Roque tiene 35 años, se crió en Ciudad Evita y, hasta hace muy poco, no sabía “nada, nada de nada” sobre las infancias trans. Sí había visto travestis y trans prostituirse para sobrevivir en la rotonda de San Justo, pero Roque pertenece a la generación del “eh, no llorés, no seas puto” así que nunca había destejido eso que veía: nunca se había cuestionado cómo habían sido las infancias de esas personas -a veces adultas, muchas otras no- que veía en la rotonda por la ventanilla del 174.
Va a llorar Roque, va a llorar varias veces a lo largo de esta entrevista. Va a pedir disculpas por los segundos de silencio que necesita para recuperarse, pero el nudo en la garganta no es de pena. Revoloteando por ahí anda su hijo de 7 años, que acaba de empezar primer grado: el mismo niño que, en salita de 5, levantó la mano frente a una ronda gigante de chicos de distintas salas, maestras y directivos y dijo que él sí tenía una novedad: que era un varón, que se llamaba Joaquín y que no quería que le dijeran más Renata. El nudo en la garganta del padre, ya ves, no es de pena, es de orgullo.
“Renacer, eso significa Renata”, dice Roque Quilodrán a Infobae desde Merlo, San Luis, donde vive junto a Martina, su pareja, y Joaquín, el único hijo de ambos, que es un niño trans. El valor escondido de aquella puntada inicial en la trama ahora se ve con nitidez: el nombre que eligieron en 2013, después de que una ecografía reparara en los genitales del bebé y anunciara “nena”, terminó siendo el puente hacia el varón trans que iba a ser. Es la palabra “renacimiento”, precisamente, la que le anuda la voz a Roque por primera vez.
Antes de tu llegada
Roque Quilodrán fue al colegio en la década del 90. No sólo nunca tuvo nada parecido a la Educación Sexual sino que nunca había conocido a nadie con una orientación diferente a la heterosexual, mucho menos con una identidad de género diferente a la de “la norma”. “Además, mi mamá y mi papá son muy creyentes, somos cinco hermanos. Yo mismo me acerqué a la Iglesia en un momento y tuve una educación eclesiástica”, recuerda.
Se alejó y se recibió luego de profesor de Educación Física en la Universidad Nacional de La Matanza y tampoco allí tuvo ningún compañero o compañera de estudios travesti o trans. No sabía -todavía- que no estaban porque la mayoría habían sido expulsadas de sus casas, sobrevivían en las calles a distintos tipos de violencias y estaban borradas de las familias, de las aulas, de los trabajos y vaciadas de sus derechos.
A Martina Beredjiklian quien, desde hace 8 años, es su compañera de vida, la conoció en el espacio al que ambos iban a colaborar: “PiEs Por la Tierra”, una organización sin fines de lucro que asiste a personas en estado de vulnerabilidad en la zona de Puente La Noria, Camino Negro, Villa Fiorito, Villa Caraza y Villa Albertina. Martina era de Mataderos, estudiaba Trabajo Social en la UBA y tenía 20 años.
Roque y Martina se enamoraron mientras armaban un campamento para chicos, adolescentes y jóvenes de esos barrios, otra puntada en la trama que años después también cobró un nuevo sentido: ya estaban acompañando -juntos- las infancias y adolescencias, escuchándolos, poniéndole el corazón y el tiempo libre a chicos que los necesitaban. Se enteraron del embarazo siete meses después del campamento, se sorprendieron y se alegraron en estéreo, y se fueron a vivir juntos a Ramos Mejía.
“Y el 31 de julio de 2013 nace quien, en ese momento, era Renata”, comienza Roque. “Al principio todo fue lo habitual, el cliché de la ‘familia tipo’, digamos. Era la primera nieta para los cuatro abuelos, la primera sobrina para todos los tíos. El primer año, año y medio obviamente no mostró ningún indicio, era bebé y estaba a merced de los adultos. Yo no puedo decir que en determinado momento él empezó a mostrar indicios de que no se sentía una nena: creo que él es él desde que nació, sólo que nosotros empezamos a darnos cuenta cuando tenía 2 años”.
Los juguetes definidos como “de nena” no le gustaban. “Mi vieja le regaló un bebote y cuando llegó a casa dijo que lo iba a guardar pero que no le contáramos a la abuela. Todo esto en su idioma, porque tenía 2 años. Dejamos muchos regalos de lado, todos los que eran ‘de nena’ -dice, y hace comillas con los dedos-. Todavía no expresaba qué le pasaba pero directamente no los usaba”.
A Roque y a Martina les pareció que era una cuestión de gustos y le habilitaron el espacio para que jugara con lo que quisiera. Pero en paralelo a su elección de juguetes, pasó lo de la ropa: “Le regalaban vestiditos hermosos, nunca jamás le pudimos poner un vestido. Lloraba, decía que se lo quería sacar, y sólo se calmaba cuando le poníamos un pantalón y una remera”. Aún sin saber bien qué estaba pasando -si es que algo estaba pasando o sólo era una etapa de la niñez- la familia dejó ser: no creyó que educar era obligar a una criatura de dos años a ponerse determinada ropa o a peinarse con dos colitas, “como el resto de las nenas”.
Hay puntos que no se unieron en aquel entonces pero sí ahora: “Si me remonto hacia atrás, creo que no era una nena feliz”, dice su papá. “Vos querías sacar una foto y Renata nunca quería, o salía con cara de orto. Todos me decían ‘che, sacó tu carácter’ porque, si bien jugaba, siempre estaba seria”. Roque, que ahora ve a su hijo sonreír, entiende que no era un tema de carácter.
“Lo que creo es que no se sentía cómodo siendo Renata. Y no hablo del cuerpo, porque yo no creo que mi hijo haya nacido en el cuerpo equivocado. Su cuerpo está bien, Joaco es un varón con vulva”, explica su papá, que decidió involucrarse en la paternidad y no recurrir al viejo truco de dejar los temas complicados para que se ocupen las madres. Por eso, esta no es la historia de un niño trans, una moneda arrojada al viento: es la historia de una familia en transición.
“Hay un concepto que me gusta y que habla de ‘estar siendo’. Joaquín no ‘es’, como algo estático, ‘está siendo’ la persona que quiso y quiere ser. Está recién en primer grado pero, en este ‘estar siendo’, si el día de mañana se siente incómodo con alguna parte de su cuerpo y la quiere modificar, la ley se lo permite y nosotros lo vamos a acompañar”.
Se refiere, por ejemplo, a que Joaquín podrá decidir a futuro si quiere hacerse o no una mastectomía para quitarse las mamas o hacer un tratamiento hormonal para aumentar el vello corporal y facial, modificar la voz, perder el sangrado menstrual, entre otros cambios. Según la ley, no está obligado a cambiar su nombre y género en el documento de identidad para que lo llamen por el nombre que eligió, aunque Joaquín ya pidió el cambio de DNI hace un mes, apenas cumplió los siete.
El jardín de infantes: toma 1
La salita de 3 fue en un jardín de Ramos Mejía. Seguían sin gustarle las muñecas pero sí los camiones, las pelotas y cualquier color que no fuera el rosa. “La habíamos anotado como Renata, tenía unos rulos largos preciosos, la maestra le decía ‘Renu’. Pero cuando la íbamos a buscar, se subía al auto, bajaba la ventanilla, saludaba a sus compañeritos y los otros chicos le contestaban ‘¡chau amigo!’. No sé por qué, se ve que en la dinámica entre ellos pasaba algo que ningún adulto recepcionó de la misma manera”.
Martina ya se había dado cuenta de que no era un tema de gustos “y que no había vuelta atrás”. A Roque le costó más y siguió pensando que Renata era sólo una nena de 3 años a la que le gustaba jugar con camiones. “Con esa educación que tenía creí que era una elección de actividades, no se me ocurrió pensar que ya estaba haciendo su transición acorde a su identidad de género”. Y es acá donde se quiebra otra vez:
“Yo era un ignorante en el tema, la identidad de género no existía para mí”, dice Roque, y se queda mirando un punto fijo, recibiendo el eco de lo que acaba de decir, atragantado. “Me pone mal, porque cuando te digo que para mí esto no existía es como si te dijera que no existía mi hijo”, dice, mientras le tiemblan los labios y se limpia las lágrimas con los puños de la campera. “Creo que el mundo adulto, al no permitir la posibilidad de sentir o pensar de una manera diferente, termina neutralizando vidas. Cuando vos no dejás plena libertad, no dejás existir a otra persona”.
Seguía en salita de 3 cuando en el jardín ensayaron una obra infantil sobre Caperucita roja y el lobo. Cuando Joaquín llegó al acto disfrazado de Caperucita igual que las otras nenas y vio a los varones disfrazados de lobos, tuvo una crisis de angustia tan profunda que su mamá y su papá se lo tuvieron que llevar del acto. A fin de ese año se mudaron a San Luis y lo anotaron en salita de 4 en un jardín de Merlo.
Fue un drama ese verano con las mallas, porque Joaquín se negaba a usar las enterizas de volados y se sacaba el corpiño de las bikinis para quedar en cuero, como su papá.
“Para ese entonces ya decía que era un varón de pelo largo, pero igual: un varón con cara de culo”. Tampoco tuvieron una buena experiencia en ese jardín: “Quería estar con los varones porque con ellos podía jugar a agarrarse, a tirarse al piso, a la pelota. Nosotros como familia lo habilitábamos, no era un capricho, no era como si tu hijo ve a Messi en la tele y durante un mes dice que es Messi. No se le pasaba. Pero en el jardín no tuvieron ninguna recepción y siguieron igual, ‘casitas para nenas, bloques de construcción para los varones’”.
Sacar la voz
La escena que hace emocionar de nuevo a Roque fue doméstica, simple. Una amiga peluquera fue a visitarlos, sentó a su hijo en la mesa, apoyó un espejo grande en un sillón y agarró una tijera. “Más”, pidió el nene, que todavía era llamado Renata. “Y cuando llegó al corte que quería, se dio vuelta, nos miró con una sonrisa enorme y dijo: ‘ahora sí soy un varón’”.
El cambio evidente en la expresión corporal de su hijo de 5 años fue un punto de inflexión para Roque.
Volvieron a cambiar de jardín en salita de 5, aunque el cuaderno seguía diciendo Renata en la etiqueta. Pero ese año viajó a San Luis Gabriela Mansilla, mamá de Luana, la primera niña trans argentina en obtener su DNI tras la sanción de la Ley de Identidad de Género. Gabriela, que es autora de los libros “Yo nena, yo princesa” y “Mariposas libres” dio una charla y, cuando terminó, “él se acercó a ella y le dijo ‘hola, yo soy Joaquín’. De más está decirte que con la mamá no podíamos ni hablar de lo que llorábamos, era la primera vez que decía su nombre”.
“El lunes, cuando lo llevamos al jardín, nos pidió que no dijéramos nada, que él lo iba a decir”. Roque y Martina se enteraron a la salida, cuando Stella, la seño a la que adoran, les dijo que quería hablar con ellos. Fue ella quien les contó que, cuando sentaron a todo el jardín en una ronda y preguntaron quién tenía una novedad, él había dicho que se llamaba Joaquín, que era un varón y que no quería que le dijeran más Renata. La maestra fue la primera aliada que encontraron en el ámbito educativo, porque dijo que se iba a quedar con el cuaderno para sacarle la etiqueta de Renata y ponerle una que dijera Joaquín.
El ámbito educativo, igual, sigue siendo un desafío enorme. Por sus carreras y por su acercamiento a “Infancias libres”, Roque y Martina lograron hacer cumplir lo que dice la ley de identidad de género: por ejemplo, que se cambien los registros escolares con el nombre autopercibido, aunque el niño, niña o adolescente no haya modificado su DNI. “La ley es de 2012 pero la escuela no sabía nada del tema, la inspectora no conocía la ley”, sigue. El diploma del último año de jardín no dice Renata, dice Joaquín.
Suele ser habitual que abuelos, tíos o amigos no acompañen a las familias en transición o acusen a los padres de haberles llenado la cabeza a los chicos. No fue eso lo que pasó con la familia de Joaco porque abuelos, tíos y amigos preguntaron de dónde podían sacar más información para acompañar mejor y se pusieron a disposición de aprender.
Miedos, desafíos: futuro
Roque dice que un hijo trans te interpela. “Le hace preguntar a un padre como yo, que pertenece a la generación del ‘manga de trolos, corran’ qué estaba haciendo durante mi adolescencia. Creo que el primer miedo que uno tiene como papá es qué tan cruel será el sistema, la discriminación”, explica. “Sé que, cuando sea adolescente, si no sale con un grupo que lo apoye y lo contenga, se va a encontrar con esto mismo de lo cual yo formé parte en mi adolescencia”.
La ley sola no alcanza, por eso decidieron adoptar una actitud activa y seguir abriendo caminos. Roque y Martina aprendieron, tendieron redes. Encontraron un espacio de contención en la Casa de Varones Trans Córdoba, empujada por Santiago Merlo, un hombre trans adulto que es, para ellos, un faro en la oscuridad. Y ofrecieron dos capacitaciones docentes en San Luis en conjunto con la organización “La Veinticinco de Febrero, Merlo SL”. “Con todo el dolor del mundo, porque nos encontramos con que la mayoría de los docentes vulneran los derechos de estas infancias, por desconocimiento o con intención”.
Joaquín acaba de empezar la primaria y eso significa que habrá desafíos nuevos. “Uno es que el cuerpo de mi hijo no está representado en el sistema educativo. Yo sé que en la clase de biología le van a decir ‘las mujeres tienen vulva y vagina, así es el aparato reproductor femenino, los varones tienen pene y testículos, así es el cuerpo masculino’, y el cuerpo de Joaquín, al ser un varón con vulva, no va a existir. Los mensajes que te da el sistema educativo a diario hace que muchos sientan que sus cuerpos no están bien. Hoy, en su material gráfico, la ley de educación sexual integral no incluye sus cuerpos: no hay varones con vulvas, tampoco niñas con pene”.
También hay desafíos por fuera de las aulas, por ejemplo, en el sistema de salud: “No es fácil llegar con tu hijo trans al sistema de salud, que el pediatra vea que tiene una vulva y no salga espantado. Por eso también luchamos para que se entienda que un varón trans va a necesitar hacerse sus papanicolau o una mujer trans sus estudios de próstata, es su derecho a la salud. Creo que estamos a años luz de eso y que las familias en transición deberíamos ser parte del diseño de políticas públicas para las infancias trans. Yo, como papá, sé lo que es tratar de darle una respuesta a Joaquín cuando pregunta ‘‘¿y yo voy a poder tener hijos?‘, ‘puede un varón quedar embarazado?’. ¿Quién le dice en la escuela que va a menstruar a un varón con calzoncillos?”.
La Ley de Identidad de género argentina es un ejemplo en el mundo, pero falta otra batalla: “¿Qué pasa si tu hija es mañana la novia de mi hijo trans? ¿te da igual? ¿qué pasa si mi hijo trans quiere ir a jugar a tu casa con tu hijo? ¿va a estar todo bien o vas a tener miedo de que le contagie ‘ideas raras’? El desafío, me parece, no son sólo las normas, es dar la batalla cultural”.
Después se despide Roque, el agua del mate ya se enfrió. Lo que contesta sobre el final es por qué eligió esta vida de lucha, por qué se va todas las noches a dormir pensando qué hacer para que su hijo tenga una vida mejor. La respuesta es el mismo deseo que tuvo cuando su hijo llevaba el nombre de Renata, aritos y un body con flores: que no tenga límites, que pueda ser lo que quiera en la vida, que sea feliz.
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