Oliver Sacks: el doctor de Despertares, el hombre que no reconocía su cara en el espejo

Fue uno de los grandes divulgadores científicos del siglo XX. Y Robin Williams lo interpretó en la película sobre su vida. Tuvo grandes pasiones y una vida íntima que fue mutando con el tiempo: vivió célibe 35 años hasta que encontró el amor a los 75 años. Hoy se cumplen 5 años de su muerte

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Oliver Sacks
Oliver Sacks

Un médico que se convierte en una celebridad. Sus libros se venden por millones. grandes estrellas del cine se pelean por interpretarlo. Él continua escribiendo, tratando de saber más, de sondear lo inexplicable, de estirar los límites de la ciencia y de intentar (y lograr la gran mayoría de las veces) llevar esos descubrimientos al gran público, camuflando esa operación detrás de grandes historias, de historias con alma.

Tenía un aire a Sean Connery. De grande, con la barba blanca, la calvicie ganando su cabeza. Había algo travieso en sus ojos; era una mirada repleta de energía. La risa era ancha y contundente. La frente con arrugas prolijas y paralelas. De joven, también se parecía al primer Bond. Varias fotos muestran su físico trabajado por la natación o posando con la vista perdida con campera negra y su motocicleta. Pero si alguien quiere saber cómo se caminaba, cómo hablaba, cuáles eran los gestos del Doctor Sacks, sólo tiene que ver la actuación de Robin Williams en Despertares.

Robert De Niro y Robin
Robert De Niro y Robin Williams en Despertares, la película basada en el libro autobiográfico de Oliver Sacks. 162

Para esa película, el primero en conocer a Sacks fue Robert De Niro. Le pidió encontrarse con algunos pacientes que sufrieran la patología que él debía interpretar. Cuenta en sus memorias que nunca vio una transformación igual. De Niro se acercó a los pacientes, los observó, habló con ellos, se interesó por sus vidas. Sacks afirma que en varios momentos de la filmación, la interpretación del actor era tan perfecta que temía, por momentos, que De Niro hubiera sufrido algún tiempo de lesión cerebral. En esa película dirigida por Penny Marshall, Oliver Sacks es interpretado por Robin Williams. “Tras nuestros primeros encuentros, Robin comenzó a imitar algunos de mis gestos, mis posturas, mi manera de andar y de hablar, todo tipo de cosas de los que yo no me había percatado hasta entonces. Me desconcertaba verme en ese espejo vivo. No me imitaba; en cierto modo, se había convertido en mí; de pronto me había salido un hermano gemelo más joven”, escribió Sacks en En Movimiento, su libro de memorias.

Despertares dio a conocer a Sacks en todo el mundo. La fuerza de Hollywood. Sin embargo en muchos ámbitos ya tenía un enorme prestigio. El libro en el que se basó la película había pasado por todos los formatos. A principios de la década del setenta un documental de la BBC contó esos casos de pacientes que padecían postencefalitis desde los años veinte como secuela de la Pandemia de Gripe del 18. Aletargados, inmóviles, parkinsonianos durante cuarenta años, con el descubrimiento de la L-Dopa y su aplicación, esos pacientes tuvieron un inesperado cambio en su condición.

Una aventura científica en la que la dimensión humana es el centro. Esa descripción podría servir para cualquiera de los trabajos de Sacks. Pero Despertares por su excepcionalidad, porque el cuerpo funcionaba como cárcel silente, logró conmover de una manera especial. Antes de la película, Harold Pinter adaptó fragmentos del libro para teatro. También Peter Brook adoptó al teatro algunos de sus textos. Y Michael Nyman hasta compuso una ópera utilizando como fuente de inspiración a Sacks y sus pacientes con raras enfermedades neurológicas.

Los textos de Oliver Sacks reúnen muchos méritos. Tienen potencia, una prosa fluida, un delicado uso del lenguaje, dosificación de la información científica y son enormemente atractivos. Es probable que él y Carl Sagan sean los dos más importantes divulgadores científicos de los últimos cincuenta años. La divulgación, muchas veces menospreciada, es un pequeño y delicado arte. En su nombre, muchos perpetran crímenes literarios. En ese terreno abundan los plagiarios, simplificadores e imprecisos; es como si a quienes incurrieran en ese terreno se los inoculara el veneno de la analogía fácil, de la comparación burda e injusta con la realidad. Sacks y Sagan son el antídoto perfecto. Rigurosos, claros, sin desdeñar la tridimensionalidad de las cuestiones que abordan. Utilizando los recursos de la buena literatura para contar buenas historias, para explicar sin tergiversar. Y principalmente con un respeto -casi litúrgico- por el lector, esquivando siempre la tentación de subestimarlo, de ser condescendientes.

Estaba convencido de que el cerebro era la cosa más maravillosa e intrigante del universo. Su curiosidad era voraz. Otro elemento del que sus textos son una buena prueba es la empatía con el paciente, sus historias y padecimientos. Como si siempre tuviera en cuenta que la medicina es ciencia, conocimiento, estudio y una cuidada relación médico-paciente. Como diciendo todo el tiempo que en el mundo real la fría erudición y desinteresada audacia del Doctor House no tienen lugar.

Un antropologo en Marte, uno
Un antropologo en Marte, uno de los tantos libros de Oliver Sacks

Él mismo fue personaje de sus libros pero no sólo como doctor. Sufría prosopagnosia que es la patología que impide reconocer caras que no son familiares. Eso sumado a su timidez complicó sus relaciones personales. Nada en las caras ajenas se diferenciaba para él. Es más, por momentos, en los estadios más complicados de la condición ni siquiera se podía reconocer a él mismo al verse reflejado. Uno de sus hermanos también padecía prosopagnosia. Oliver Sacks, el hombre que no se reconocía a sí mismo ante el espejo.

A los 18 años obtuvo una beca para estudiar en Oxford. Oliver era el menor de cuatro hermanos. Sus padres eran médicos reconocidos. Su mamá fue una de las primeras cirujanas de Inglaterra. Ella quiso que él siguiera su camino pero la torpeza manual de Oliver era un impedimento. En la familia, muy numerosa, convivían intelectuales, científicos y hubo hasta un Premio Nobel.

Antes de emprender el viaje a la universidad, su padre se sentó a hablar con él. La típica charla de “hombre a hombre” de esos años. El padre, seco, no demasiado locuaz, empezó balbuceando algo sobre la necesidad del estudio y del control de los gastos y del dinero. Oliver, de inmediato, supo que ese no era el motivo de la conversación: el era muy frugal; sólo compraba libros. Luego de algunos rodeos llegó la cuestión que desvelaba al matrimonio Sacks. “No te vimos nunca con chicas, ¿te gustan las mujeres?”, preguntó el padre con mucho más temor que curiosidad. “No están mal”, respondió Oliver con el deseo de que la charla padre-hijo finalizara en ese preciso instante.

“¿Te gustan más los chicos?”, el padre formuló la frase como una pregunta pero en realidad era un lamento quedo. “Sí, me gustan más, pero por ahora no es más que una sensación. Nunca hice nada”. La charla terminó allí, el padre no dijo más nada. Oliver le hizo un pedido final: “No se lo cuentes a mamá”.

A la mañana siguiente, cuando Oliver despertó una tromba se le vino encima. Con la cara desfigurada por la ira, la madre le gritó: “Sos abominable. Ojalá no hubieras nacido”. Se trataba de una de las pocas cirujanas de todo el Reino Unido, pero la moral victoriana, su fanatismo religioso se impuso. Luego de ese ataque de furia, la madre nunca más volvió a hablar con su hijo del tema. Las relaciones continuaron con cordialidad pero frías. Algo se había roto entre ellos.

Oliver estaba abducido por el estudio. Parecía que todo lo humano le interesaba. Sus amigos creían que era asexual. Pero él sabía la verdad. El otro elemento que no lo ayudaba era su timidez, una patológica imposibilidad de comunicarse con los otros en un plano de igualdad. Cada una de sus intervenciones públicas estaban cargadas de cálculo, de restricciones internas. Así fue que durante mucho tiempo no ejerció su sexualidad. Hasta que una noche en Ámsterdam un hombre lo encaró en la calle. Oliver había tomado mucho, estaba muy borracho. A la mañana siguiente despertó en la cama de un desconocido. Allí se abrió un nuevo mundo para él. El amor y el sexo fueron dos de sus grandes motores vitales. El tercero, sin duda, fue la curiosidad.

Pero a los cuarenta años, luego de una aventura de unos pocos días con un hombre que conoció nadando en Inglaterra y la separación forzada por su regreso a Estados Unidos, Oliver Sacks abandonó el sexo. Ingresó en un estado de celibato voluntario que se extendió por 35 años.

 AP 163
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Soltero a lo largo de gran parte de su vida, en 2009 conoció a Bill Hayes, fotógrafo y periodista. Hayes había enviudado un año antes. Sacks le escribió para felicitarlo por uno de sus libros, The Anatomist. Se conocieron personalmente. De a poco crearon un vínculo romántico. A sus 75 años, Oliver abandonó el celibato autoimpuesto después de más de tres décadas. Hayes, 35 años más joven, se convirtió en su pareja hasta su muerte.

Sacks no habló sobre su sexualidad hasta la publicación de En Movimiento, sus memorias (en realidad la segunda entrega de estas porque en El Tío Tungsteno narra su infancia inglesa y su inicial pasión por las ciencias) en la que relata sus experiencias y describe su vida en pareja. El libro está dedicado a Bill Hayes.

Sus aficiones fueron las motos, la natación -en especial en aguas abiertas-, y la halterofilia. Como todo lo que encaraba en su vida estas actividades recreativas también lo tomaron. Aquello que encaraba lo hacía con un alto grado de dedicación y obsesión. Así como su conocimiento de las disciplinas que encaraba era de una profundidad inaudita, había muchas otras que se le escapaban. Con un ejemplo basta: en una entrevista le preguntaron qué opinaba sobre Michael Jackson. No pudo responder nada. No sabía de quién le estaban hablando.

Se especializó en neurología. Logró el raro privilegio de contar con éxito masivo y con prestigio profesional. Fue convocado a integrar varias academias en los Estados Unidos. Sus escritos se publicaban tanto en las revistas científicas como en los grandes medios. El gran éxito llegó con los libros en los que alternaba los casos clínicos, con las explicaciones médicas y hasta vivencias personales. Su primer libro fue Migrañas. Unos años después llegó el primer gran éxito con El hombre que confundió a su mujer con un sombrero (un gran título). Aquellos colegas que habían elogiado como convivían la claridad con la precisión en su anterior trabajo, quedaron descolocados con el tono narrativo de este. Lo otro que interfirió en una valoración adecuada fue el suceso enorme e inmediato. Los celos comenzaron su trabajo. Algunos médicos afirmaron que eran libros con mayor valor literario que científico. El New York Times dijo que debía ser declarado Poeta Laureado de la medicina.

En 2006 le descubrieron un tumor ocular del cual fue operado. Casi diez años después sintió que algo no funcionaba bien. El cáncer había vuelto y se había esparcido por el hígado y el cerebro. Él mismo analizó sus tomografías y se dio cuenta de que la situación era irreversible. No necesito que sus colegas le dijeran que le quedaban unos pocos meses de vida. Tomó una decisión: seguir viviendo con intensidad lo que le quedaba de camino.

Apuró a la editorial para poder ver editadas sus memorias y comunicó su situación a través de un artículo en el New York Times: “Me quedan unos pocos meses de vida. Intento vivirlos de la manera más rica, profunda y productiva que pueda. Espero y deseo que en el tiempo que me queda poder profundizar mis amistades, despedirme de los que amo, escribir más, viajar si las fuerzas me lo permiten, alcanzar nuevos niveles de entendimiento e introspección”. Es decir continuar haciendo lo que había hecho siempre.

Oliver Sacks murió en Nueva York, con Bill Hayes a su lado, el 30 de agosto de 2015. Tenía 82 años.

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