A las 21:30 horas del viernes 26 de mayo de 2000, Klara García Casado, de 16 años, llamó a Manuel, su novio, desde un teléfono fijo. Le avisó que no se verían porque saldría con sus amigas y compañeras del secundario Instituto Isla de León, Raquel Carlés Torrejón (de 17 años) e Iria Suárez (de 16 años). Hacía tiempo que no salían las tres juntas, habían estado un poco alejadas. Esa noche, las chicas la habían invitado para reírse un rato y recordar viejos tiempos. Irían al parque El Barrero.
A Manuel la idea no le gustó. Esas chicas no le caían nada bien, ni le parecían una buena influencia para su novia. Tenían un estilo gótico, se vestían siempre de negro y se declaraban fanáticas del espiritismo. Hasta habían tallado en sus pupitres una tabla Ouija, un tablero de madera con alfabeto y números para establecer contacto con los espíritus. Las consideraba demasiado raras.
Klara le dijo que quería acompañarlas porque Raquel estaba angustiada porque iba a repetir el curso.
Un rato después de esa llamada, Raquel pasó a buscar a Klara y juntas se dirigieron hacia el parque para encontrarse con Iria. Un amigo en común, Gorka, se cruzó con ellas mientras caminaban hacia El Barrero. Él contó que iban muy contentas y que llevaban unas cervezas. No sabía que iba a ser la última persona en ver con vida a Klara García Casado.
Manuel, si bien se había quedado un poco preocupado por la salida de su novia, salió por su lado con amigos y se olvidó del asunto. No por mucho tiempo, porque pasadas las tres de la mañana recibió el llamado de los padres de Klara que le preguntaron si ella estaba con él. Manuel les dijo que no, y les contó que ella había salido con sus viejas amigas del colegio.
Heridas delatoras
Klara María García Casado era hija de José Antonio García, un suboficial de la marina, y María Casado Filgeira. Tenía un hermano varón, menor. La familia vivía en San Fernando, Cádiz, España.
Fue José Antonio quien, a las ocho y media de la mañana del sábado 27 de mayo, denunció a la policía la desaparición de su hija, luego de haber hablado con Manuel. Muy nervioso, le aclaró a los agentes que Klara jamás había dejado de ir a dormir a su casa. Era algo absolutamente inusual en ella.
La policía empezó por lo obvio: entrevistando al novio. Él repitió lo que ya había relatado a los padres: Klara había quedado en verse con Raquel e Iria el viernes por la noche. Contó también que, durante la madrugada del sábado 27, él se había topado en la calle con las chicas mencionadas y les había preguntado por su novia. Muy relajadas, le respondieron que al final Klara no había salido con ellas. Manuel pensó, entonces, que Klara estaría con otros amigos.
Con estos datos la policía se dirigió al parque. Cerca de las dos de la tarde, Klara fue hallada muerta. Su cuerpo mostraba signos de una violencia inusual.
Los agentes buscaron a Raquel e Iria quienes fueron trasladadas a la delegación policial para ser entrevistadas.
Los padres de Klara se cruzaron con ellas en la Comisaría del Cuerpo Nacional de Policía de San Fernando. José Antonio clavó su mirada en los ojos de Raquel. y le dijo: “¿Qué le has hecho a mi hija?”. Raquel, quien todavía no estaba acusada de nada, le respondió: “Yo no he sido”. La madre de Klara, enfurecida, agarró a Iria por los pelos.
Durante la testimonial, los detectives detectaron una profunda herida de cuchillo en el antebrazo derecho de Iria. Enseguida asociaron ese tajo con un posible forcejeo durante el apuñalamiento de Klara. Si bien las chicas parecían relatar una misma historia, después de algunos tropiezos y contradicciones, quedó demostrado que sus versiones eran un total invento. Era evidente que las coartadas habían sido preparadas. Terminaron autoinculpándose.
El médico forense, Agustín Sibón, que revisó el brazo de Iria, aseguró haber notado desde el principio que había un mismo patrón en las heridas de Klara y en la de Iria. Y comentó que, cuando le mencionó a Iria ese detalle, a ella “se le descompuso la cara”.
Raquel, en la habitación de al lado, mataba su nerviosismo fumando de manera compulsiva. Hasta que, en un momento, se le escapó una pregunta a quien la interrogaba: ¿qué podría pasarle al que hubiese matado a su amiga? Raquel se sintió atrapada con su propio comentario y, finalmente, reconoció: “Nosotros hemos matado a Klara”. Había confesado.
El policía salió disparado hacia la otra sala donde estaba Iria. Le hizo saber a la joven que su amiga había hablado.
La confesión de un crimen premeditado
Ambas admitieron que, el viernes 26 de mayo del año 2000, engañaron a su compañera de colegio para llevarla al parque de El Barrero, en San Fernando. Buscaban concretar su plan satánico: matarla.
Así se reconstruyó lo que pasó según los propios dichos de las acusadas y la investigación policial.
Las tres jóvenes llegan al lugar, beben cerveza y se tiran, a oscuras, sobre el pasto para ver las estrellas y la Luna. Con esas artimañas logran que Klara se relaje. Le dicen que cierre los ojos y les cuente cualquier cosa que le venga a la cabeza. Una, se acuesta a su izquierda; la otra, se tira a su derecha. Cuando se van a incorporar es cuando comienza el ataque. Iria sujeta a Klara por detrás y le tapa los ojos; Raquel saca la navaja. Mientras Raquel apuñala una y otra vez, frenética, a su amiga, Iria la sostiene para que no huya y le ordena a Raquel: “¡¡¡¡Sigue, sigue, sigue!!!!!”.
Klara suplica que la dejen ir, pero a sus amigas no les importa nada. Tienen un único objetivo que es matarla. Las cuchilladas continúan porque Klara demora en morir.
Le asestan un total de 32 navajazos, uno de los cuales le abre el cuello a cuarenta y cinco grados y logra su cometido. Klara muere degollada, sobre el césped.
Raquel e Iria dejan el cuerpo tirado y, amparadas en la oscuridad del lugar, escapan de la escena. Se van a duchar y a cambiar de ropa para salir a beber unos tragos. Festejan haber podido concretar, sin contratiempos, su sangrienta hazaña.
Inspiración, satanismo y género gore
Sus escabrosas confesiones se sumaron a la evidencia recolectada. En las casas de esas jóvenes las pruebas estaban a la vista. En la humilde vivienda de Raquel, los policías habían encontrado, clavada en una maceta, una navaja. El arma sería, luego, identificada como la usada en el crimen. También hallaron la tabla Ouija para llamar a los espíritus y más de veinte libros sobre brujería.
Fue la misma Raquel, antes de ser interrogada, quien los acompañó hasta la casa de Iria. Esta joven vivía en un buen vecindario, tenía una familia respetable y gozaba de una buena situación económica. Apenas Iria abrió la puerta, los investigadores notaron que en su antebrazo derecho llevaba un vendaje. Le preguntaron cómo se había lastimado y ella les dijo, muy suelta, que se había cortado con un vaso de vidrio.
Mientras las chicas eran llevadas a declarar, los detectives siguieron con la búsqueda y recolección de pruebas. Observaron ropa recién lavada, colgada en la terraza, pero no parecía del todo limpia. Las pericias determinarán, tiempo después, que tenía sangre de Klara.
En el cuarto de Iria, encontraron mucho más: sus cuadernos personales donde revelaba su afición por los ritos satánicos. Y, en su computadora, hallaron treinta y cinco cuentos gore (una especie de subgénero del terror donde la violencia no es sutil sino brutal y explícita). En uno de esos cuentos se relataba un asesinato demasiado parecido al que habían cometido. Además, las coartadas para la noche del crimen estaban manuscritas por ella misma.
Apasionadas por el ocultismo y la brujería, Iria Suárez y Raquel Carlés Torrejón, habían planificado con cartas de tarot, el crimen que iban a cometer en el descampado. En una caja, la policía encontró que esas cartas estaban jugadas: la carta que representa a la doncella estaba desplomada bajo la carta de la luna junto a la carta de la torre… Ellas simbolizaban el brutal asesinato de Klara, que murió a la luz de la luna y a la sombra de la torre del cuartel de infantería de San Fernando.
Uno de los testigos del crimen, el soldado que hacía guardia en el Observatorio de la Marina, declaró haber escuchado “ruidos” y haber oído a una chica decir: “¿Me habéis traído aquí, para matarme?”. Si bien reconoció que no llegó a ver nada, alertó al oficial de guardia. Pero éste le restó importancia a lo escuchado y nada se hizo.
Quienes arrestaron a Raquel e Iria, estaban muy impresionados: las chicas no habían derramado una sola lágrima durante su confesión. Imperturbables, habían detallado su plan.
El abogado de los García Casado, José Ignacio Quintana, contó algo que le resultó especialmente perturbador: las había escuchado canturrear, de lo más tranquilas, desde los calabozos.
Las acusadas explicaron a los detectives que habían asesinado a su amiga porque “queríamos experimentar qué se sentía”, que se sentía exactamente cuando se hundía el cuchillo y corría la sangre. Agregaron, además, que pretendían de esta manera hacerse famosas.
Los expertos psiquiátricos concluyeron que, a la hora de elegir a la víctima, seguramente había pesado que Klara las había dejado de lado cuando se había puesto de novia.
Concilio de “brujas”
Las jóvenes llevaban meses puliendo la idea de matar. En diciembre de 1999, Iria le escribió a Raquel: “¿Quieres matar? Lo haremos, sólo dime a quién…”.
Y fue, durante la investigación, que salió a la luz otro dato siniestro. Mientras planeaban cometer el crimen, se habían carteado con José Rabadán. Ese joven estaba preso por haber asesinado a sus padres y a su hermana discapacitada, en Murcia, con una katana -sable japonés-, el 1 de abril de 2000. Lo que había hecho José Rabadán, poco más de un mes y medio antes, había resultado para ellas inspirador y decisivo. Él se convirtió en un ejemplo a seguir para las “Brujas de San Fernando” (así bautizó la prensa española a las asesinas de Klara). No solo le habían escrito varias cartas, sino que también tenían agendado el teléfono de la prisión donde se encontraba.
Si él había podido, ellas también podrían.
Sólo unos pocos meses antes de todo, Klara, Raquel e Iria conformaban un trío aparentemente inseparable. Habían llorado abrazadas ante la noticia de que Raquel tendría que repetir el año por su mal rendimiento. Pero Klara, poco a poco, se había empezado a distanciar. No creía en los delirios de magia negra de sus amigas y prefería dibujar unicornios. Además, había conocido a un chico muy atractivo y deportista. Cuando se puso de novia con Manuel, terminó de alejarse. Ellas, entonces, despechadas la escogieron como víctima.
Días antes del asesinato, Iria le dijo a Raquel: “¿Quieres que mate a ésta? Mataré por ti”.
En otro de los retorcidos escritos de Iria, quien según la policía era la cabecilla del dúo, decía: “Me he sentido muy alegre de saber que tengo a alguien que me protege. (...) En el cuarto hay algo o alguien, no está vacío y me reconforta”. Iria se refería a Demon, su demonio de la guarda.
Otra fabulación que revelaba a una adolescente obsesionada con la frontera de la muerte.
Los padres de Klara las conocían, pero creyeron que eran chicas normales. Para los amigos del colegio las dos eran raras y no salían con ellas, pero no pensaron que pudieran ser peligrosas. El rector de la secundaria aseguró que no habían tenido problemas de conducta y, hasta el profesor de ética, afirmó que les tenía aprecio. Nadie vio venir semejante oscuridad.
Sobre Iria y Raquel
La familia de Raquel era totalmente desestructurada y carecía de recursos económicos. No podían pagar ni el alquiler de su casa. Los vecinos dijeron que la madre, Francisca Torrejón, juntaba dinero como podía y trabajando de “cualquier cosa”. No quisieron especificar en qué. Su padre, había sido adicto. Después de haber estado separados durante algún tiempo, cuando Raquel cumplió 14 años, volvieron a convivir. Justo en esa época, empezaron a emerger los problemas psíquicos de Raquel que fue atendida, en varias ocasiones, por los servicios sociales por ansiedad, sadismo y otras perturbaciones mentales.
Iria Suárez, en cambio, provenía de una familia que tenía recursos y un muy buen pasar. Al momento del crimen, su padre era un militar destacado que estaba destinado en Bosnia.
Iria era percibida, por el resto de sus compañeros, como una persona rara pero inteligente. En los escritos que se le encontraron decía cosas como estas: “Nunca fui una chica normal. Nunca jugué a las muñecas como las demás, yo las rapaba. Me dicen loca solo porque hago lo que me gusta (… ) loca porque hago lo que ellos no serían capaces. La máxima satánica es matar a las personas que te han dado la vida, tus padres (… ) los peluches al llegar a mis manos perdían los ojos (...)”.
Claramente, sus padres no habían leído sus escritos. De haberlo hecho se habrían percatado de que algo no andaba bien en la cabeza de su hija.
Las cartas que las tres amigas habían intercambiado en los tiempos que precedieron al asesinato, eran una radiografía perfecta de lo que estaba pasando. En ellas, las dos acusadas se quejaban de que Klara ya no salía con ellas, que ponía distancia de las brujerías y teorías satánicas que le proponían. Era cierto. Klara había dejado de verlas, se dedicaba mucho a su novio. Ya no le parecían tan interesantes sus locuras. El grupo estaba roto o atado por un delgado hilo. Eso, que denominaban amistad, presentaba fisuras insalvables para la psiquis de las dos adolescentes endemoniadas.
Frustrada por el alejamiento de Klara, Iria empezó a pergeñar cómo acabar con la vida de su amiga. Iria escribía en su computadora (de manera oculta) los cuentos gore que haría realidad con la ayuda de Raquel. De allí se desprende también que ambas sabían que no les pasaría mucho si eran acusadas: eran menores de edad y padecían una “psicopatía”. Eso fue tecleado por Iria, tres meses antes del 26 de mayo de 2000.
Condenadas... por poco tiempo
En marzo de 2001, las acusadas fueron las primeras condenadas bajo la Ley del Menor, que había entrado en vigor en España en enero del año 2001. Se las condenó a ocho años de internación en un centro cerrado de menores y a cinco años más de libertad vigilada.
Es la máxima pena que contempla esta ley para un menor de edad acusado del delito de asesinato con premeditación y alevosía. El juez del caso consideró que ambas sabían lo que hacían, que tenían conocimiento de lo lícito y lo ilícito, de lo moral y lo inmoral.
Además, quedó demostrado durante el juicio que habían intentado otro crimen en el mes de abril, en los baños públicos del centro comercial Bahía Sur. Allí quisieron asesinar a una embarazada que era empleada del shopping. El ataque salió mal porque la mujer intuyó algo raro y alcanzó a huir. El hecho fue confundido con un intento de robo.
La polémica que despertó la aplicación en este primer caso de la nueva Ley del Menor, estremeció a toda España. Hubo marchas multitudinarias de escandalizados por la levedad de las penas. La gente se ponía del lado de los padres de Klara y pedían que se las juzgara más duramente. El debate siguió recorriendo al país durante años.
Lo cierto es que tanto Raquel como Iria consiguieron acceder a permisos especiales antes de cumplir la mitad de su condena. En 2005, accedieron a un régimen semiabierto con salidas a la calle para trabajar, pasear o estudiar.
Iria Suárez empezó a gozar de este sistema en un centro de menores de Galicia. Raquel Carlés Torrejón, salió en julio de 2005 de un centro de menores. El juez de Cádiz, Enrique Machón Ramírez, le permitió vivir en una residencia con tutores.
El padre de Klara dijo, frente a la noticia, sentirse “indefenso, indignado e impotente... estamos destrozados, es un sinsentido”. María Casado, la madre de Klara, tildó al juez de “sinvergüenza” y de estarlos provocando para conseguir que fueran ellos los que terminaran en la cárcel si se cruzaban con las asesinas de su hija. Al diario El País, el 4 de noviembre de 2005, María le dijo: “La Ley del Menor es una mierda. Las asesinas nunca se van a reinsertar porque son unas psicópatas”.
La familia terminó mudándose, con el único hijo que les quedaba, fuera de la ciudad para escapar a lo que consideraban una enorme injusticia para con el asesinato de su hija Klara.
Retomar la vida y un tropiezo
Lo singular de este crimen fue que sucedió el mismo año que entró en vigor la discutida Ley del Menor, que considera mayores a los que han cumplido 18 años al momento de cometer un delito. Eso salvó a Iria y a Raquel (que estaba a meses de cumplir los 18) de tener que pasar 25 años en prisión. Pero la legislación española, a diferencia de la inglesa, no contempla darles una nueva identidad a los menores criminales. Por ello, las asesinas siguieron usando sus verdaderos nombres y en sus fichas policiales su pasado violento fue eliminado.
El psicólogo Javier Urra, que en el momento del crimen era Defensor del Menor, sostuvo en 2019, al diario El Español, que “las chicas están insertadas socialmente a la perfección”. Él, que las conoció muy bien durante el tiempo de reclusión y siguió de cerca la evolución, aseguró que fue gracias a la mencionada ley y a su buena conducta que no llegaron a pasar ni cinco años presas.
La familia de Iria tuvo que deshacerse de sus bienes luego del juicio para poder hacer frente a los 246.415 euros que les impuso el juez por responsabilidad civil. Desde el centro de menores de Monteledo, donde estuvo recluida, estudió psicología. Luego, se fue a vivir con su madre a Vigo. Sumó estudios de pedagogía para poder trabajar con niños. Y buscó empleo en el extranjero porque no quería ser hallada por la prensa.
Pero todo el anonimato con que pudo manejarse en su país, explotó en 2019, con una noticia que llegó desde Gran Bretaña. Los medios ingleses estaban revolucionados porque habían descubierto que Iria, una de las autoras del pavoroso crimen de San Fernando, en España, había sido contratada como psicóloga en la escuela primaria West Oxford, en Oxford. De noviembre de 2016 a julio de 2017, Iria había trabajado con chicos de cuatro a seis años.
Fue la cadena BBC la que reveló lo ocurrido y la noticia corrió como pólvora por el Reino Unido. El diario The Sun se sumó con títulos en primera página que decían, por ejemplo, “Asesina en la escuela primaria. ¡Horror!”. El HuffPost también se hizo eco de la historia y contó que la joven había ocultado a sus empleadores su pasado criminal para obtener el contrato. La pequeña y mágica ciudad, cuna de una de las universidades más prestigiosas del mundo, estaba revolucionada.
Lo cierto es que fue una llamada anónima la que había puesto en alerta a la Policía Nacional Española, quien a su vez se lo había comunicado a las autoridades inglesas. Los funcionarios españoles aclararon a sus pares que, debido a que el crimen lo había cometido siendo menor, el delito no formaba parte de sus antecedentes y por eso su expediente “estaba limpio”.
El condado donde se encontraba la escuela fue reprendido por no haber sido más cuidadoso en sus contrataciones y el colegio denunció, a su vez, a Iria por no haber informado de su pasado. De todas formas, según las leyes españolas, Iria no había cometido ningún delito.
Iria, en la actualidad, estaría viviendo en el extranjero.
Raquel, por su parte, que había estado internada en un centro de menores de Madrid, cuando recobró su libertad se quedó a vivir en esa ciudad. De ella solo trascendió que estaría en pareja y se dedicaría a la peluquería.
Se dice que jamás volvieron a ponerse en contacto entre ellas.
Veinte años después
Han pasado dos décadas del asesinato, pero la gente de la zona dice que el caso “es imposible de olvidar”. Una escultura de un unicornio alado fue levantada, en 2007, en el sitio donde Klara fue ultimada, en el parque El Barrero. Se hizo en su honor e inspirada en sus dibujos.
Los padres de Klara hace tiempo que optaron por guardar silencio. Sienten que su lucha por endurecer las penas no obtuvo ningún fruto. José Ignacio Quintana, el abogado que los representó explica: “Hace tiempo que no quieren hablar con los medios, lo que ha pasado esa familia no tiene nombre. Fue un crimen impactante, absolutamente horrendo, sin explicación... No hubo móvil. Mataron solo por saber qué se sentía al matar y esa irracionalidad acrecienta aún más la barbarie cometida”.
El actual director del colegio secundario Isla de León, Jesús Utrera, quien en ese entonces era vicedirector del establecimiento, asegura que no han olvidado a Klara. Este año, al cumplirse las dos décadas del crimen, declaró al Diario de Cádiz que, en esa época, hasta “los docentes precisaron apoyo psicológico” y que “ninguno de los profesores que estábamos presentes en esos momentos hemos podido dejar de preguntarnos si podríamos haber hecho algo para evitarlo... cómo fue posible que no nos diéramos cuenta…”.
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