Una excursión las dejó al borde de la muerte: la verdadera historia de las hermanas porteñas que se perdieron en la selva

Mónica y Claudia son abuelas y jubiladas. En agosto del año pasado fueron a visitar Tucumán e hicieron un paseo por la zona de selvas de altura. Pero se perdieron y vivieron una odisea en la que creyeron que iban a morir congeladas, de inanición o atacadas por animales. Cómo lograron sobrevivir y las "señales" que sintieron en el camino

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A la izquierda, Mónica; a la derecha, Claudia, la hermana mayor, que tiene 68 años.
A la izquierda, Mónica; a la derecha, Claudia, la hermana mayor, que tiene 68 años.

Si alguien escribe “hermanas selva” en el buscador de Google los resultados que aparecen son, más o menos, los mismos: dos hermanas que se perdieron en la selva tucumana y grabaron un video “insólito”, “desopilante” o “hilarante” para pedir ayuda. El video, en el que Mónica -jubilada y abuela- le cuenta a sus hijos que habían ido a una cascada y que todo “hermosísimo” hasta que siguieron un camino de piedritas y se fueron a “la reverenda concha de la lora” se hizo viral porque, más que un pedido de auxilio, parece un show de stand up.

Sin embargo, ahora que se cumple un año, las hermanas creen que la gracia del video tapó la verdadera odisea que atravesaron para sobrevivir: la noche en la que una creyó que iban a morir congeladas y las que vinieron después, cuando pensaron que iban a morir de inanición, atacadas por animales salvajes o asesinadas por cazadores.

Mónica López tiene 63 años, es viuda, vive en Parque Chacabuco y trabajó la mayor parte de su vida como agente de seguros. Claudia, su única hermana, es divorciada, tiene 68 años, vive en Almagro, fue maestra, enfermera y kinesióloga y también está jubilada. Habían hecho varios viajes juntas en los últimos años -Salta, Jujuy, Punta Tombo, Colombia- y el año pasado, en esta misma época, Mónica vio una promoción de pasajes y le propuso a su hermana ir juntas a visitar Tucumán.

Alquilaron un departamento en San Miguel de Tucumán, un auto y subieron al avión el 22 de agosto. Siguieron las clásicas recomendaciones para turistas, el “top 5″ de los sitios de viajeros: no se podían perder el circuito de las yungas (las selvas de altura) así que planificaron esa excursión para el domingo. Les dijeron, además, que la cascada del Río Noque era un hermoso lugar para sentarse a tomar unos mates.

El plan era tomar mate en una cascada pero, cuando quisieron volver, equivocaron el camino.
El plan era tomar mate en una cascada pero, cuando quisieron volver, equivocaron el camino.

“Pero el domingo nos levantamos medio atravesadas las dos, no me acuerdo ni por qué”, recuerda Mónica. Estacionaron el auto en la entrada y agarraron sólo las carteras y el equipo de mate: hacía calor así que dejaron los abrigos. Bajaron unos 500 metros por una ladera y encontraron la cascada. “Todo divino, el lugar es precioso. La cosa es que nos sentamos a tomar mate y mi hermana abre la matera y me dice ‘me olvidé la yerba’. Ah, todo mal. Bueno, una pelea de la re puta madre, la quería matar”, sonríe Mónica durante la entrevista con Infobae. Sonríe, precisamente, porque ese olvido les permitió conservar el agua y salir de la odisea con vida.

Se quedaron un rato igual hasta que decidieron volver al auto. Según el recuerdo de Mónica, volvían “medio discutiendo, a las puteadas”; según el de Claudia, se distrajeron viendo cómo subir a las piedras sin romperse una pierna, cómo evitar mojarse las zapatillas y no vieron el cartel de “salida” (que, además, era mínimo y estaba semi escondido).

Claudia en la cascada del Río Noque, poco antes de que comenzara la odisea.
Claudia en la cascada del Río Noque, poco antes de que comenzara la odisea.

Caminaron, caminaron: las piedritas del suelo ya no eran del color de antes, tampoco el agua del arroyo, y enseguida dijeron “por acá no es”. Decidieron cambiar de dirección pero, al no conocer el territorio, se metieron más adentro. Hasta que se toparon con una “pared impresionante de piedra” y tomaron una decisión que les podría haber costado la vida. “Queríamos atravesarla para seguir la corriente de agua. Fue una odisea, te lo puedo asegurar. Ladera de un lado, ladera del otro, nos trepamos por un costado agarrándonos de los árboles. No sé cómo pero la pasamos”, relata Mónica.

Quien pone en contexto, en diálogo con Infobae, es Diego Ortiz, biólogo tucumano y gran conocedor de la zona. “La topografía de las yungas tucumanas no es plana, al contrario. La quebrada tiene barrancos muy empinados, lugares a los que no se puede acceder, precipicios de 50, 60 metros de altura, si te caés de ahí te podés matar. Hay piedras enormes, palos, lo que se te ocurra. Nosotros, que tenemos experiencia, andamos con bastones y calzado que agarre los tobillos, imaginate andar por ahí con zapatillas urbanas. Uno de los mayores peligros, más aún para la gente mayor, es caerte y fracturarte un tobillo, una pierna, la cadera…”.

Eso, de hecho, fue lo que les sucedió en el verano de 2014 a la médica platense Lía Constantino y a su marido. Habían ido de vacaciones a las yungas jujeñas: se perdieron y, tratando de salir, cayeron a un barranco de unos 100 metros de profundidad. Él, traumatólogo, se quejó de un fuerte dolor de espalda y no pudo levantarse. Ella tuvo que dejarlo y seguir, la única esperanza de encontrar ayuda. Fueron siete días a la deriva hasta que dos rescatistas la vieron. Cuando volvieron al barranco, su esposo había muerto.

Las yungas son las selvas de alturas (Shutterstock)
Las yungas son las selvas de alturas (Shutterstock)

Como habían bajado para llegar a la cascada, a las hermanas López les pareció que lo lógico era subir. Encararon “una cuesta arriba tremenda” y, desde allí, miraron alrededor: “Había tantas ramas que el cielo no se veía. Yo ahí pensé ‘si nos quieren buscar en helicóptero no nos van a encontrar”, cuenta Claudia.

Siguieron caminando y, antes de lo que esperaban, empezó a hacerse de noche. “Yo iba adelante -sigue Mónica- y frené de golpe. Le digo ‘quedate donde estás porque ésto no te va a gustar’. Era un abismo, así como te lo digo”. El cerro bloqueaba completamente la señal de los celulares, no había chance de pedir ayuda.

Con pánico a resbalarse y caer al abismo, Mónica se aferró al primer árbol que vio. Se sentó “a caballito” y así pasó la noche más dura y reveladora de su vida, “11 horas conmigo misma”, dice. En la matera no había demasiado: un paquete de bizcochitos abierto, agua tibia en el termo, media botellita de agua que habían cargado en un arroyo, seis nueces y las bolsas en las que pensaban tirar la yerba mojada.

“Agarrada del árbol como estaba, mi hermana me dijo: ‘No quiero morir congelada’”, cuenta Claudia. Buscaron la forma de soplarse las manos y palparse a sí mismas mientras la transpiración del día les entumecía el pecho. Hasta que a Claudia, que estaba aferrada a otro árbol, se le ocurrió cortar las bolsas de nylon e improvisar chalecos.

En las yungas hay barrancos, piedras, precipicios. Incluso los que conocen la zona usan bastones para caminar (Shutterstock).
En las yungas hay barrancos, piedras, precipicios. Incluso los que conocen la zona usan bastones para caminar (Shutterstock).

El biólogo tucumano vuelve a poner en contexto: “Las inclemencias del tiempo también pueden ser muy peligrosas en esa zona. Como es muy húmedo y hay poca radiación solar por la vegetación tupida, de día puede hacer mucho calor y de noche las temperaturas pueden caer a bajo cero”.

“Tomé conciencia de lo que nos estaba pasando recién cuando se hizo de noche. Fue una noche terrible. Escuchábamos ruidos y yo le decía ‘Clau, ¿sos vos?’, y ella me contestaba ‘no’. Para mí iba a venir un león, un tigre, cualquier bicho que se te ocurra, y nos iba a hacer mierda. Yo tenía pánico, angustia, desesperación”, cuenta Mónica, que esa noche se hizo pis encima para no moverse. Como “bichos de ciudad” no tenían idea de la fauna de las yungas y, en verdad, “era muy improbable que las atacara, por ejemplo, un puma. Sí podrían haber sufrido una mordedura de serpiente”, explica el biólogo.

Esa noche del 25 de agosto fue “un antes y un después tremendo” en las vidas de las hermanas. “Estuve 11 horas en ese árbol creyendo que tal vez no iba a salir viva de la selva y no tuve más remedio que ponerme a revisar mi vida: yo, que siempre tiraba la pelota afuera”, dice Mónica. “Mirá que yo había tenido otras situaciones en las que el cuerpo me había dicho ‘pará’: tuve cáncer en una mama después de enviudar, 15 años después en la otra. Pero pasó algo distinto ahí, frente al abismo. Para mí ésa fue la primera vez que yo enfrenté a la muerte”.

Antes de perderse y perder la señal, Mónica le sacó una foto a su hermana.
Antes de perderse y perder la señal, Mónica le sacó una foto a su hermana.

Dice Mónica que esa noche se dio cuenta de todas las cosas que se había callado a lo largo de su vida, de todo lo que tragó creyendo que iba a poder evitar el alud. Del daño que le había hecho a su hijo creyendo que hacía lo mejor para él. Y todos los enojos que había sostenido por no poder “entender o aceptar que, a veces, los otros piensan distinto o sienten otra cosa. Colgada de ese árbol, lo vi todo con una claridad que no había sentido jamás. La vida se puede terminar en un segundo, explicame para qué sostener semejante enojo”.

Agarrada del árbol de atrás, temblando en la oscuridad, Claudia también vio pasar la película de su vida y se detuvo en un fotograma: “Me di cuenta de que tenía creencias muy destructivas, por ejemplo: ‘Quisiera vivir con alegría pero no me lo merezco’. Y que, a veces, queriendo demostrar algo o tratando de defender una idea, atacaba. En ese momento me di cuenta de que el control y la manipulación era lo que había aprendido pero tenía el poder de cambiar, ¿por qué no me iba a merecer una vida alegre?”.

Las hermanas durante un viaje a Córdoba.
Las hermanas durante un viaje a Córdoba.

Cuando se hizo de día y volvieron a ver dónde pisaban, comieron medio bizcocho cada una y tomaron agua tibia del termo. El sol les hizo recuperar las esperanzas y fue ahí -cuando ya llevaban 18 horas perdidas- que grabaron el famoso “video desopilante”. No quisieron preocupar demasiado a sus hijos y el drama que estaban viviendo no se notó: “(...) No tenemos la más puta idea de cómo mierda salir y no saben la cantidad de cosas que pasamos: estamos lastimadas por todos lados, las rodillas, los codos, dormimos para el orto”, dice Mónica. No había señal, así que el video no se envió.

Decidieron bajar por otro lugar y recibieron lo que ahora consideran “las primeras de las tres señales de que ese no iba a ser el final de nuestras vidas”. Cuentan que se sentaron en un tronco muy grande a planear cómo bajar y que lo intentaron, pero tuvieron que volver cuando se toparon con otro barranco. “Y cuando volvimos, y te lo juro por mis hijos y mis nietas, el tronco estaba humeante: prendido por dentro, tirando calor hacia afuera. Fue el tronco que nos dio calor las dos noches siguientes, el que evitó que nos muriéramos congeladas”, dice Mónica y muestra por la cámara su “piel de gallina”.

Gritaron, creyendo que había alguien, pero nadie contestó. No es una zona -dice el biólogo- donde una sequía pueda provocar fuego.

Las hermanas junto a sus hijos.
Las hermanas junto a sus hijos.

“Cuando empezó a bajar el sol yo me empecé a desesperar. Me dolía el estómago de sólo pensar que íbamos a pasar una noche más ahí”, cuenta Mónica. Hasta que vio unos rayos de luz roja y “flasheó” una escena de película: que eran “cazadores que venían con esos rifles que tienen una luz roja. Pensé que nos iban a detectar y, creyendo que éramos animales, nos iban a disparar”. No lo supieron entonces y por eso se quedaron quietas, camufladas para evitar ser presas: eran las linternas de quienes las estaban buscando.

Amaneció el tercer día y a Mónica le cayó otra ficha: “¿Y si no nos están buscando? ¿y si trataron pero ya abandonaron la búsqueda? Nunca habíamos escuchado un helicóptero”. Sí las estaban buscando gracias a lo que ahora llaman “la segunda señal”. Después de alquilar el auto, Mónica le había hecho a sus hijos un chiste clásico de ella: le sacó fotos, mostró la nave que manejaba mami y, sin querer, le sacó fotos a la patente. Precisamente con esa foto sus hijos se comunicaron con la agencia de alquiler de autos y uno de los empleados salió a buscarlas.

Comenzaba el tercer día sin comer y no habían vuelto a ver un arroyo, por lo cual ya casi no tenían agua. Mónica empezó a juntar pis en la botellita. Estaban extenuadas y los celulares ya no tenían batería por lo que perdieron no sólo las linternas sino las posibilidades de recuperar la señal y poder llamar a alguien. Volvieron a intentar bajar por una ladera y, cuando quisieron subir desalentadas por un nuevo barranco, otra vez quedaron cara a cara con la muerte.

“Ya no era fácil agarrarse de algo para tomar envión y subir y Mónica se tomó de un árbol, se dio cuenta de que no tenía donde hacer pie y empezó a gritar ‘¡me caigo, me voy para abajo, me estoy soltando, me caigo!’. Yo había guardado una liana que había encontrado en el camino y, siempre recordando las películas, me agarré fuerte y se la tiré”, cuenta Claudia, que en octubre cumplirá 69 años. Su hermana se agarró de la cuerda natural y salvó su vida.

Decidieron que no podían volver a exponerse a un riesgo así y en otro tronco enorme armaron lo que hoy llaman “una casa”.

Así sacaron a Claudia (Gentileza Contexto)
Así sacaron a Claudia (Gentileza Contexto)

Apoyaron troncos en las ramas, las sujetaron con lianas e hicieron las paredes; la corteza del árbol hizo de techo, con las hojas del suelo hicieron un colchón. Se acostaron a dormir, se agarraron de las manos y dijeron “Que sea lo que Dios quiera”. Después Mónica le preguntó a Claudia, que había sido enfermera durante décadas: “¿Clau, cómo es morirse así?”. Claudia le contestó cómo era morirse de frío o de hambre pero también trató de convencerla de que no iban a morir así.

Claudia estaba semi dormida cuando a Mónica empezó a dolerle una rodilla. “Le dije que iba a salir un poco de la casa, a ver si movía la pierna y se me pasaba. Y de repente, veo luces. Ella me había dicho que podía ser que tuviéramos alucinaciones. Que, si me pasaba eso, cerrara fuerte los ojos y si los volvía a abrir y las cosas seguían ahí, eran reales”. Lo hizo, las luces seguían lejos pero visibles y empezó a gritar “¡Socorro, socorro, socorro!”.

Las dos creen que ahí sucedió la tercera señal: la dirección del viento había cambiado radicalmente y ahora conducía sus súplicas directo hacia las luces. Gritaron “¿hay alguien ahí?” y, después de un breve silencio eterno, escucharon “siiiii”. Fue la primera vez en tres días que se abrazaron, la primera vez en tres días que lloraron.

Quienes habían salido a buscarlas eran el gerente de la empresa de alquileres de auto -que había viajado desde Salta-, un baqueano que conocía el lugar de memoria, un joven lugareño que había visto el auto estacionado durante los tres días y había ido a avisar a la policía, y un policía que decidió seguir intentando pese a que sus compañeros se habían ido tras la caída del sol. “¿Viste? Nadie se salva solo”, dice Claudia, de fondo.

Las bajaron trabándolas entre los cuatro para que no cayeran por el barranco. “Te juro que cuando vi cómo era la bajada solas no hubiéramos podido salir nunca”, dice Mónica, y se despide. Ya a salvo, las llevaron al hospital. Salvo algunos signos de deshidratación, no tenían nada. Las hermanas volvieron al departamento alquilado de madrugada y, recién ahí, cuando recuperaron la batería, la señal y las esperanzas de vida, el video desopilante se envió.

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