Habían pasado diez minutos de la medianoche. El cambio de guardia se produjo sin mayores novedades. El ritmo de navegación era tranquilo. El frenesí del viaje de ida había quedado atrás. Hasta que el barco cimbreó. Una explosión y un pequeño sismo. El shock duró unos pocos segundos. Gritos, humo, corridas; los que estaban descansando intentaban vestirse. Enseguida, otra explosión. Otra vez la nave convertida en una coctelera descontrolada. No había que ser un experto para darse cuenta que los daños eran severos. Sin embargo, confiaban en que podían minimizar la situación. Unos meses antes habían logrado sobrevivir a un ataque kamikaze.
Esta vez era diferente.
El comandante ordenó sellar varias escotillas. Detrás quedaban decenas de marineros condenados a la muerte. Era la única manera de mantener la esperanza de salvar a los demás. En un par de minutos todos se dieron cuenta de que la situación era muy grave. Los daños eran muchos. Había fuego por todas partes. El USS Indianapolis se estaba hundiendo.
No hubo tiempo ni manera de sacar todos los botes salvavidas, unos pocos fueron lanzados al agua. Con los chalecos inflables la situación no fue mejor. Los que pudieron tomaron uno. Los otros se lanzaron al agua escapando del desastre o tratando de apagar las llamas que los habían alcanzado. El barco se hundió en doce minutos. 315 hombres quedaron dentro suyo. Los 890 restantes trataban de mantenerse con vida en medio del mar oscuro. Algunos nadaron durante horas, habían empezado a hacerlo para alejarse de la succión de la nave y luego siguieron y siguieron sin saber por qué.
Los hombres tenían confianza. Estaban bien preparados y sabían que la marina norteamericana tenía desarrollado un sistema muy eficaz de rescate en casos de naufragio. Demorarían un par de horas, no mucho más. Sin embargo, los hombres del USS Indianapolis debieron esperar cinco días hasta que llegara la ayuda. Durante esos días debieron enfrentar tiburones, el sol, el hambre, la sed, la contaminación producida por el agua salada, las alucinaciones, las peleas entre ellos.
El USS Indianapolis era un crucero pesado enorme de casi 190 metros de largo. Había sido botado en 1931 y había recorrido la mayoría de los mares del mundo. Se convirtió en el buque presidencial. A bordo de él, Franklin Roosevelt había llegado a Buenos Aires a fines de 1936. Casi como confirmando su buena estrella, el barco se salvó por unas pocas horas del ataque a Pearl Harbor. Luego participó activamente en la Segunda Guerra. Combatió durante años en el Pacífico.
Todo empezaría a cambiar el 31 de marzo de 1945. En esos años, el Indianapolis había cambiado. Su armamento era mucho más profuso y estaba modernizado. En medio de una batalla, un avión japonés logró superar los disparos de las baterías antiaéreas y en un ataque kamikaze se estrelló contra la cubierta del barco. Un incendio, 9 tripulantes muertos y un gran agujero. Viajó de regreso a California para ser reparado. Allí estuvo un tiempo hasta que le avisaron al comandante que debían estar listos para zarpar.
Mientras alistaban todo, los hombres del USS Indianapolis vieron llegar a varios altos oficiales y a soldados fuertemente armados. Introdujeron en una bodega especial un cargamento misterioso. Los testigos dijeron que parecían dos heladeras de playa pero blindadas. Cuando Charles Butler McVay III, el comandante, pidió explicaciones e información a sus superiores, estos sólo le comunicaron una serie de normas inviolables: el viaje debía realizarse a toda velocidad, nadie podía acercarse al cargamento, en caso de desastre o naufragio la carga tenía prioridad sobre los hombres, y en la puerta de la bodega debía haber siempre dos hombres armados como custodia.
El destino era la isla de Tinian. La misión era súper secreta. Y pareciera que le fue asignada porque era el barco de gran porte que estaba más cerca de Álamo Gordo.
El barco había sido bien reparado. Llegó en tiempo récord a Tinian con su carga misteriosa. Poco tiempo después se sabría que el USS Indianapolis transportó el material fisionable de las bombas atómicas que poco después serían arrojadas sobre Hiroshima y Nagasaki. Uranio y otros componentes que viajaban sin que los marinos conocieran su capacidad letal.
Cumplido el objetivo sin sobresaltos, el barco tenía unos días para llegar a su nueva destino. Debía arribar al Golfo de Leyte, en Filipinas, para, junto a otros miembros de la flota aliada, mantenerse alerta por un posible ataque a tierras japonesas o para ser parte importante en el posible bloqueo a la isla.
Desde la comandancia les informaron que eran aguas seguras, que desde hacía varias jornadas no había actividad japonesa en la zona. El apuro del viaje inicial había quedado atrás. Navegaban a velocidad crucero sin la compañía de los acorazoados a pesar del pedido realizado por McVay.
Todo cambió esa noche de hace 75 años, la del 30 de julio de 1945. El submarino japonés I-58 bajo el mando de Mochitsura Hashimoto divisó el enorme barco. Hashimoto ordenó un ataque con seis torpedos lanzados en racimo. El impacto de dos de ellos fue suficiente para el colapso del barco.
Apenas amaneció los sobrevivientes trataron de agruparse y de hacer un recuento de cuántos eran. Pero era una tarea imposible. Todavía se mantenían intactas las esperanzas de un pronto rescate. Todavía la sed y el hambre no habían aparecido con su ferocidad. La salida del sol fue recibida como una bendición. Un poco de calor luego de horas en el agua helada. Pero eso duro sólo un rato. Los rayos empezaron a quemarlos. Era como si su cabeza estuviera en medio de un espejo hiciera rebotar los rayos contra sus ojos. Algunos llegaron a cubrírselos con paños. Quienes no lo hicieron sufrieron daños irreparables en su vista.
El agua estaba negra. El derrame de combustible hizo vomitar a varios aunque quienes estaban todos cubiertos por la sustancia negra y aceitosa al menos estaban más protegidos de los rayos solares. Cuando oscureció, que el sol desapareciera produjo alivio. Pero también eso duró muy poco. Otra vez el frío. Y así se estableció un ciclo donde los hombres en el agua siempre deseaban que fuera otro momento del día distinto del que transcurría.
Lo peor ocurrió durante la segunda mañana. Atraídos por el movimiento humano, por ese inesperado cargamento alimenticio los tiburones comenzaron a rondar a los cientos de hombres. Ellos se juntaron, formaron cuadros como el de los ejércitos de la antigüedad para protegerse y para hacerles creer a las fieras que no eran presas fáciles. Una vana ilusión. Tiburones tigres y tiburones punta blanca los atacaban. Algunos probaban con aullidos y pataleos para alejarlos. Eso podría ser una técnica de defensa o una desembozada muestra del natural terror.
“La idea era que cuando el tiburón se acercara los hombres empezasen a chillar y chapotear con todas sus fuerzas y a veces el tiburón se iba, pero otras veces no. Se quedaba mirándote fijamente, a los ojos. Con esos ojos negros, sin vida, como si fueran los de una muñeca. Se lanza a por ti y ni siquiera parece estar vivo hasta que te muerde y esos ojos negros giran hasta ponerse blancos y entonces ya sólo escuchó un grito espantoso, el agua se vuelve de color rojo y a pesar del pataleo y el griterío esas bestias vuelven y te van despedazando. Luego me enteré de que esa primera noche perdimos cien hombres”, dice Quint, el personaje interpretado por Robert Shaw en Tiburón en su célebre monólogo. Una noche los tres protagonistas masculinos (aunque el personaje principal sea el escualo) de la película de Spielberg hablan en la embarcación. Pelean por quién tiene la herida más grande (gana la discusión Richard Dreyfuss cuando se abre la camisa y muestra el pecho mencionando a una mujer: “Me rompió el corazón”, sentencia). Las risas se acaban cuando le preguntan a Quint por su tatuaje y cuenta la historia del USS Indianapolis.
Es imposible saber cuántos fueron víctimas de los tiburones. Cómo tampoco conocemos cuántos sobrevivían en ese momento. Ni siquiera podemos conocer el número de los que llegaron con vida al agua tras los dos torpedos japoneses.
Woody James, uno de los sobrevivientes, contó hace pocos años: “Todo estaba tranquilo hasta que escuchabas un grito, un aullido: otro tiburón había atacado”.
Los hombres veían las aletas acercarse y nada podían hacer. A veces pasando por debajo del agua, los escualos los chocaban y seguían rumbo a un cuerpo que despedía sangre. Esa mañana el agua también cambió de color. Se había teñido de rojo.
Otro fragmento del monólogo de Quint: “El jueves por la mañana me tropecé con un amigo mío, un tal Robinson de Cleveland, jugador de béisbol, bastante bueno. Creí que dormía. Me acerqué para despertarlo. Se balanceaba de un lado a otro. De pronto volcó. Vi que había sido devorado de cintura para abajo”.
Después fue el tiempo de la sed, el hambre y la desesperación. Hombres que pese a la advertencia tomaban el agua salada del mar. Las alucinaciones hacían que algunos creyeran que el de al lado, el compañero que lo sostenía, era un japonés. Los ataques entre los náufragos se reprodujeron. Muchos habían perdido la razón.
El 2 de agosto en un vuelo de rutina, Chuck Gwinn, a bordo de un hidroavión, avistó algo raro en el agua. Luego de unos minutos se dio cuenta que eran hombres. Lo primero que pensó fue que se trataba de japoneses. Era lo que a esa altura el curso de la guerra hacía sospechar. Cuando se acercó se dio cuenta que eran compatriotas suyos. Dio aviso y luego de pensarlo mucho amerizó. Asistió a los que pudo. En las horas siguientes llegaron varias embarcaciones para recoger a los que quedaban. Del agua sólo salieron con vida 317 de las 1196 tripulantes que zarparon. Dos de ellos murieron a las pocas horas.
La noticia pasó casi desapercibida en la prensa norteamericana. No era momento para malas noticias. El dominio definitivo sobre Japón se llevaba la mayoría de los titulares. Sin embargo pocos meses después, el comandante McVay fue llevado ante una corte marcial. Lo acusaron de no dar la voz de abandono del barco y de no ultimar los cuidados para no ser hundidos; específicamente se le endilgaba no navegar en zig zag.
La armada norteamericana sufrió más de 300 naufragios durante la Segunda Guerra Mundial sin embargo el único comandante juzgado fue el del USS Indianapolis. Fue encontrado culpable por no navegar en zig zag pese a que uno de los testigos fue el mismísimo Hashimoto, comandante del submarino enemigo que lo hundió, quien declaró que ni de esa manera el barco se hubiera salvado. Las preguntas que planteó McVay y no fueron respondidas en la Corte: por qué sus superiores le negaron la escolta de otros dos barcos, por qué nadie se percató de la ausencia de nave, por qué el rescate demoró cinco días. McVay fue degradado aunque en una apelación posterior el fallo fue revocado.
En 2017, una misión financiada por Paul Allen, uno de los fundadores de Microsoft, pudo dar con el paradero del USS Indianapolis. A casi seis mil metros de profundidad fue encontrado cerca de la costa de Filipinas.
McVay sobrevivió al hundimiento de su barco y a la muerte de 900 hombres; pero no pude resistir la muerte de una sola mujer, la suya. Luego que un cáncer se llevara a su esposa, el comandante se pegó un tiro en la cabeza en el jardín de su casa. Fue en 1968. Tenía 70 años y un largo historial depresivo detrás. No dejó ninguna carta explicando su decisión. Lo encontraron tirado en el césped. En su mano derecha el arma que disparó; en la izquierda, apretado por su puño cerrado, un soldadito de juguete.
Hace un mes murió Tony King. Un ex marino norteamericano y tripulante del USS Indianapolis. Tenía 94 años. Ahora sólo quedan 8 sobrevivientes de aquel barco. Algo bastante natural. Pasaron 75 años. Y los que siguen vivos ya son nonagenarios. Pero se los recuerda y se mantiene el conteo porque ellos fueron parte de los 317 que lograron salir con vida del agua tras el peor naufragio de un buque militar norteamericano.
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