“Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos” (Juan 15:13)
Raymund Kolbe –luego Maximiliano María Kolbe (8 de enero de 1894–14 de agosto de 1941)–, a sus cinco años, le contó a su madre, Maria Dabrowska, que una noche “se me apareció la virgen, y tenía en las manos una corona blanca y otra roja, y me preguntó si quería una de esas coronas. La blanca debía conservarme puro, y la roja me convertiría en mártir. Y yo le dije que quería las dos…”.
En adelante, el polaco Kolbe, nacido cuando su patria pertenecía al Imperio Ruso, se convirtió en un soldado del Inmaculado Corazón de María, un feroz enemigo –y combatiente– de la masonería, el modernismo, "y los peligros que acechan a la Iglesia".
Su padre, Julius, de origen alemán, y Maria Dabrowska, tuvieron cinco hijos: Francis, Joseph, Walenty, Andrew, y él… con poca fortuna: Walenty murió al año, y Andrew a los cuatro.
Después de esas muertes, Maria notó que Raymund pasaba largo rato orando y llorando ante un pequeño altar…
En adelante, a sus 16 años, fue aceptado en un seminario franciscano, cambió su nombre a Maximiliano María (por la madre de Jesús), y entre 1915 y 1919 se doctoró en Filosofía y Teología.
Y a partir de entonces triunfó el soldado de la Fe. Que escribió: "¿Es posible que nuestros enemigos trabajen tanto hasta prevalecer, y nosotros permanezcamos ociosos o como máximo rezando pero sin entrar en acción? ¿Acaso no tenemos armas más poderosas, como la protección de la Inmaculada? La sin mancha, vencedora de todas las herejías, vencerá al enemigo que levanta la cerviz: la masonería y otros siervos de Lucifer".
En la Edad Media hubiera sido un caballero cruzado. Uno de aquellos que atravesaban el Bósforo a nado para ir a Jerusalén… Pero en el siglo XX fue un infatigable militante de la virgen. Regó la tierra de oratorios, imprentas y periódicos defensores de su causa… hasta en Japón.
Pero aun no había llegado la hora del más heroico de sus actos.
Julio de 1941. Las hordas nazis llevaban dos años invadiendo tierras y asesinando a mansalva. Un día de ese año y mes se fugó un preso del diabólico campo de exterminio de Auschwitz, y uno de sus prisioneros, el sargento polaco Franciszek Gajowniczek, contó:
“Yo era un veterano en el campo de Auschwitz. Tenía tatuado en mi brazo el número de inscripción: 5659. Una noche, al pasar lista los guardianes, uno de nuestros compañeros no respondió. Al punto hicieron sonar la alarma. Los oficiales de seguridad desplegaron todos sus dispositivos. Salieron patrullas y recorrieron los alrededores. Aquella noche volvimos a los barracones muy angustiados. Sabíamos lo que nos esperaba. Si no lograban atrapar a fugitivo…¡matarían a diez de nosotros! A la mañana siguiente nos hicieron formar a todos: a los dos mil. Nos obligaron a estar en posición de firme hasta el mediodía. Apenas resistíamos, debilitados por el trabajo y la miserable comida. Muchos caían exánimes bajo el sol implacable. Hacia las tres de la tarde nos dieron algo de comer y volvimos a la posición de firme… ¡hasta la noche! El coronel SS Karl Fritzsch volvió a pasar lista y anunció: ‘Diez de ustedes serán ajusticiados'. Esa es la regla: diez por cada prisionero fugado. A la mañana siguiente… fui uno de los diez elegidos por el coronel”.
Franciszek salió de la fila arrastrando los pies, llorando, y dijo en voz baja:
–Pobre esposa mía, pobres hijos míos…
El cura Kolbe, tuberculoso desde hacía tiempo, dio un paso adelante y enfrentó al coronel:
–Soy un sacerdote católico polaco y estoy viejo. Quiero ocupar el puesto de ese hombre que tiene esposa e hijos.
El nazi se enfureció. ¿Cómo desobedecer a un esbirro de Hitler? Pero aceptó.
Kolbe, entonces de 47 años pero cuya enfermedad no era terminal (pudo vivir varios años más), fue arrastrado con otros nueve prisioneros hasta una celda subterránea, la “celda del hambre”, y puesto en el régimen de ayuno obligado, hasta que muriera, lo mismo que sus compañeros.
Era el 31 de julio de 1941.
Luego de sufrir tres semanas de hambre –apenas a pan y una sopa aguada y sin sustancia alguna–, el 14 de agosto Kolbe y otros tres condenados seguían vivos.
Sin embargo, no hubo perdón ni piedad para ellos. Los oficiales necesitaban desocupar la celda para encerrar a otros prisioneros, de modo que los cuatro fueron asesinados con inyecciones de fenol, y sus cuerpos, reducidos a cenizas en uno de los hornos crematorios del campo.
Pero entre los sobrevivientes quedó grabada a fuego y santidad la pasión de Kolbe: en la barraca y hasta en la última celda, exhausto, ofició misa todos los días, a impartió la comunión con el pan ácimo y el vino que le conseguían algunos guardias nazis que lo admiraban…
Franciszek Gajowniczek, el salvado, sufrió mucho. Siguió prisionero durante cinco años, y sus hijos murieron antes de su liberación.
Juan Pablo II declaró al franciscano “santo patrón y mártir de nuestro difícil siglo” en 1982. San Maximiliano Kolbe es tenido como protector de las familias, los presos, los presos políticos, los periodistas y los drogadictos.
Todavía sigue en pie su máxima obra. Cerca de Varsovia, y apenas cumplidos sus 30 años, fundó la casa religiosa Niepokalanów, la Ciudad de la Inmaculada, que apenas en una década llegó a tener un millar de frailes.
Además de una gran área libre para la construcción de una basílica, el lugar tiene un complejo editorial modelo: redacción, biblioteca, tipoteca, imprenta, laboratorios fotográficos, capilla, enfermería, central eléctrica, talleres de herreros, carpinteros, zapateros, sastres, albañiles, cuerpo de bomberos, una radio operada por aficionados, y hasta una pequeña estación ferroviaria y vías que empalman con las públicas. Y soñaba con un aeródromo, una radio y hasta una productora de cine… Todo lo que creía imprescindible para su batalla militante por la Inmaculada, bautizada por muchos seguidores como "la locura del amor".
Si alguien quiere conocer su celda en el campo de Auschwitz, puede encontrarla en el Bloque 11. Allí fue a orar el Papa Francisco.
Entre esas siniestras paredes aun es posible hallar una silenciosa y profunda verdad: el supremo sacrificio de una vida por otra.
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