Su nombre era Tafari Makkonen Woldemikael, Ras (jefe) Tafari. Pero luego lo cambió por Haile Selassie. En su país se lo llamaba también de otras maneras: Emperador de Etiopía, El Rey de Reyes, el León de Judá, el Elegido de Dios, el Más extraordinario Señor, el Muy altísimo Señor, Su Más Sublime Majestad, entre otros apelativos que tampoco ejercían la moderación.
Gobernó Etiopía durante 44 años. Era un monarca millonario en un país de una pobreza extrema. Lo consideraban una deidad hasta que el hambre se intensificó y, en especial, hasta que fue dada a conocer al mundo.
En septiembre de 1974 fue sacado del poder por el Derg, un grupo militar de izquierda que tomó el mando del país e instauró una junta militar. Fue recluido en uno de sus tantos palacios pero confinado a un dormitorio. Bajo estricta vigilancia debía permanecer allí todo el día. Sus captores rotaban los guardias cada quince días porque el antiguo emperador aún mantenía el poder de seducción y persuasión sobre ellos. Seguía creyendo que ostentaba el poder y exigía un informe diario de situación.
El 27 de agosto de 1975, hace 45 años, Haile Selassie fue encontrado muerto en su habitación. Se habló de una enfermedad cardíaca: una obstrucción del aparato circulatorio debido a una trombosis. Una causa posible teniendo en cuenta la edad avanzada de Selassie (83 años) y su fragilidad; apenas pesaba 50 kilos. Aunque luego la versión oficial estableció que se había tratado de una infección respiratoria que agravó una condición anterior debida a un cáncer de próstata.
Del destino del cuerpo no se supo nada por muchos años. En las calles de Addis Abeba el rumor creció. Cada vez más gente creía, mientras se alejaban los días de la muerte de su ex emperador, que Haile Selassie había sido asesinado. Una vez que cayó el Derg, más de veinte años después del fallecimiento se inició un juicio para determinar la causa del deceso. Allí se estableció que había sido asesinado. Que uno de los militares que se habían opuesto a él en el último tiempo lo había asfixiado con una almohada. Testigos y ex soldados señalaron al teniente coronel Daniel Asfaw, hombre muy cercano a Mengistsu Hailemariam, el dictador que sucedió a Selassie.
Un cuarto de siglo después de su muerte, Selassie recibió un funeral con todos los fastos. Sus restos descansan en la catedral de Addis Abeba. No se hizo público el lugar en el que fueron encontrados. De ese modo, la leyenda que circuló durante tantos años se dio por cierta. Los etíopes estaban convencidos que a Selassie, sus enemigos, lo habían enterrado debajo de las letrinas de uno de los cuartos del último palacio imperial que habitó.
Haile Selassie, a los 14 años, fue nombrado gobernador de una región etíope. A los 24 era una de las personas más poderosas de su país. En 1928 fue coronado Negus, es decir rey. El único inconveniente es que al mismo tiempo regia Zewditu, la emperatriz. Así que por un bienio, Etiopía ostentaba al mismo tiempo de Rey y Emperatriz. El creciente poder de Ras Tafari (faltaban unos años para que se cambiara el nombre a Haile Selassie) fue visto por algunos nobles y militares como una falta de respeto para la institución imperial. Se desató una guerra civil que tuvo por vencedor a Selassie. La emperatriz, convenientemente, se murió justo cuando la contienda se inclinaba para el lado de su oponente. Las sospechas de asesinato no se han despejado hasta el día de hoy aunque se haya hablado de que Zewditu murió de un ataque cardíaco al enterarse de la muerte de su esposo en el campo de batalla.
Tras imponerse en esas luchas intestinas, Selassie fue coronado emperador en 1930. La ceremonia fue fastuosa y contó con mandatarios extranjeros, miembros de la realeza europea y muchos periodistas. Relaciones que Selassie había cultivado en varios viajes y estadías en el Viejo Continente. En esos periplos como gesto de gratitud y de respeto le regaló a la máxima autoridad francesa y a Jorge V, el rey inglés, varios leones para que se entretuvieran (los felinos serían una presencia constante en la corte etíope). Hubo un observador especial que dejo asentados por escrito sus impresiones del evento.
El escritor inglés Evelyn Waugh escribió en Gente Remota: “Mis pensamientos vuelven una y otra vez a Alicia en el País de las Maravillas cuando trato de establecer algún paralelismo histórico de lo que veo. En Addis Abeba todo era azaroso e incongruente; uno acababa aprendiendo a esperar siempre lo más inesperado, y aún así, siempre se sorprendía”. En esa ceremonia y en esa ciudad lo absurdo, lo fantástico, lo irracional y lo maravillosa convivían con naturalidad.
En 1935, Selassie se exilió en Inglaterra tras la conquista por parte de las tropas italianas de su país. Desde allí lanzó una proclama instando a su gente a resistir que se convirtió en un manifiesto antifascista. La revista Time lo nombró una de las personalidades del año. El régimen fascista de Mussolini gobernó el país africano hasta 1941 cuando con la intervención de las tropas ingleses se produjo la reconquista. Selassie regresó del exilio y recuperó su trono. Abolió la esclavitud, promulgó una nueva constitución y estrechó lazos con las democracias europeas. Parecía que el país se inclinaría por la modernización y los valores democráticos tras la estadía inglesa del emperador. La pobreza y las desigualdades en el país africano eran enormes. Selassie hacía equilibrio entre la devoción que le expresaba su pueblo y las relaciones con los nobles, militares y gobernadores de cada región. Su figura para ese entonces ya había adquirido carácter divino.
A fines de la década del sesenta la situación en Etiopía se volvió insoportable. En la corte del emperador la ausencia de realidad cada vez era mayor. Un empleado palaciego tenía como exclusiva tarea limpiar la orina del perro imperial de los zapatos de ministros y demás funcionarios que informaban al emperador. El perro paseaba libremente por el palacio y su lugar preferido para hacer sus necesidades eran los zapatos de los invitados. Ese empleado acompañaba cada movimiento de Selassie. El otro omnipresente era alguien de mayor rango, el Ministro de Pluma. Este era quien ponía por escrito las decisiones del emperador. Selassie no escribía ni firmaba ningún papel.
Todo el procedimiento imperial de decisiones era oral. Los informes que recibía eran alocuciones de sus ministros. La respuesta del emperador era inmediata pero tenía algunas peculiaridades. Mascullaba en voz inaudible, casi sin mover los labios, su dictamen. El Ministro de Pluma ponía su oreja a menos de dos centímetros de la boca del emperador y transcribía la respuesta en un papel. Así se producían los decretos imperiales que eran, naturalmente, irrevocables. El problema ocurría cuando todo salía mal. Selassie y su círculo aducían que el error había sido del Ministro de Pluma que había interpretado mal sus palabras. Y el peso de las críticas recaía sobre él. No había posibilidades de que Selassie se equivocara por su carácter divino. Kapuscinski en su libro sobre Selassie se pregunta, entonces, por qué a pesar de los innumerables errores de este funcionario, nunca era removido.
La pobreza en el país era cada vez peor. Los altos mandos militares y los cercanos al emperador vivían una vida de lujos en medio de una miseria impactante. El principio del fin fue un documental de la televisión inglesa a cargo del periodista Jonathan Dibembly. La exposición ante el mundo de las calamidades y de la dimensión de la hambruna hizo que la presión internacional, hasta ese momento casi inexistente con embajadores, observadores y mandatarios, fascinados por las excentricidades de la corte etíope, fuera cada vez más fuerte.
Pero hubo una nueva instancia que parecía que extendía la vida en el poder del octogenario emperador: la ayuda humanitaria. Gobiernos y organizaciones internacionales, sensibilizados por el documental, acercaron misiones que repartieron alimentos y cuidados médicos por todo el devastado país. Pero eso se interrumpió de pronto. La razón fue que el ministro de hacienda del país africano exigió a quienes prestaban la ayuda humanitaria que pagaran impuestos por la mercadería que ingresaban al país. Al principio pensaron que se trataba de un error o de una broma (allí todo podía ocurrir). Pero no. La exigencia era real.
Las empresas y gobiernos retiraron la ayuda. Les pareció un exceso tener además que pagar gravámenes. A partir de ese momento los voceros del régimen acusaron a estos de asesinos; afirmaban que con la retirada mataban de hambre al pueblo de Etiopía. Los acusaban de desestabilizadores. Pero en ningún momento se les ocurrió derogar la medida irracional. Es más, muchos sostienen que Selassie y sus colaboradores veían con malos ojos esas ayudas porque exponían el estado real.
A principios de 1974 la situación era desesperante desde el punto de vista humanitario e insostenible desde lo social y político. Los soldados de un regimiento importante que se encontraba en un extremo del país para evitar revueltas se levantaron contra los oficiales y los obligaron a que comieran la misma comida que ellos: la comida debía ser muy mala y/o escasa porque se temió por la vida de los oficiales y debieron ser hospitalizados. En otro regimiento un general fue torturado porque no permitía que los soldados bebieran del pozo de agua de los oficiales cuando el de ellos se había secado. Un aumento de la nafta produjo revueltas durante cinco días en Addis Abeba. Los quince palacios del emperador fue rodeados. La población comprendió por primera vez que el erario público y la fortuna personal del emperador se confundían. Kapuscinski escribió: “A medida que Selassie iba entrando en años su avidez había aumentado y había crecido su codicia, senil y penosa”.
El 12 de septiembre de 1974, día del Año Nuevo Etíope, Selassie fue depuesto.El periodista destinado por el New York Times describió de esta manera la caída del Emperador dictatorial. “Haile Selassie, acostumbrado a los Rolls Royce, fue sacado del lujoso palacio imperial en el asiento trasero de un escarabajo Volskwagen azul. La confrontación final entre el líder anciano y frágil y los jóvenes y musculosos hombres de armas era como una escena de una ópera de Verdi. Selassie retó e insultó a los oficiales; los trató de insolentes. Y ellos con una ira que iba aumentando lo llevaron a una guarnición militar en vez de trasladarlo a alguno de sus palacios. En el camino las multitudes gritaban contra el auto y su célebre ocupante: ’¡Ladrón, ladrón!’”.
Ryszard Kapuscinski en su libro El Emperador dice que Selassie no se sorprendió al ver a los hombres armados ingresar a sus aposentos. Actuó con mesura y elegancia. Escuchó la breve proclama y respondió: “Si es lo mejor para el pueblo de Etiopía, lo acepto”. Hierático como de costumbre sólo terminó de acicalarse y con docilidad se entregó a sus captores. Sólo expresó malestar cuando uno de los hombres armados, destrabó el asiento de adelante del escarabajo azul pulsando la manija y con la mano le indicó al ahora ex emperador que pasara -encorvado- al asiento trasero. El cronista polaco cuenta también que al ver que la gente agitaba sus brazos hacia el paso del auto y gritaba, Selassie saludaba con una gran sonrisa.
De su último año de vida no se sabe demasiado. Sólo que luego de cavilarlo, el nuevo régimen optó por detenerlo en una habitación de uno de los palacios que le habían pertenecido en la capital del país. Algunos afirman que fue en las dependencias de servicio. Varios de los nuevos funcionarios dialogaron con él para que revelara las cuentas en el exterior en las que depositaba su dinero pero el frágil ex emperador, inmutable como siempre, no reveló esa información. Sus palacios, tierras y participaciones en empresas de todo tipo fueron decomisadas.
La figura de Haile Selassie honrada en muchas partes del mundo con fervor religioso, como encarnación del Mesías que había profetizado Marcus Harvey, adquirió un nuevo impulso a través de las canciones de Bob Marley.
En Etiopía la lucha contra el hambre está, todavía, muy lejos de terminarse.
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