Dos hombres esperan en un camino de tierra. Están rígidos. No dejen entrever apuro alguno. Calixto tiene 85 años y Pablo 90. Las manos los delatan, en las manos el paso del tiempo no se detiene. Pierden flexibilidad, se convierten garras inocuas y manchadas, rígidas y lentas. Miran al frente, se mueven con comodidad y lentitud. Uno puede suponer que esperan a algún descendiente que los pase a buscar para compartir un día con nietos y bisnietos. Pero no. Cuando llegue, el micro los va a llevar hasta lo de Panchita, su madre.
Panchita come con fruición. Desgrana con dientes más jóvenes que ella un choclo. No escucha bien y a veces le tienen que repetir las cosas. La voz tiembla y va ganando volumen con el correr de la frase, el aire se acumula y hace sentir más cómodas a las palabras. La banda sonora permanente, el ruido blanco de fondo es el canto ininterrumpido de los pájaros. Panchita tiene 109 años y espera la visita de sus hijos nonagenarios. Pero esta familia de hijos de noventa años y de madres de 109 no es una excepción en la Península de Nicoya, Costa Rica. Allí son muchos los chicos que conocen y disfrutan de sus tatarabuelos.
Las Zonas Azules. Así los llamaron los científicos. Son cinco lugares ubicados en distintos lugares del planeta que presentan una peculiaridad. Sus habitantes viven más que el resto de la población mundial. Los índices de enfermedades cardíacas, de demencia senil y de cáncer son sensiblemente inferiores. La expectativa de vida supera en muchos años y hasta en décadas a la otras poblaciones.
¡Que vivas cien años! el documental dirigido por Víctor Cruz y estrenado esta semana en la plataforma Cont.ar, que se emite hoy a las 22 por la Televisión Pública, aborda este tema. Lo hace de una manera original. Las historias mínimas, las historias con nombre propio que se describen en esta nota pertenecen a él. Cruz toma una buena decisión. No hay voces en off, ni explicaciones, ni argumentos científicos. Nos muestra, en tres lugares distintos del planeta, en tres Zonas Azules, a muchos ancianos de gran longevidad viviendo. Es un gran ejemplo de lo que los narradores norteamericanos llamarían Show, not tell (Mostrar, no contar). “No quise llenar al espectador de datos científicos. Eso lo pueden buscar en la web y van a encontrar información más exhaustiva. Yo quería contar historias. Mostrar a estos personajes”, dice el director en conversación con Infobae. El espectador puede ver en acción todos los principios, aquellos factores en común que los especialistas han encontrado para explicar por qué en determinados lugares con ciertas condiciones un importante número de personas vive por encima de los noventa años.
La película logra también mostrar algo más, algo que queda solapado mucha veces. Vivir tanto tiempo a veces es dificultoso. Hay dolor y hay tristeza en algunos de estos personajes. Pero también sabiduría y tranquilidad. En otros, predomina una alegría que contagia.
El descubrimiento del fenómeno fue casi azaroso. Michel Poulain y Gianni Pes, al principio, creyeron que sólo era una casualidad, un fenómeno sin argumentos, sin explicaciones racionales que lo certifique. Luego creyeron que la explicación era genética. Pero muy pronto se dieron cuenta que esa era una respuesta insuficiente.
La primeras señales de alerta las tuvieron menos de veinte años atrás. Una dupla improbable: un astrofísico que luego se dedicó a la demografía (Michel Poulain) y un gerontólogo italiano cubierto de honores académicos (Gianni Pes).
Pero las características poblacionales que encontraron en una pequeña comarca de Cerdeña las encontraron repetidas en otros sitios. Así tratando de descubrir el hilván invisible que los unía; como una manera de ayudar a ver el tema, de entender, señalaron cada hallazgo, cada nuevo pueblo en un gran mapamundi que tenían pegado en una pared de su oficina. Para eso utilizaban un marcador de trazo grueso azul. Alrededor de cada pueblo o ciudad en la que hallaban que un porcentaje no menor de la población superaba los cien años.
El primer lugar de su mapa que se tiñó de azul a fuerza de círculos fue la Isla de Cerdeña. Mientras trabajaban intentando desentrañar los motivos de la longevidad sarda, su manera provisional de llamar al lugar de su investigación se consolidó: La Zona Azul. Cuando sus estudios se conocieron, el mismo nombre se les dio a los otros lugares que cobijan a habitantes centenarios.
Panchita, la mujer centenaria, tiene los ojos abiertos pero mira nada. Está en la galería de una casa humilde en una zona tropical. La hija supera con holgura los ochenta años. Tiene edad para que la atiendan pero no lo necesita. Se mueve con energía, cada paso irradia vitalidad. Trata con cariño y dedicación a su madre. Le da de comer, la acaricia. Alguien pide: “Panchita, danos el secreto para vivir tanto”. Ella parece rejuvenecer, toma fuerzas y sentencia:
-No, eso sólo Dios lo sabe.
Cerdeña, la isla de Okinawa en Japón, la Península de Nicoya en Costa Rica, la Isla de Icaria en Grecia y Loma Linda en California. Esos son las cinco zonas azules que se reconocen en la actualidad. Luego del hallazgo de Poulain y Pes, un periodista norteamericano salió por el mundo en busca de otros lugares parecidos. Y encontró los cuatro restantes. Dan Buettner necesitaba saber si existía algún patrón, características que se reprodujeran y explicaran la situación. Buettner estaba acostumbrado a la aventura. Recorría el mundo en bicicleta y luego lo contaba. Había escrito libros y filmado documentales con sus travesías. Pero esto era distinto. No alcanzaba con la osadía y la curiosidad del explorador, necesitaba un apoyo científico. Así respaldado por la National Geographic y la Sociedad de Gerontología de Norteamérica, y acompañado por varios especialistas, salió por el mundo a buscar regiones en las que las personas viven más tiempo. Y a tratar de dar con los motivos.
En noviembre de 2005, Buettner publicó sus revelaciones en una nota de tapa en el National Geographic que se convirtió en un verdadero boom. El número ingresó en el podio de los más vendidos en la historia de la revista. El título de portada: Los secretos para vivir más.
Un cumpleaños en Italia. El tío Alfredo cumple 93. Viste un traje impecable. Se ríe, está alerta, hace chistes, se queja con simpatía si alguien le regala un ramo de flores: “¿Pretenden que me quede con esto en la mano?”. Su mejor amigo, sentado al lado suyo tiene 97. Se los ve cómplices, secretean, critican a otros invitados. En el momento de la torta, los menores (que ellos), todo el resto de la fiesta, cantan con alegría y emoción el feliz cumpleaños. Esa escena confirma que es cierto el dicho sardo que afirma que “cuando te hacés un amigo en Cerdeña, te lo hacés para siempre”.
Se suele jugar con la imaginación. Recrear un día perfecto o diseñar un lugar ideal en el que nacer. Ese sitio soñado tendría que tener, entre otras cosas, clima amable, naturaleza prolífica, alimentos sanos y sabrosos al alcance de la mano, la posibilidad de vivir bien en cualquier etapa de la vida: que los jóvenes sean educados con dedicación, que los viejos sean cuidados con amor. Donde haya paz, reine la tolerancia y no existan las tensiones cotidianas. Un lugar en que se viva en comunidad, en el que la cooperación sea norma y en el que impere la paz. Una descripción casi utópica. Sin embargo, Buettner y su equipo encontraron cinco de estos lugares.
A pesar de eso todavía faltaba determinar algo muy importante. ¿Qué es lo que tienen en común sitios a priori tan disímiles cómo una isla caribeña, un lugar elevado en el Mediterráneo, una isla en el Pacífico, una ciudad norteamericana y un rincón griego?
En su libro The Blue Zones: 9 lessons for living longer from the peolple who' ve lived the longest, Buettner realizó un listado de nueve lecciones que se encuentran en estas Zonas Azules, hitos que, según sus investigaciones, prolongan y mejoran la calidad de vida. Sistematizó sus hallazgos. Nueve aspectos de los que podemos aprender. Un catálogo de hábitos saludables:
1) Actividad física moderada, constante y persistente: estos longevos no son ultramaratonistas (aunque sí en la carrera de la vida, parece) pero siempre han trabajado y han necesitado de esfuerzo para trasladarse de un lado a otro en sus hábitats.
2) Tener un propósito de vida: su propio Ikagai que los motive a levantarse cada mañana.
3) Niveles bajos de stress: evitar las preocupaciones laborales, persistentes, que suman presión a la vida diaria.
4) Dietas moderadas en calorías. Los habitantes de Okinawa mantienen un hábito: comen hasta estar cerca del saciamiento. Pero nunca se exceden. Aplican un principio de Confucio: “Come hasta que estés lleno en 8 partes de diez”.
5) Alimentación centrada en frutas y verduras. Las comidas basadas en lo que la naturaleza proporciona rige las dietas de estos lugares.
6) Uso moderado del alcohol: el alcohol permitido en pequeñas dosis. Todos los demás excesos, adicciones o consumos que alteren el cuerpo y la conciencia están proscriptos. Las drogas y el cigarrillo están desterrados de las Zonas Azules.
7) Tener fe: compartir creencias, esperanza en el futuro y hasta la actividad religiosa son factores que se repiten en estas comunidades.
8) Vida familiar: la red de contención familiar, vivir con alguien, cuidar y ser cuidado. En estas Zonas Azules se ha comprobado que quienes son pareja viven que más que sus hermanos. Es decir, una esposa tiene mayor esperanza de vida si su esposo es longevo que si el que lo es su propio hermano. Otro aspecto que indica que los genes no son los que determinan todo.
9) Vida social: un involucramiento en la vida de la comunidad. El corolario de este punto es que la sociedad los admita, tenga reservado un lugar para sus ancianos.
Una nonagenaria japonesa sale de un luto de tres años por la muerte de su esposo. Integraba un grupo en el que con otras señoras de su edad bailaban y cantaban. Pero la reclusión le impidió ir todo ese tiempo. El instructor la visita y le pide que regrese, que el luto debe terminar. Ella accede, piensa lo mismo. Antes de retirarse, el instructor le pide que no se ausente, que piense en los demás: “Los demás se ponen muy tristes cuando alguien falta”.
El Dr. Valentín Fuster y Josep Corbella en su libro La ciencia de la larga vida al reflexionar sobre estos estudios llegan a dos conclusiones. Por un lado afirman que “los habitantes de las Zonas Azules no eligen vivir como viven. No se cuidan porque quieran cuidarse. Simplemente viven cómo se vive en su comunidad”. La segunda se desprende de la premisa anterior: “Cuidar la salud no puede considerarse únicamente una responsabilidad individual. Es sobre todo una tarea colectiva”.
Una pareja camina por un camino de tierra. Él y ella tienen más de noventa. El paso es intenso y no se los escucha agitados. Hace cincuenta años que no pasan por ahí. Y en ese entonces ya estaban casados y tenían más de cuarenta años. La charla es trivial pero encantadora. En esa compañía, en ese mundo compartido, en esos recuerdos añejos pero que les parecen muy cercanos, hay una intimidad conmovedora.
La explicación genética responde una parte de los integrantes. Ni siquiera lo hace con una parte importante. Hay factores ambientales, de hábitos alimenticios, de creencias, de trabajo a lo largo del tiempo, de actividad física constante y también no deben soslayarse los factores sociales: la importancia de estos ancianos para su sociedad. No son una carga, no son un descarte que nada tiene para aportar, sino seres a ser honrados y escuchados.
De los principios que enarbolan los que investigan las zonas azules, el que más sorprende y el que más claro se ve en el interesante documental de Víctor Cruz es el del Ikagai. Un proyecto de vida. Vivir en el presente, no en el pasado. Llevar adelante las tareas del día, tener ilusiones aunque sean a corto plazo, aunque parezcan triviales. Esos ancianos son gente con deseos, con proyectos. “No es gente que está esperando la muerte. Les pasan cosas, hacen. Viven el día a día. Como están activos no piensan tanto en el pasado”, cuenta Víctor Cruz.
En esas vidas no prima el pasado, ni la nostalgia. Disfrutan de sus días, renuevan casi cotidianamente la ilusión.
Un recuerdo personal, la única imagen ajena a la película. Mi abuela Mercedes vivió hasta los 99 años. Tuvo una vejez espléndida y activa. Subía escaleras, hacía las compras, cocinaba, tenía vida social, se informaba, conversaba con cualquiera, se dejaba todavía sorprender por el mundo. Tenía un secreto, que mezclaba la estrategia con una cábala. Su objetivo era llegar hasta el siguiente evento familiar. Al principio pedía un poco más de tiempo para ver a su primer nieto recibirse, luego un casamiento, después el nacimiento de su bisnieta. Y así con esos objetivos de corto plazo y que se renovaban constantemente, entre graduaciones, partos, bautismos y celebraciones extendió sus días, vitales y alegres, casi dos décadas. La disfrutamos y nos disfrutó.
¡Que vivas cien años! nos muestra a un hombre de 90 volando una avioneta (no interesa si es cierto o no: la escena con la versión de Volare de Modugno lo vale, es conmovedora), otro andando a caballo (“Si no me dejan andar a caballo, yo me escapo y lo hago igual”, dice Pachito a sus 98), o a Sarita bailando y cantado animada a los 93, o a Antonio de 94 trabajando con animales en el campo o a los KBG84 japoneses con su coreografía alegre y su éxito viral. Nos muestra a estos ancianos, que están por llegar al centenar de años, y que siguen viviendo con plenitud.
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