Magali Agnello es fotógrafa profesional, vive en Bahía Blanca y tiene, desde hace tres años, un diagnóstico médico: trastorno bipolar. Sin embargo, antes de que un psiquiatra por fin le pusiera nombre y tratamiento a las cosas, Magalí había pasado años dejando huellas de sus síntomas. Ahora que sabe mira hacia atrás y ve esos autorretratos como “un diario”, un día a día de cómo se sentía: ahí están la apatía, la fatiga que la dejaba estacada a la cama, la depresión, los pensamientos suicidas. También está lo otro, el otro extremo del pozo: la euforia desbordante, la cabeza saturada de ideas, tantas, que resultaba imposible dormir.
Le diagnosticaron trastorno bipolar tipo II en 2017, aunque Magalí puede marcar un detonante seis años antes. Existen cuatro formas de trastornos bipolares y la que tiene Magalí es la más frecuente: los episodios depresivos predominan, aunque se combinan con los hipomaníacos (menos graves que los episodios maníacos pero condicionantes al fin).
“El trastorno bipolar se me detonó en el 2011, cuando estaba en el último año del Polimodal”, cuenta a Infobae Magalí, que en ese entonces tenía 17 años. “Mi ánimo comenzó a fluctuar pero cada uno de esos episodios duraban mucho en el tiempo. Remarco esto porque uno de los grandes mitos del trastorno bipolar es que cambiás de ánimo de un día para el otro”.
Es la forma en la que suele (mal)contarse. Lo que que creen quienes, frente a una persona que cambia de opinión o de ánimo bruscamente dicen “es re bipolar”. Es, tal vez, la forma en la que se abordó el tema en un capítulo de la serie Modern Love (Amazon) donde la actriz Anne Hathaway llega al supermercado eufórica, de mañana y vestida con lentejuelas doradas, alucina con un hombre en el sector verdulería, le dice “te amo" en la caja y arregla una cita que luego es un desastre porque termina hecha un bollo en la cama, a oscuras durante días, en estado de apatía absoluta.
Magalí estaba pasando por una situación personal difícil y creyó que, por eso, sentirse mal tenía lógica. “Los síntomas eran los de una depresión leve pero no lo identifiqué como un problema. También pasa eso, uno lo minimiza, no es que salís a buscar ayuda enseguida, es un proceso”, sigue.
Hay un autorretrato de 2012 que no tiene que ver con el trastorno bipolar pero que fue clave en el modo en el que Magalí iba a terminar usando su fotografía para hablar de temas tabú. En la foto muestra por primera vez la escoliosis que la había obligado a usar un corset ortopédico a los 12 años y a ponerse ropa enorme para evitar el bullying.
“Yo era muy tímida en esa época, la pasé muy mal en el colegio. Pero el día en que hice esa foto y la publiqué (es la fusión de la radiografía con una imagen de ella de espaldas) empezó a aparecer gente que me decía ‘me pasa lo mismo, al fin no me siento tan sola’. Creo que lo que sucedió con la foto de mi escoliosis alimentó esto de animarme a mostrar algunos temas que se ocultan”.
Entre 2014 y 2015 apareció el otro polo de aquellos estados depresivos: la hipomanía. Había comenzado a estudiar en la Escuela de Artes Visuales “y empecé a sentir una energía desbordante. No era estar contenta y listo, era desbordar de ideas, a veces de ideas inconexas, hacer un montón de cosas al mismo tiempo, estar híper productiva, no precisar dormir”. Magalí creyó que esa era su personalidad y nadie alrededor vio el problema: “Claro, porque socialmente ser productivo y tener energía está muy bien visto”.
No era creatividad: eran tantas las ideas y tantas la ansiedad de concretarlas que no dormía. “Cuando estás contenta podés mantener el foco en lo que hacés, en cambio en la hipomanía el foco se te corre: estás haciendo treinta cosas al mismo tiempo y al final no terminás ninguna. Lo que más recuerdo es la efusividad, esto de mover el cuerpo constantemente, la efervescencia”. Magalí dejó la carrera en el segundo año.
El 2016 fue “el año en el que se notó”. Había empezado un proyecto en el que quería sacar una foto por día durante un año. “Había conseguido una armadura medieval, todo un despliegue de cosas para hacer esas fotos, yo estaba re bien. Y de repente empecé a caer”.
Una a una, fue dejando las actividades que le gustaban. Dejó de entrenar, dejó el taller de escultura en metal, “dejé de verle sentido a lo que me gustaba”. La fotografía fue lo único que sobrevivió al alud. Algo de lo que sentía en ese momento quedó plasmado en un texto: (...) Hay, cada tanto, momentos más brillantes. Pequeños momentos en la semana que te hacen olvidar de todo eso y te hacen sentir bien. Te dan una leve esperanza, arañás el borde. Pero terminan y volvés a caer en el pozo (...)
La apatía fue, para Magalí, uno de los peores síntomas. “Tal vez me pasaba algo bueno, en mi vida o en mi carrera, y no lo podía sentir. No me movía un pelo. Es uno de los peores síntomas porque dejás de verle sentido a las cosas”. Hubo, en ese contexto, una semana puntual en la que empezó a tener pensamientos suicidas, lo que también quedó plasmado en algunos autorretratos.
“Había empezado a planificar, a ver qué tenía que dejar listo. Hay un mito muy grande que dice que los suicidas quieren dejar de vivir, y en realidad no, lo que uno quiere es dejar de sufrir. No me estaba pasando nada puntual pero sentía un gran agotamiento, no daba más, porque el cansancio no es sólo mental, también es físico”.
El vínculo que tenía con sus animales hizo de ancla cuando los pensamientos suicidas se instalaron. “Tengo tres perros y una gata y cuando pensé ‘¿qué hago con ellos?’ me di cuenta de que no quería dejarlos con otra persona. Eso me hizo una especie de click, de decir ‘pará, acá hay algo que está mal, ¿qué estoy queriendo hacer?’”.
El cansancio era físico, tal vez por eso la fatiga es otro de los síntomas que más aparecen en sus fotos. Para ese entonces ya daba clases de fotografía y, “a pesar de que es lo que amo hacer, me dormía. No por aburrimiento, porque no me daba el cuerpo”.
Cada tanto volvía a aparecer la hipomanía y se la veía tan activa que parecía mejor. La hipomanía es menos grave que la manía y no suele requerir hospitalización pero es difícil de llevar.
“Eran pensamiento acelerados que me saturaban, porque mi cabeza no paraba”, describe. “También es común durante estos episodios gastar compulsivamente. Yo siempre creí que era una boluda que no podía ahorrar pero lo que pasa es que se te ocurren tantas ideas al mismo tiempo que vos le ves mucho sentido: ‘Si me compro esto lo voy a usar para tal cosa’; lo comprás y después queda ahí tirado”.
Camino al diagnóstico
Convencida de que la iban a dopar y sepultar toda su creatividad, Magalí nunca había hecho una consulta médica. Y quien era su pareja la impulsó a ver a un psiquiatra. Ya era 2017, el médico le diagnosticó un trastorno depresivo persistente llamado distimia y le recetó un estabilizador de ánimo y un antidepresivo. Al comienzo, Magalí sintió que “volvía a vivir”.
Pero sucedió que el psiquiatra era difícil de encontrar, que Magalí se quedaba seguido sin recetas y, cada tanto, sufría el síndrome de abstinencia. “No me lo voy a olvidar nunca porque en esa época estaba haciendo una de mis muestras más importantes y el día que más gente fue no pude estar. Fue imposible levantarme de la cama, no podía tolerar la luz, estaba tomada por los pensamientos negativos, por el dolor de cabeza, por el insomnio”.
Magalí empezó a acumular bronca y entró en una etapa llamada “ciclado rápido” (luego del diagnóstico supo que era un efecto adverso del antidepresivo). “Empecé a notar que mi ánimo fluctuaba muy rápidamente, ahí sí que cambiaba casi de un día para otro”. Pese a que se aislaba cada vez más -"no querés que te juzguen, suficiente con lo que te estás juzgando vos misma"- logró decirle a su papá que necesitaba otro psiquiatra.
El nuevo médico le hizo una pregunta tras otra y en la misma consulta dijo que todo lo que contaba sonaba a trastorno bipolar. “¿Qué? ¿en serio? A mí no se me había ocurrido en ningún momento”, cuenta ella. Un psico-diagnóstico lo confirmó después. “Por eso creo que si alguien está pasando por algo así tiene que saber que dar con el profesional indicado puede tomar tiempo. Y si sienten que están tomado una medicación y algo no está bien, díganlo. Yo estaba tomando una medicación equivocada”.
Le dieron un estabilizador de ánimo y un antipsicótico y empezó un tratamiento integral con una terapia congnitivo-conductual. Haber podido ponerle nombre a lo que le pasaba también le permitió comenzar su propio proceso de psico-educación para entender cómo funciona el trastorno.
“Creo que esto es algo que deberían hacer los médicos. No es sólo decirte ‘tenés trastorno bipolar, chau’. Así aprendí que a veces hay detonantes de los episodios, por eso tenemos que cuidarnos mucho del estrés, y a veces no, estás bárbara y te agarra la depresión. Otra de las cosas que aprendí fue la diferencia entre ser bipolar y tener trastorno bipolar. Nadie es bipolar, no es una cuestión de la personalidad, es un trastorno que tenés y que no te define. Es importante no confundirlo con los cambios de ánimo, que varían cuando te pasa algo y después volvés a la estabilidad. Se te murió el perro, te ponés triste y en algún momento volvés a estar bien. En el trastorno bipolar los estados de ánimo se extienden mucho en el tiempo y te destrozan la calidad de vida”.
Se refiere a que muchas personas pierden sus trabajos, encaran proyectos que no logran terminar, pierden a sus parejas y también a sus amigos. A Magalí le pasó. “Dejé de ir a las juntadas porque no podía levantarme o no tenía energía, y dejaron de invitarme”. Por eso cree que tener un diagnóstico no es estigmatizante: “Cuando tu entorno sabe que uno de los síntomas del trastorno bipolar es que podés aislarte te entiende y no se lo toma personal, o al menos no te dicen ‘lo que a vos te falta es fuerza de voluntad’”.
Magalí no es profesional de la salud pero hace vivos de Instagram -a veces sola, a veces junto a algún médico/a o psicólogo/a- para sumar la experiencia personal a la información académica.
“Conocí mucha gente que lo oculta en sus relaciones de pareja, en sus trabajos, y sufre en soledad. Gente grande que nunca se lo contó a nadie, gente que en la sala de espera del psiquiatra atiende el teléfono y dice que está en el traumatólogo. Creo que eso tiene que ver con el tabú que existe sobre la salud mental, como si no fuera parte de la salud”, dice.
Después del diagnóstico, en 2019, vinieron otros autorretratos, por ejemplo uno en el que Magalí habló de la depresión y de cómo “marca cada uno de tus poros, cada mancha de tu ser y te invade, te consume, te hace agonizar”. De eso que “no se te pasa si pensás en positivo”.
“Creo que cualquier expresión artística es terapéutica pero el autorretrato te hace enfrentarte con vos, observarte, repensarte, chocarte con vos misma y con lo que no te gusta, por eso siempre me resultó liberador. También la fotografía me dio una motivación, aunque muchas fotos las haya sacado desde la cama porque no podía levantarme”, se despide.
Sus fotos podrían haber quedado reservadas para el ámbito privado pero publicarlas en su cuenta de Instagram fue la forma que Magalí encontró de combatir el tabú y armar una red para que quienes tienen el mismo trastorno que ella se sientan, al menos en un espacio virtual, más acompañados.
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