Cuando Theodore John Kaczynski iba a la escuela primaria descubrieron que su coeficiente intelectual era de 167,3 puntos. Siete más que Albert Einstein, Charles Darwin, Stpehen Hawking y Bill Gates. Una persona normal tiene entre 90 y 110. No es extraño, entonces, que este hombre nacido el 22 de mayo de 1942 en Chicago, Illinois, haya adquirido numerosos conocimientos: es filósofo y matemático. Pero el enorme handicap que significaba tener esa mente brillante fue arrojado al barro. Además de esos títulos, Ted cosechó los de asesino y terrorista.
Hijo de Theodore Richard y Wanda Dombek, segunda generación de inmigrantes polacos, era para ellos el reaseguro a un porvenir luminoso: por su inteligencia, lo hicieron pasar sin trámites de quinto a séptimo grado en el Colegio Evergreen Park Central. Lo que para ellos fue un premio, para Ted fue el puñal que dañó su vida para siempre. Cuando lo juzgaron por sus crímenes, confesó ante el tribunal que a partir de ese momento, el trato de sus compañeros, mayores, osciló entre el bullying y la indiferencia. La semilla del mal estaba sembrada.
Las matemáticas siempre le resultaron demasiado fáciles: se aburría. Volvió a pasar a un estrato superior, y se recibió dos años antes que sus compañeros. Siempre como el raro… el freak.
A los 16 años ya estaba en la Meca: Harvard. Y primero en el curso de Lógica dictado por el famoso profesor Williard Quine: Ted, 98.9 sobre 100… Entró en un proyecto pagado por la CIA: MK Ultra. Disfrazado de curso de Filosofía, sometía a los alumnos a un bombardeo psíquico brutal: atados a sus sillas, rodeados de espejos e iluminados por potentísimos focos, debían contestar una batería de preguntas.
Todo era filmado y grabado en audio, y luego se les hacía revivir el episodio para que se enfrentaran a su ira…, y comprobar su estado emocional. Una crueldad de la que Ted salió, en apariencia, indemne. Informe final: “Emocionalmente estable”. Pero le imprimió una huella profunda.
No mucho después, en la Universidad de Michigan, logró un doctorado en Matemáticas, y fue profesor ayudante en la Universidad de California (Berkeley) en 1967, apenas a sus 25 años.
Pero dos años después, una decisiva vuelta de tuerca. Renunció a su cargo. En 1971 se mudó a una pequeña cabaña –diseño propio– sin luz ni agua corriente, enclavada en lo más profundo de un bosque de Lincoln, Montana. Para Ted siempre fue difícil relacionarse con el prójimo, y en ese punto llegó al desiderátum: aprendió técnicas de supervivencia, como un explorador solitario y perdido en medio de la nada, para alcanzar el cenit: la autosuficiencia. Vivir de la caza y de la pesca…
Había escrito ya, entre otros ensayos, La sociedad industrial y su futuro: una visión apocalíptica del mundo moderno y su futuro, basada en la idea de que el desarrollo tecnológico no libera al hombre: lo encarcela, lo somete, lo esclaviza. Y lo firmó como Freedom Club.
La idea no es nueva. En 1936, Charles Chaplin filmó Tiempos Modernos. Con genio, drama y humor, dijo lo mismo…
Segunda parte
La primera bomba llegó en mayo de 1978. Estaba oculta en una caja con aspecto y remitente normales: una encomienda de las que se reparten miles cada día en todo el mundo.
Destino: Buckley Crist, profesor de Ingeniería de Materiales, Universidad Northwestern, Illinois. Pero no la abrió éste sino un guardia. La explosión sacudió la sala de profesores. Crist, ileso. El guardia, Terru Marker, con heridas y quemaduras, no murió.
Desde ese día, entre 1978 y 1995 –diecisiete años de misterio y desconcierto– , llegaron dieciséis bombas más a destinos disímiles, pero con predilección por universidades y aerolíneas. Saldo: tres muertos y veintitrés heridos.
Esa primera bomba era un tubo de metal de 2,5 centímetros de diámetro y 23 centímetros de largo. Contenía pólvora. La caja y sus cierres, de madera, estaban tallados a mano. El detonador era un clavo tensado por gomas preparadas para encender seis cabezas de fósforo y la pólvora apenas abierta la caja.
Era una bomba casera. Primitiva. Las siguientes fueron perfeccionadas con baterías y un filamento caliente para provocar una ignición más rápida y sin fallas…
Mientras el FBI (Federal Bureau of Investigation) se devanaba los sesos y gastaba fortunas tratando de identificar al criminal que bautizó como UNABOMB, derivado de UNiversity and Airline Bomber (Terrorista de Universidades y Aerolíneas), luego convertido en Unabomber por los medios de comunicación…, el autor envió una carta a The New York Times el 24 de abril de 1995. Prometía “cesar el terrorismo” (textual) si ese diario o The Washington Post publicaban su tesis sobre la sociedad industrial y su futuro.
En 1979, el panorama empeoró. Unabomber puso una bomba en el equipaje del vuelo 444 de American Airlines –un Boeing 727 que iba de Chicago a Washington–. El artefacto empezó a humear, y el piloto aterrizó en emergencia. No explotó porque falló su mecanismo detonador, pero los peritos informaron que tenía potencia como para “devastar el avión”.
La primera tarea del FBI fue trazar un perfil del terrorista. El primer informe lo describió como "un hombre joven, tal vez mecánico de aviones". Pero, estancada la investigación, entró en juego el agente James Fitzgerald, experto criminalista especializado en técnicas de análisis de comportamiento.
A pesar de que el comité insistió en defender el perfil primigenio, Fitz (como llamaban al agente) derrumbó esa teoría después de largos meses de fino trabajo sobre los textos del terrorista: sus tics, sus errores gramaticales, sus coincidencias entre el lenguaje del ensayo sobre desarrollo industrial y sus mensajes.
Un arduo trabajo que lo llevó a otro perfil: un hombre de 50 años, formación universitaria, inteligencia superior. Perfil que se acentuó hacia 1995, cuando Unabomber escribió una carta a The New York Times proponiendo un trato: la publicación de su ensayo sobre los peligros del desarrollo industrial… a cambio de cancelar el envío de bombas.
Después de muchas dudas y discusiones, el FBI y el diario aceptaron el trato. Tal vez alguien, al leer ese trabajo que parecía ser la gran obsesión del terrorista, lo identificara por el estilo o algún detalle.
Fue un caos. Se recibieron miles de llamadas de personas que creían conocer a Unabomber. Se acumularon miles de sospechosos. Pero Fitz ubicó a David Kaczynski, el hermano de Ted, y éste lo reconoció por varios signos. Uno, clave, esta frase: “No puedes comerte una tarta… y seguir teniéndola”: típica de Ted.
El resto fue fácil. David indicó el lugar de la cabaña, Ted fue detenido por hombres del FBI, y adentro encontraron su diario y un cuaderno en el que el matemático describió su técnica de fabricación de bombas.
Luego del largo juicio, la sentencia parecía ineludible: muerte en la silla eléctrica. Pero informes médicos (posible esquizofrenia) y los esfuerzos de David, su hermano, desembocaron en ocho sentencias a perpetua y en aislamiento.
Desde entonces y hasta hoy, Ted, el Unabomber que aterró durante años a su país (“¿Cuándo y dónde explotará la próxima bomba?”), sigue en la ADX Florence, cárcel federal de máxima seguridad número 04475–046, Estado de Colorado. Cumplió 78 años.
Sigue enviando y recibiendo cartas.
Casi todas versan sobre su manifiesto contra el progreso de la tecnología. Esa correspondencia y sus nuevos escritos están depositados en la Universidad de Michigan bajo el nombre The Labadie Collection.
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