple demostrado y en especial su lealtad le valieron ganar mucho en la consideración de sus jefes. El ascenso dentro de la organización delictiva se frenó por su alistamiento en el ejército. Pero a su regreso, casi tres años después, recuperó su sitio con acciones cada vez más audaces. De delitos casi cotidianos como lesiones y extorsión hasta asesinatos y robos millonarios a aerolíneas.
Su negocio legal, su fachada era un local gastronómico. Hasta que fue detenido por un ataque a alguien que le debía mucho dinero a uno de sus asociados. Pasó cuatro años detenido. Pero en ese tiempo no dejó de hacer negocios. En la cárcel aprendió uno nuevo, uno de las pocas maneras delictivas de hacer dinero en la que no había incursionado todavía: la venta de drogas.
Al salir, cuatro años después, siguió con las actividades ilícitas -hasta incluyó la compra de partidos universitarios de básquet para influir en las apuestas- pero se centró en el tráfico de drogas. Al mismo tiempo, su consumo personal se le fue de las manos. El capo de la familia Lucchese se oponía de manera terminante a la venta de drogas. No era un prurito moral. Sus argumentos eran eminentemente prácticos. Era una actividad en el que el riesgo de que quien vendiera también consumiera era alto; tampoco le resultaban confiables los clientes a los que su adicción hacía vulnerables a las presiones policiales; el tráfico de drogas ponía en alerta a varias agencias de seguridad gubernamentales, era una manera de atraer la atención hacia ellos. Pero el mayor riesgo que veía era que las penas de prisión eran muy severas; y lo que eso ocasionaba no era que uno de sus hombres estuviera mucho tiempo fuera de juego, sino que se volvía más vulnerable a las presiones de los fiscales y del FBI para que se convirtieran en informantes de ellos a cambio de morigerar sus días en prisión. Eso fue lo que, finalmente, ocurrió con Henry Hill. Eso es lo que hizo que, como dice en la película, se convirtiera una vez que ingresó al sistema de protección de testigos en un “don nadie promedio”. Pero a Hill le costaba demasiado no romper las reglas. Siete años después, fue expulsado del Programa porque lo descubrieron traficando cocaína.
Sus últimos años los pasó entre los problemas con la policía, las drogas y la fama que le trajo GoodFellas. Murió en el 2012 poco antes de cumplir 70 años. Resulta un misterio por qué la mafia no se vengó de él en esos años. Hill había roto los dos mandamientos de los que se ufana en la película: “No delatar” (“convertirse en una rata”) y “Mantener siempre la boca cerrada”. La hipótesis más plausible es que lo que lo protegió fue su salida a la luz, la notoriedad que obtuvo gracias a la película lo puso a reguardo.
Como no podía ser de otra manera su historia llegó a ser conocida a través de una transgresión, tal como cuenta Glenn Kenny en el libro recientemente publicado Wise Men. The story of GoodFellas. Henry Hill se puso en contacto con el periodista Nicholas Pileggi mientras estaba dentro del programa de protección de testigos, algo que está absolutamente vedado. Le pasó su número telefónico para contarle su historia. Quería dejar de ser un donnadie promedio. Pileggi de inmediato se percató que la historia que tenía entre manos era una bomba.
En 1985 publicó Wiseguys, el libro en el que contaba la historia de este mafioso. El texto de no ficción fue un gran éxito. Como suele ocurrir con estos libros, unos meses antes de que el libro aparezca, la editorial envía pruebas de galera encuadernadas precariamente a los directores de cine más importantes de Hollywood para tentarlos y poder vender los derechos cinematográficos.
Cuando a Scorsese le llegó el libro, no le prestó atención. No quería contar ninguna historia más de gángsters ni de delincuentes. Pero una noche mientras filmaba El Color del Dinero junto a Paul Newman y Tom Cruise se puso a leer el libro en su habitación de hotel. Esa noche no durmió. Al día siguiente su asistente pasó buena parte de la mañana buscando el teléfono de Pileggi. Scorsese lo llamó se presentó y le dijo: “Todo mi vida estuve esperando este libro”. Pileggi le respondió: “Toda mi vida estuve esperando este llamado”.
La película sufrió varias postergaciones. Terminó apareciendo en 1990. Dio la casualidad, en uno de esos caprichos de la industria cinematográfica, que otro film basado en la historia de Henry Hill se estrenó con un mes de diferencia. Sólo que este tenía otro tono -era una comedia-, Hill no estaba identificado como tal y se centraba en su derrotero como testigo protegido. My Blue Heaven protagonizada por Steve Martin y RIck Moranis y dirigida por Herbert Ross tenía guión de la genial Nora Ephron quien accedió a la historia porque había estado casada con Nicholas Pileggi.
Pileggi hizo doce versiones diferentes del guión. La historia sufrió tantas modificaciones y tuvo tantos aportes de Scorsese que terminaron compartiendo los créditos. El director no quería una historia lineal, lo persuadió de que el material que tenían entre manos era tan potente que eso no era necesario.
Muchos de los diálogos fueron improvisados por los actores y sólo retocados por la dupla autoral. Tanto es así que la famosa escena de Joe Pesci gritando si le parecía gracioso fue fruto de esos ensayos (ni siquiera los otros actores que participaban estaban enterados de la situación para poder captar su sorpresa en cámara). La anécdota fue incorporada por Pesci que la vivió en carne propia cuando era joven. Pileggi decía que le endilgaban méritos y lo felicitaban por diálogos que él nunca había escrito, que nunca siquiera habría podido imaginar.
Una de las escenas inolvidables de la película es el largo plano secuencia que sigue el ingreso de Henry y la que luego sería su mujer al Copacabana. Era su primera cita. En la calle se ve un nutrida cola para entrar al club nocturno. La gente está muy bien vestida. Henry y Karen pasan por un costado e ingresan por una puerta lateral, bajan una escalera y entran a la cocina del lugar. En cada puerta le franquean el paso con alegría; él, con modos de prestidigitador, saca billetes de 10 y de 20 dólares de su bolsillo y los pasa a través de enérgicos apretones de manos. Los cocineros y los mozos se cruzan con sus ollas y platos, mientras él sonriente sigue su camino hasta entrar al salón principal. Ahí, el maitre, mientras intenta contener a los que esperan para ingresar, celebra su llegada. Un mozo pasa con una mesa en el aire, que es colocada frente al escenario: el mejor lugar del boliche. La arman en pocos segundos (este es el único momento que Scorsese abandona a Henry y a la chica). Antes de sentarse, Henry saluda a los de las mesas cercanas y unos mafiosos le envían una botella carísima.
La escena es un prodigio narrativo. La Steadicam nos mostró este ingreso entre furtivo y triunfal. Pero también mostró la fascinación de la chica por este mundo de glamour y ventajas. No salió espantada, sólo preguntó si los billetes que daba de propina eran de 20 dólares. Sirve también como metáfora de la trayectoria de Henry en ese mundo: de entrar por la puerta de atrás a la primera fila con honores.
La secuencia extensa no es exhibicionismo, ni un alarde. Esa escena nos muestra un mundo. En la filmografía del director hay un antecedente claro. En Toro Salvaje muestra a Jake La Motta (Robert De Niro) en el vestuario. Los nervios, los últimos movimientos, la bata, el pasillo, la caminata, el público, la tensión, los flashes, el ring, los brazos levantados. Esa fue una de las primeras veces que la steadicam se utilizó en el cine.
Pero también en esa escena hay algo de rivalidad, un mensaje oculto para un colega. Brian De Palma, amigo y por qué no rival de Scorsese, había filmado un plano secuencia muy comentado, dos años antes, en Los Intocables. Marty se propuso superarlo, que el suyo fuera más largo y más virtuoso.
Dejemos por un segundo a los Buenos Muchachos para detenernos en el Copacabana. Un legendario club nocturno de Manhattan, que cambió varias veces de locación y al que después de ochenta años, el Covid parece haber derrotado. En ese lugar debutó la dupla cómica de Jerry Lewis y Dean Martin, tocaron las mejores bandas latinas y músicos de jazz, se grabaron varios discos en vivo de soul (Sam Cooke, Marvin Gaye, los Temptation y las Supremes) y entre su público se contaron estrellas de cine, deportistas y, por supuesto, mafiosos. Inspiró al menos una canción famosa (Copacabana de Barry Manilow), un musical interpretado por Groucho Marx y cientos de historias increíbles. Apareció decenas de veces en el cine y Scorsese lo utilizó en otras dos oportunidades: en Toro Salvaje y El Irlandés.
La película tiene escenas de gran violencia. Los que se dedican a rastrear datos y estadísticas algo ridículas pero divertidas sostienen que hay cinco asesinatos y que la palabra Fuck es dicha 321 veces. Sin embargo está tercera en el ranking Scorsese de insultos detrás de El Lobo de Wall Street y Casino. Otro de los grandes hallazgos del film es su banda sonora. De Tony Bennett a Sid Vicious, pasando por Layla y las producciones de Phil Spector (estas dos utilizadas en las escenas del Copacabana y del asesinato son ejemplares usos de la música en el cine). Scorsese tenía dos reglas. Que la canción de alguna manera referenciara a lo que pasaba en pantalla, la menos tangencialmente. Y que existieran y estuvieran de moda en el momento en que está situada la acción.
Otro de los grandes momentos de la película es cuando el trío de protagonistas llega a la casa de la madre del personaje de Joe Pesci con un cadáver en descomposición en el baúl de su auto. La llegada de improviso en medio de la noche, la recepción sorprendida y cariñosa de la madre, la tensión de los hombres, la comida abundante, las anécdotas de la infancia que divierten a los amigos y, naturalmente, el cuerpo en el baúl que es una presencia más.
El episodio está basado en algo que le sucedió a Henry Hill. Billy Bats Bentvena era otro mafioso que había salido de la cárcel. Le brindaron una fiesta para celebrar su libertad en un restaurante que era propiedad de Conway (De Niro). En medio del festejo, Bentvena le preguntó risueñamente a DeVitto (Pesci) si seguía lustrando zapatos, su oficio infantil. DeVitto lo tomó como un insulto y le avisó a sus dos amigos que iba a vengarse. Cuando la noche terminaba, cuando casi no quedaba nadie, atacó a Bentvena con la culata de la pistola. Fueron decenas de golpes con la víctima ya inconsciente y su atacante encima de él gritando: “Lustrame estos zapatos de mierda”. Creyéndolo muerto los tres hombres lo metieron en el baúl y fueron a enterrarlo. No podía saberse el crimen porque al ser un hombre de la mafia, no podían ajustar cuentas sin antes obtener autorización de sus superiores. Antes de enterrarlo pasaron por la casa de la madre del personaje de Pesci a buscar herramientas para la tarea. Pero en el camino escucharon ruidos en el baúl. Él hombre estaba vivo. Se detuvieron y lo volvieron a golpear salvajemente hasta matarlo. Lo enterraron pero a los tres meses, como el terreno se vendió para que edificaran algo, temieron que en las tareas de excavación se encontrara el cuerpo. Así que lo exhumaron y tuvieron que deshacerse de nuevo de él.
Ese es el origen de esa gran escena. La que interpreta a la madre de Pesci en GoodFellas no es otra que la madre de Scorsese. El director sabía que no iba a conseguir a ninguna actriz que pudiera encarnar tan bien a una madre italiana, cariñosa e incondicional, que se pusiera tan contenta de ver a su hijo y sus amigos en media de la noche sin razón aparente, como su propia madre. Martin Scorsese tuvo una precaución más para lograr que su mamá estuviera más verosímil todavía en el papel. Sólo le dijo que su hijo y los otros dos pasaban cerca de su casa tarde en la noche y decidieron detenerse a saludarla.
De manera conveniente, omitió el dato del cadáver en el auto.
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