Conmoción. En 1932, con alfombra roja reluciente y todos los reflectores a pleno, se estrenó Grand Hotel. En rigor, un film largo y plomizo, pero con un súper elenco: Joan Crawford, John Barrymore... y la Divina y misteriosa Greta Garbo, sueño imposible para hombres de 14 a 90 años...
Pero también –argumento no menor- el justo homenaje al zapatero alemán Lorenz Adlon (mayo 1849- abril 1921, a sus 71 años), que desde adolescente, como un llamado místico, veía mañana tarde y noche la imponente Puerta de Brandenburgo, y soñaba construir cerca de allí, en el boulevard Unter den Linden, corazón de Berlín, el mejor hotel de Europa...
Abandonados los instrumentos de zapatero, y además de casarse dos veces, intentó la ruta del dinero. Abrió un restaurante (con salón para grandes fastos), importó cerveza de Holanda y Bélgica, soportó a pie y bolsillo firme la brutal inflación alemana de 1923, compró más restaurantes, y su fama como chef le valió las llaves de la high society berlinesa. ...
Feliz golpe de azar. Se hizo amigo del poderoso emperador Guillermo II, que detestaba su palacio, y lo convenció: “Levantemos el mejor hotel de Europa: cuente con dos millones de marcos oro: es todo cuanto tengo”. El emperador no vaciló, aportó lo que faltaba para concretar el proyecto: 20 millones. Y así, con los más suntuosos ornamentos, desde los muebles hasta la vajilla, desde las alfombras hasta las arañas, el 23 de octubre de 1907, con el nombre de su dueño, abrió para Alemania y el entero mundo...
Sus diez enormes pisos, su belleza, sus detalles, lograron algo parecido a un milagro: Guillermo II abjuró de su palacio y se mudó al Adlon, que hoy costaría 350 millones de euros...
Como un imán irresistible, el hotel atrajo a cuanta celebridad y aristocracia respiraba en el planeta. Pero también llegó la hora de la desdicha: una vez depuesto, el emperador se exilió en Holanda. Pero, nobleza obliga, Lorenz se negó a derribar el busto de su amigo, que aun sigue en el gran salón, junto a una chimenea no más chica de la que se ve en El Ciudadano, la obra maestra de Orson Welles...
Hubo más pesares: en 1918 a Lorenz, acostumbrado a caminar por la calle central de las tres que apuntan hacia la puerta de Brandeburgo, y exclusiva para el emperador y por lo tanto para su amigo, un carro lo atropelló y estuvo cerca de matarlo.
Pero no fue lo peor: el orgulloso Adlon se convirtió en botín de la tosca tropa nazi, que no dejó desmán sin hacer. Por fortuna, quedó indemne ante la oleada de los bombardeos aliados. Más tarde irrumpió la soldadesca rusa, y dos borrachos, buscando la bodega, y fumando puros, dejaron caer las collilas encendidas sobre virutas de embalaje, y esa parte del hotel fue una aterradora tea que destruyó medio hotel... la Guerra Fría fue justa: lo mejor de Adlon quedó en la zona occidental...
Lo increíble sucede: en la misma y privilegiada calle, distraído, tres años después del accidente que casi le cuesta la vida, otro auto arrolló a Lorenz, que seguía cruzando como si todavía estuviera vacía para el emperador, y esta vez no sobrevivió.
¿Crónica de una muerte anunciada?
Desaparecido su mentor, sobrevino el infaltable escándalo familiar: Ludwig, uno de los cinco hijos de Lorenz, abandonó mujer y prole y huyó con la bailarina Hedda Leyten en la fiesta de fin de año de 1922. Según Hedda, los rusos lo fusilaron al confundirlo con un jerarca nazi cuando un sirviente lo llamó “generaldirektor”...
Encontraron su cuerpo en una zanja, y Hedda murió en 1967...
Reinagurado en 1997 como Hotel Adlon Kempinski Berlín, volvió a ser noticia varias veces. Como en el año 2002, cuando casi ocurre una nueva tragedia: desde una de las ventanas del Adlon, Michael Jackson estuvo a punto de arrojar a su bebé, Prince Michael II...
Quemado, dividido en la Guerra Fría, cueva de altas damas, caballeros millonarios y guarida de espías quedan, además, los ilustres fantasmas del viejo pasado: Chaplin, Mary Pickford, Emil Jannings, Albert Einstein, Enrico Caruso, Thomas Mann, Josephine Baker, Marlene Dietrich, Franklin Roosevelt, Paul von Hindenburg…
Pasada la medianoche, flotan, vuelan, beben, recuerdan, ríen –algunos lloran–, y desaparecen al alba, para que los vivos hagan su juego. Pero felices e invisibles, y sin deudas por pagar.
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