Fue durante la noche del 14 de mayo de 2001, mientras los medios seguían hablando de crímenes pasionales. Hacía casi 10 años que Ricardo Barreda había asesinado a su suegra, a su esposa y a sus dos hijas y todavía se vendían estampitas con su cara, San Barreda, el justiciero. Nadie hablaba de femicidios, se hablaba poco de violencia intrafamiliar y mucho de “la habrá encontrado con el amante”, tal vez por eso Matías mintió durantes tantos años.
“Pocos saben la verdad, incluso al día de hoy que están por cumplirse 20 años. Mentí por incomodidad, no me daba decirles ‘tengo el cuerpo así porque el marido de mi mamá quiso matarnos y nos prendió fuego’. ¿Por qué mentía? Porque la pregunta que seguía era ’¿y qué le había hecho tu mamá?‘, ‘¿lo estaba cagando?’, ‘¿lo trataba mal?’. Entonces siempre puse excusas: decía que la casa se había prendido fuego por un cortocircuito o que nos habían entrado a robar y, como querían más plata y no había, nos habían incendiado la casa”.
Matías Lescano tiene 32 años, quemaduras en el 70% del cuerpo y varios dedos de una mano amputados. Su historia, que hoy cuenta por primera vez en una entrevista con Infobae, es la historia de “los hijos de la violencia machista”. Algunos son asesinados por los femicidas, o porque quedan en la línea de fuego o como un modo de destruir psicológicamente a las mujeres. Otros, como él, son sobrevivientes, aunque Matías tiene en claro que la ex pareja de su mamá no quiso dejarlo vivo sino que fueron las y los médicos del Hospital Garrahan quienes le salvaron la vida después.
“Mi mamá y mi papá se separaron cuando yo tenía más o menos 7 años. Después de un tiempo, mi mamá decidió rehacer su vida y se puso en pareja con este hombre, al que yo quería muchísimo, lo consideraba como un segundo padre. Estuvieron unos tres años juntos y tuvieron una hija, mi hermana más chica, creo que es la persona que más quiero en el mundo”, sonríe Matías.
Ese 14 de mayo de 2001 la mayor de sus hermanas tenía 18 años, Matías tenía 13 y la más chiquita -la que lloró y permitió advertir que la casa estaba en llamas- era una beba de 7 meses. “Vivíamos en una casa grande en Merlo que tenía un comercio adelante. Económicamente estábamos bien, a mí me daban todos los gustos, jugaba con mis amigos, iba al colegio, tenía la Play. Y nada, yo me fui dando cuenta de a poco, con lo poco que se puede dar cuenta un nene de 13 años, que las cosas no iban bien”.
Hacía una semana que la pareja de su mamá dormía en el comercio y Matías recuerda que esa noche su mamá le contó que se iban a separar y que, al día siguiente, ellos se iban a ir a lo de la abuela, en La Tablada. Matías no recuerda ninguna alerta previa, sólo que le preocupó cómo iba a hacer para seguir yendo a su colegio de siempre donde estaban sus amigos. “Y nada, nos acostamos a dormir”, sigue.
Fue alrededor de las cinco de la mañana que la bebé lloró. “Cuando mi mamá se despertó a alzarla vio que estaba todo en llamas, la casa era todo humo, un desastre. Empezó a buscar las llaves y no las encontró. Yo volví a esa casa unos años después y me destrozó ver las manos de mi mamá marcadas por las paredes, las huellas de los dedos sobre el televisor de tubo derretido. Nunca las encontró, definitivamente él había entrado a la madrugada y nos había sacado las llaves”.
Su mamá y su hermana mayor intentaron abrir una ventana “pero él las había atado del lado de afuera con alambre. Su intención era que no saliéramos. Y bueno, fuerza de madre o de no sé dónde, pudieron levantar la persiana y empezaron a gritar. A gritar, a gritar, a gritar, porque encima la ventana tenía rejas. Mi mamá tiró por las rejas a mi hermanita, a la que era bebé, que era la única que pasaba. Pensó ‘que se salve ella’”.
Los vecinos que escucharon los gritos saltaron el paredón, arrancaron la reja, sacaron a la mujer y a su hija mayor. Lo último que la mamá de Matías gritó antes de desmayarse fue “¡falta mi hijo! ¡falta mi hijo!”. Matías seguía adentro, pero no estaba solo. En su habitación dormía el novio de su hermana, que había trasnochado con él jugando a la Play. Los vecinos, escucharon que faltaba el varón, entraron y sacaron a su cuñado. Matías quedó adentro de la casa en llamas.
“Hasta que alguien se dio cuenta de que faltaba yo, me conocían del barrio, yo estaba siempre en la calle jugando a la pelota. Lo único que me acuerdo es que me ardía todo, que me tiré al piso, que se reventó una ventana y que yo sentí algo muy caliente en la espalda. No me acuerdo más nada. Me desperté dos meses después en el Hospital Garrahan sin entender qué me había pasado. Me desperté y pregunté por él, ya te digo que yo lo quería mucho”.
Su mamá no le dijo la verdad en ese momento pero la verdad es que, mientras los bomberos apagaban el fuego, se escuchó “un estruendo, un disparo. Y era él, que se suicidó ahí en el lugar. Yo no sé si él estaba espiando, viendo todo. No sé si hay una mente tan enferma que pueda hacer eso, adentro estaba su propia hija. Lo que yo creo es que él no aceptó que mi mamá se quería separar y premeditó todo. Pensó ‘si no podemos estar acá todos juntos nos vamos todos juntos a otro lado’”.
La noticia sólo salió en una revista barrial. Lo que decía en el título era que un hombre había encontrado a su mujer con su amante y le había prendido fuego la casa.
El después del infierno
Algunos podrán creer que “muerto el perro se acabó la rabia”. Matías sabe que esa creencia está lejos de la realidad, porque las consecuencias de la violencia machista se arrastran siempre. “No es sólo una cicatriz, una herida en el cuerpo, no es solamente lo que se ve: es una marca que la familia entera lleva de por vida”, dice.
Matías dejó el colegio, estuvo dos meses en coma inducido con quemaduras en el 70% del cuerpo. Entró 69 veces al quirófano para que le hicieran injertos con su piel sana y tuvieron que amputarle las puntas de los dedos de la mano derecha para frenar una infección que lo dejó al borde de perder el brazo.
“Me salvaron la vida, tuve un paro cardiorrespiratorio en medio de una operación y lograron traerme de vuelta”. Igual, por el prejuicio que había alrededor de las mujeres víctimas de violencia de género y para no lastimar a su hermana menor, Matías siempre llamó a lo que pasó “el accidente”.
“No podíamos decirle ‘tu papá te quiso matar’, ‘tu papá nos prendió fuego a todos juntos’”, cuenta él. Tampoco le decía la verdad a los desconocidos que le preguntaban qué le había pasado en el cuerpo. “Me acuerdo que una señora me preguntó en la parada del colectivo qué me había pasado. Y yo le dije ‘nada’ y me fui caminando cincuenta cuadras hasta el colegio para no compartir esos minutos de viaje. Me llevó muchos años entender que lo que nos pasó es algo que le puede pasar a cualquier familia”. Se refiere a que los femicidas atraviesan todas las capas sociales.
La adolescencia fue “muy difícil”. Vivía tapado, “en pleno verano usaba guantes negros de invierno y bufanda para que no se me vean las marcas de las manos”. Salía a bailar y la pasaba mal, sentía que las chicas no lo miraban a él sino a las cicatrices que sobresalían de su cuello.
“Empezaba a transpirar, decía que me quería ir, me voy, me voy, y me iba. Muchas veces pasaba por antisocial”, cuenta. “Vivir así no es vivir. Uno la caretea y piensa que está viviendo normal pero no lo está haciendo. Vivís escondido, tapándote, vivís tratando de que el otro no te vea”.
Matías habla con Infobae frente a la pantalla de su teléfono y gesticula con las manos. Es lo que hacemos todos pero no es lo que hacía él hasta hace poco, que escondía su mano derecha para que no se vean las amputaciones. La primera vez que se sacó la remera delante de una chica fue con la misma mujer que desde hace 11 años es su pareja: “La persona que me ayudó a volver a confiar en mí”, dice.
Siguió tapándose del resto, yendo a la playa vestido y mintió hasta en las entrevistas de trabajo. “Es que no es fácil para los que tenemos quemaduras o amputaciones. No conseguís trabajo en ningún lado, piensan que no vas a poder”. Matías es ahora chofer en una gráfica y, aunque mintió en la entrevista laboral, cree que hace falta más gente como sus empleadores.
“Yo me atajé ese día, les mostré las manos y les dije ’miren que tengo esto’. Ellos me contestaron ‘¿y?’”, cuenta. ¿Por qué mintió en la entrevista? “Yo todavía estaba encerrado en esa burbuja y cuando me preguntaron qué me había pasado dije que nos habían entrado a robar y nos habían incendiado la casa porque no teníamos más plata. Mi miedo era que me juzgaran y me preguntaran qué había hecho mi mamá para que nos pasara eso”.
Los tiempos cambiaron, los feminismos lograron que ya pocos vean pasión en un intento de femicidio múltiple, y Matías ya no siente vergüenza. “Veo los femicidios y me indigno. A veces los medios mismos buscan un por qué, por qué la quisieron matar. Y la verdad, no hay un por qué. Las cosas están cambiando pero así y todo hoy, año 2020, una chica cuenta en televisión que la violaron y le preguntan qué llevaba puesto”.
No hay estadísticas de cuántas mujeres fueron asesinadas por femicidios aquel año en que Matías y su familia se salvaron de casualidad. Tampoco hijos, menos cuántas sobrevivieron. Y hoy, 19 años después, la violencia machista sigue siendo un drama cotidiano. Hubo más de 200 femicidios sólo en lo que va del año, 15 de ellos fueron femicidios vinculados (asesinatos de otros familiares, como hijos). En el 45% de los casos el agresor es la pareja de la mujer, como ocurrió en la familia de Matías. Y el 66% de los crímenes ocurren en la casa de la víctima, según el observatorio “Ahora que sí nos ven”.
Pasaron casi 20 años pero hace pocos que Matías hizo un click, dejó de decir que no creía en los psicólogos y empezó, con ayuda, a intentar aceptar su cuerpo y su historia. Logró sacarse la remera frente a desconocidos hace pocos meses, cuando los tatuadores de la fundación Mandinga Tattoo se enteraron de su historia y lo invitaron a hacerse un “tatuaje sanador”. En su caso fue gratis, por un lado porque Matías no podía pagarlo; por otro, porque vieron relevante poner el foco en las y los sobrevivientes de la violencia machista.
“Creo que me animé a contar mi historia porque ya quiero que deje de doler y salir adelante. También para ponerle nombre y porque sé que esto le puede pasar a cualquier familia y, sin embargo, cuando te pasa, te sentís solo”, se despide Matías. “Yo aprendí mucho de todo esto. A seguir, a volver a pararme, a intentarlo de nuevo siempre. También aprendí a no juzgar a nadie, ni al que parece anti social ni al que tal vez te contestó mal: uno nunca sabe contra qué está luchando en silencio la otra persona”.
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