“A mis amigas, que me salvaron la vida”. Esa es la breve dedicatoria que eligió la escritora colombiana María del Mar Ramón para comenzar su primer libro. No necesitó explicar por qué decidió correrse de las clásicas dedicatorias a padres, maestros, parejas o hijos: solo entendió que era hora de dejar de contar a las mujeres como fieras impredecibles compitiendo por la misma presa para empezar a hablar, en cambio, del valor real que suele tener la amistad entre mujeres. De lo que una puede llegar a conocer a la otra, de lo que puede llegar a hacer por la otra, de la red.
Es probable que Soledad Gutiérrez y Roxana Romagnoli no fueran conscientes de eso hace 15 años, cuando se conocieron en la heladería en la que ambas trabajaban, cuando empezaron a verse fuera del trabajo y se hicieron “primero amigas, después hermanas”. Soledad tenía 20 años, todavía no había perdido ningún embarazo y el drama que vino después -cuando tuvieron que extirparle el útero- era entonces inimaginable. Roxana tenía 23 años, era mamá de un varón y todavía no sabía de lo que era capaz de hacer por una amiga.
“Pasábamos todo el día juntas en el trabajo. Después, nos empezamos a juntar a tomar mate afuera, cenábamos juntas, nos íbamos de vacaciones, compartíamos todo. Y bueno, nos hicimos inseparables”, cuenta Roxana desde su casa en Villa María, Córdoba, en diálogo con Infobae. Las dos ya estaban de novias con quienes hoy son sus parejas y, tres meses después de conocerse, Soledad -que ya entonces tenía un enorme deseo de ser madre- quedó embarazada por primera vez.
“Iba todo muy bien pero a los dos meses empiezo con pérdidas”, arranca Soledad, en presente. “Al final no pudimos hacer nada y me tuvieron que llevar a un legrado”. A lo largo de los años que siguieron quedó embarazada cinco veces más pero nunca logró retenerlos: “No había forma de encontrar cuál era el problema”, sigue. Con el tiempo y la insistencia le detectaron trombofilia y le recomendaron hacer un tratamiento de reproducción asistida: lo hizo, tampoco quedó.
Siete años después del primer embarazo perdido, un nuevo estudio mostró que tenía lo que se conoce como “útero miomatoso”, es decir, “tumores benignos pegados a las paredes del útero. Me hicieron una cirugía y lograron sacarme cinco del tamaño de una naranja”. Las posibilidades habían vuelto a abrirse y, dos años después de la operación, Soledad y su marido encararon un nuevo tratamiento de fertilidad de alta complejidad.
Le hicieron la estimulación ovárica para extraer la mayor cantidad posible de óvulos con la idea de lograr embriones y luego transferirlos. “Iba todo muy bien pero cuando me van a hacer la punción para sacarme los óvulos descubren que no me encontraban los ovarios. Resulta que me habían estimulado tanto que los ovarios se habían pegado a los riñones”.
No sólo tuvo que abandonar el tratamiento y desarmar, otra vez, la ilusión. Tuvieron que hacerle una histerectomía subtotal: “Me sacaron el útero, una parte del endometrio y me dejaron los ovarios. Así que bueno, sin útero me quedé definitivamente sin la posibilidad de poder llevar un embarazo”.
Soledad lo cuenta de un tirón, no la interrumpe el recuerdo de la tristeza, no revive la desolación. Sentada a su lado en el sillón de siempre, Roxana clava la vista en el suelo para no llorar.
“Cuando el doctor me dijo que llevar un embarazo ahora sí era verdaderamente imposible para mí, salí y le dije a mi marido: ‘Bueno, no puedo tener hijos. Quiero decirte que entre nosotros puede haber mucho amor, pero estás en todo tu derecho de decirme que te querés separar y buscar a alguien para poder formar una familia'. Jorge se sorprendió y me dijo que no, que este camino lo habíamos empezado juntos y que lo íbamos a terminar juntos. Eso me dio la pauta para pensar que no estaba todo dicho”, sigue Soledad.
Roxana traga saliva, respira hondo, se levanta, va y viene por el living pero no logra frenar el llanto. La pregunta es lo que desborda el dique de contención: “¿Qué siente una amiga cuando ve a otra sufrir así?”.
“La verdad es que era una situación fea porque tenemos tanta conexión que... perdón”, dice, y se le parte la voz. “O sea, era como que yo sentía lo que ella sentía. Sole no es muy demostrativa pero con solo mirarnos yo sé lo que le pasa. La verdad es que yo lo viví como si me hubiera estado pasando a mí. Es que a Sole la amamos todos. Y era muy… ay, perdón”, frena. Toma aire y termina: “Yo pensaba ‘¿por qué?‘, ‘¿por qué le tiene que pasar esto a ella?’, y no sabía cómo ayudarla. En ese momento ni se me había cruzado por la cabeza que yo, más adelante, sí la iba a poder ayudar, ¿me entendés?”.
Fueron 14 años de búsqueda de embarazo, “una frustración tras otra. Pero yo igual decía ‘no voy a bajar los brazos’”, sigue Soledad. Debatieron la opción de adoptar un hijo pero llevaban tantos años de proceso que temieron que dilatar aún más la espera se volviera insoportable. Como en Argentina hay un vacío legal, averiguaron cuánto costaba la subrogación de vientre en Estados Unidos, donde es legal. Valía, entre 80.000 y 150.000 dólares, un precio que puede resultar pagable para ricos y famosos pero no para Soledad -que es esteticista- y su marido -que es guardiacárcel-, lo que volvió a ponerle al deseo el sello de “imposible”.
Mientras Soledad estaba en plena lucha, Roxana fue madre por segunda vez. Podría haber habido envidia o necesidad de distancia pero no fue eso lo que pasó. “Yo elegí a Sole de madrina de mi hija y ahí, cuando vi como era con la nena, el vínculo que se había formado entre ellas, me hizo como un click”, cuenta Roxana. “Y un día, porque te juro que fue así, agarré y le dije a mi marido ‘¿qué te parece si yo le presto la panza?‘”. Raúl, su marido, hizo un breve silencio y contestó: “Bueno, averiguá, si es por La Negra, sí‘”. También estaba el hijo de Roxana, que era un niño cuando las amigas se conocieron. “Si es para la tía, sí‘”, coincidió.
Roxana llamó a su amiga y le contó su idea, Pero Soledad se negó: “No era miedo, no tenía miedo de que hubiera confusiones, sé quién es ella. Sólo sentía que le quitaba la posibilidad de tener más hijos propios en caso de que quisiera”. Pero Roxana insistió. “Es que yo estaba segura. Lo hacía por amor a ella, a ellos. Quería que pudieran disfrutar de un hijo como yo lo había hecho”. Insistió varias veces hasta que Soledad aceptó.
“Todos nos dijeron que estábamos locas”, se ríe Roxana porque, además, no existía ningún precedente en Villa María. “No nuestros maridos, pero los familiares sí. Nos decían ‘¿pero de verdad lo van a hacer?’. Y sí. Ya está. Había que hacerlo”.
Como no hay legislación en el país, la única vía era la judicial. Por eso, el primer paso fue buscar un abogado con experiencia. Encontraron uno en Mendoza, Juan Pablo Rojas, que recopiló antecedentes y armó una carpeta en donde dejó constancia de que se trataba de un acto de amor entre amigas y no había dinero de por medio. A Roxana, que iba a ser la gestante, le hicieron pericias psicológicas para entender por qué lo hacía.
“Me acuerdo que durante las pericias y me dijeron la palabra ‘incubadora’. Y yo les dije, ‘mmm...me parece muy frío, yo sería su casita’”. En ese mismo momento les dijo: “Si quieren saber más de nosotras miren, nuestros cuerpos hablan”. Es que las dos llevan en el antebrazo el mismo tatuaje, un símbolo del infinito que en centro dice una sola palabra: amigas.
La respuesta del juez llegó un año y medio después, el 8 de junio del 2018. “Lo aceptó. Estaba maravillado. No podía creer que pudiera haber tanto amor en una amistad”, cuenta Soledad. “Luz verde a la amistad”, tituló un diario local. El aval judicial era clave para que Roxana pudiera gestar y parir al bebé de su amiga pero no figurar luego en la partida de nacimiento o en el documento como la madre.
Soledad todavía tenía sus ovarios así que empezó la estimulación. Formaron los embriones con los gametos de su marido y prepararon el útero de Roxana para la transferencia. La primera dio negativo. En septiembre de 2018 hicieron la segunda transferencia de embriones: “Estábamos los cuatro adentro del consultorio, las dos y nuestras parejas”, recuerda Soledad. “Cuando salimos yo la abracé y le dije ‘quedate tranquila porque esta vez sí va a dar positivo”.
Se le aflojaron las piernas en una esquina a Soledad cuando fue a buscar los resultados y vio que su intuición había sido correcta: era positivo. Fue con su marido a darle la noticia y a Roxana sólo le bastó verles las caras, antes de que abrieran el sobre, para darse cuenta. Roxana estaba embarazada; Soledad iba a ser, por primera vez, madre.
“Una nena”, cuenta Soledad, y se refiere a la nena que ahora salta en el sillón, escala su espalda y tira besos a cámara. Decidieron que iba a llamarse Isabella. “Se movía y yo hacía videítos de la panza y se los mandaba, o si tenía un antojo o estaba de mal humor la llamaba para contarle. Yo siempre estuve consciente de que estaba en mi panza pero era su hija”, cuenta Roxana. Soledad se conectó con lo que su amiga le ofrecía: “Viví el embarazo como si lo hubiese llevado yo, venía corriendo cada vez que ella me decía que se estaba moviendo, le hablaba a la panza para que conociera mi voz. Estaba tranquila porque sabía que estaba bien cuidadita. Eso es porque Roxana es una parte de mí”.
A la hija más chica de Roxana, que en ese entonces tenía 4 años, le dijeron que la madrina tenía lastimada la panza “entonces una mariposa llevó el bebé a la panza de mamá. Yo le dije: ‘Entonces mamá lo tiene en la panza pero no va ser la mamá de la bebé. No va a ser tu hermanita, va a ser tu primita’. Así que ella le hablaba a la panza, le cantaba a la prima. Lo entendió mejor que los adultos”, cuenta Roxana.
Si bien el fallo judicial y la noticia que se difundió en los medios no decía sus nombres, Roxana vivió el embarazo con mucha naturalidad. “Me hacían la ecografía y el ecógrafo me decía ‘mamá, mirá como se mueve’, y yo, ‘no, la mamá es ella’. O íbamos a comprar ropita y la vendedora me miraba la panza y me decía decía ‘ay, ¿vas a ser mamá?’, y yo, ‘no, ella va a ser mamá, yo soy la casita”.
Roxana quiso que fuera un parto natural y así llegó Isabella el 4 de junio del año pasado. “Le dije al médico que yo quería dársela a ellos. No te puedo explicar el amor que sentí cuando se las di, la felicidad absoluta que sentí cuando salí de la sala de parto y los vi con su hija en brazos por primera vez”. Soledad había hecho un tratamiento con pastillas para generar leche así que fue ella quien amamantó a Isabella.
Un mes después, el documento de Isabella decía lo que había autorizado el juez: que era hija de Soledad y de Jorge, no de Roxana. “Mirá, no es fácil, por eso es una decisión que tiene que salir muy de adentro. No es fácil porque al día siguiente del parto no tenía más panza y no había bebé. Es como que a la noche... me faltaba algo. Pero nunca, nunca, nunca lo dudé y nunca me arrepentí de haber hecho lo que hice”.
Roxana no es la mamá pero sí la madrina de Isabella. Ya no es sólo el tatuaje del infinito el que comparten sino varios: los nombres de las nenas en los hombros, la misma vaquita de San Antonio en las muñecas. En la pared del living, mientras conversan, se ve una nota que a Roxana todavía la hace emocionar. Dice: “Te regalo mi pupito, porque nos unió nueve meses y nos unirá toda la vida. Te amo, madrina”.
“Ya pasó un año y cada vez que voy a verla vuelvo feliz, nunca con la sensación de pérdida. ¿Por qué? Porque veo a la nena que está feliz con su mamá y con su papá. Yo estoy agradecida con ella por haberme dejado participar de esto”, se despide Roxana. Soledad dice: “Yo estoy agradecida también, pero no es de ahora, no es por lo de la nena solamente. Yo la amo, es mi amiga, mi hermana, le agradezco por haber aparecido en mi vida”.
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