Es posible matar por bala, acero, soga, y hasta (como los mafiosos), de un certero golpe de bate en la cabeza. Pero pocos instrumentos mortales están rodeados del misterio de los venenos.
Su ícono: Claudio, cuñado del rey de Dinamarca, echando una pócima (agua tofana, la llamaban) en un oído del monarca mientras éste dormía la siesta en su jardín: comienzo de una de las grandes tragedias de Shakespeare...
O Lucrecia colmando la copa de un enemigo con el veneno que ocultaba en su opulento anillo (según cuentan).
Y por supuesto Cleopatra, en cuya muerte confluyen dos teorías: que se dejó picar por una serpiente áspid -la temible cobra egipcia- o, como algunos autores sostienen, que fue asesinada con un ungüento tóxico.
Pero no es necesario retroceder tantos siglos...
El cuatro de marzo de 2018, Serguéi Skripal, doble agente de la KGB y del M16 británico, y su hija Yulia, agonizando en un banco de plaza en Salisbury, a treinta kilómetros al sur de Londres..
Causa: el veneno Novichok, altamente tóxico para el sistema nervioso.
Habían entrado al Reino Unido con nombres falsos, y acaso no llegaron a ver, en la catedral gótica, la primera versión de la Carta Magna, que data de 1215.
Estado crítico. Sin embargo, pudieron dejar el hospital, de alta, recién el 18 de mayo de ese año. Su salvador, el médico de terapia intensiva Stephen Jukes, que acertó desde el minuto cero con el tratamiento. Fueron sedados, sometidos a respiración traqueal y la estimulación de la enzima acetilcolinesterasa, que transporta las órdenes del cerebo al músculo. Un milagro.
Buena parte del mundo se estremeció: ¿veneno cinco siglos más tarde que entre los asesinos del Renacimiento y los expertos en preparar, en sus cuevas, los peores agentes de muerte?
Se le atribuye al todopoderoso Vladimir Putin la orden: “¡liquidar a los traidores a cualquier costo!”, aunque para creerla es más preciso citar a Stalin.
¿Por qué veneno? Según altos académicos, “porque es muy difícil encontrar sus huellas”.
Pero el caso Skripal no es tan novedoso. En la Guerra Fría se usó hasta el hartazgo.
En 1978, el periodista búlgaro y corresponsal de la BBC en su país, Georgi Markov, esperaba el autobús sobre el puente de Waterloo, en Londres. Sintió un pinchazo. No le dio importancia, pero murió cuatro días más tarde. Causa: le habían inoculado una diminuta bolita con ricino, uno de los venenos más potentes. Aún hoy no existe antídoto contra él. El arma: un sofisticado paraguas. Una réplica del mismo se puede ver en el Museo de Espías de Washington.
Se culpó al temible Darzhavna Sigurnost, el servicio secreto búlgaro (acusado y luego absuelto por supuesta instigación del atentado cometido por el turco Alí Agca al papa Juan Pablo II) y a la KGB.
Cuando Marlov llegó al hospital St. James, una asistente del dr. Bernard Riley, que lo atendió, le dijo “hay un loco en el cubículo que dice haber sido atacado por la KGB”. Riley no olvida las palabras de Markov, que insistió: “Me envenenó la KGB y no hay nada que usted pueda hacer”.
Bastante más atrás, el 15 de octubre 1959, fue asesinado el activista ucraniano Stepan Bandera. En la entrada de su casa en Münich, Alemania, un agente de la KGB, Bogdan Stashynski, le arrojó un chorro de gas cianuro en la cara.
Pasaron 46 años hasta que un antiguo jefe del KGB, Vladímir Kriuchkov, admitió que el organismo soviético ordenó su asesinato: “Bandera fue uno de los últimos casos en que el KGB eliminó a personas indeseables por medios violentos”.
Pareció, más bien, que lo hizo para absolver a los que habrían venido después. Porque tras la caída de la URSS el veneno también se usó para eliminar enemigos.
Por ejemplo, con Alexander Litvinenko, ex espía ruso que en noviembre de 1998, junto a otros oficiales, acusó a sus superiores de la KGB de haber ordenado el asesinato del magnate ruso Borís Berezovski.
Encarcelado y liberado un año más tarde, se radicó en el 2000 en el Reino Unido y colaboró con el MI6. Lejos de permanecer en silencio, redobló sus denuncias contra sus antiguos jefes a través de dos libros: Explotando Rusia: terror desde dentro y Grupo Criminal Lubyanka, tal el nombre del cuartel general de los espías rusos. Segura sentencia de muerte.
La venganza no tardó en llegar. Alguien, entre las sombras, echó Polonio 210 en su taza de té, que tomaba plácidamente en su cuarto del hotel Mayfair, también en Londres, el 1| de noviembre de 2006. “Me envenenaron mis propios compañeros”, acusó. Fue hospitalizado, pero veintidós días más tarde, murió.
En este caso, según contó él poco antes del desenlace, el atentado fue una orden directa de Putin.
Y no fue todo.
Otro veneno letal fabricado en Rusia es el gelsemio, que en 2012 mató al ruso Alexander Perepilitchny. Extraña burla: también se conoce al gelsemio con el poético nombre nombre de Jazmín de Carolina.
En el verano de 1879, un estudiante de medicina londinense intentó curar sus problemas nerviosos con la tintura de esa exótica flor: su uso era conocido desde hacía ciento de años por herboristas chinos y tribus de las montañas vietnamitas. Comenzó con una mínima dosis. Confiado, la fue aumentando. Al tercer día, el efecto fue inmediato y devastador: vista nublada, diarrea, dolor de cabeza, fatiga y, finalmente, depresión. Había ido demasiado lejos. El joven se llamaba Arthur Conan Doyle, y años más tarde escribió las investigaciones del célebre detective Sherlock Holmes.
Por las dudas, si anda por la Plaza Roja, compre rosas. O cruce a esas bellísimas tiendas llamadas Gum.
No fue necesario imaginar venenos hace siglos: siguen aquí, y viven entre nosotros.
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