Vistos desde lejos, en la bruma de un amanecer en Alabama, parecen una comparsa de carnaval. Un puñado de fantoches ocultos por anchas túnicas blancas y ridículas capuchas cónicas.
Llevan, sí, antorchas encendidas, pero no alarman: acaso es parte del ritual.
Pero de pronto todo cambia. Todo es tétrico y brutal. Porque uno de ellos clava una cruz llameante frente a una casa, y adentro hay olor y temblor de muerte.
No siempre terminan su plan asesino. Se van. Pero la advertencia corre como relámpago por el alma de los condenados. Porque el final llegará, sangriento e inexorable.
Son el Ku Klux Klan (KKK). El nombre que une a las más recalcitrantes organizaciones de la extrema derecha norteamericana. Su credo: racismo, idolatría a la supremacía blanca, homofobia, antisemitismo, anticatolicismo (son protestantes), xenofobia, anticomunismo.
Enemigos a los que hay que masacrar, más tarde o más temprano, para preservar la pureza de la raza blanca y cristiana.
Terroristas, nacieron en 1865, sobre el fin del tronar de los fusiles, los cañones y los miles de cadáveres de la Guerra de Secesión, fundando el KKK para impedir la Reconstrucción del país y, el vasto sur, mantener en pie la esclavitud: negros condenados al látigo y a la horca desde el barco–cárcel que los arrancó de sus costas africanas.
Para ellos, la paz entre el Norte y el Sur, entre los hombres de uniformes grises y los hombres de uniformes azules, era vergüenza, oprobio, mandato criminal sin límite. Y Abraham Lincoln, el redentor, la encarnación de Belcebú.
Pero entraron en declive, y su organización fue disuelta por el presidente republicano Ulysses Grant mediante el Acta de Derechos Civiles de 1871, o Acta Ku Klux Klan.
Sin embargo, fue apenas el fin del principio. Una tregua en el horror… Sus esbirros volvieron en 1915 con el mismo nombre, apoyándose en el naciente poder de los medios de comunicación masivos.
Para colmo, un film de ese año, El Nacimiento de una Nación, mudo y en blanco y negro, dirigido por David Wark Griffith, uno de los padres del cine Made in USA, sería con los años una curiosidad zoológica. Pero en ese momento, un peligroso mensaje.
En su argumento, el Ku Klux Klan es una organización noble, benemérita y patriótica… y los afroamericanos son los villanos.
Odio sobre odio, se sumó en agosto del mismo año el linchamiento de Leo Frank, un judío norteamericano, director de una fábrica de lápices en Atlanta, Georgia. Atroz crimen que los medios, lejos de condenarlo, revelaron en sus crónicas un abierto y confeso antisemitismo.
Esa segunda versión del KKK fue la más poderosa, formal, con registro de miembros, estructura estatal y nacional… y entre cuatro y cinco millones de militantes.
Su auge popular –no exclusivo del sur– entró en declive durante la Gran Depresión de 1929, y más todavía en la Segunda Guerra Mundial, cuando muchos encumbrados dirigentes y activistas generaron enormes escándalos por apoyar a la Alemania nazi.
Nada extraño: el credo KKK y el del Tercer Reich de Adolfo Hitler parecían redactados con papel carbónico.
Pero antes de su defunción, desataron la más espantosa matanza imaginable contra pequeñas ciudades, aldeas y modestas y frágiles viviendas de mayoría afroamericana.
Los métodos, continuos e implacables, se extendieron por todo el sur. Linchamientos. Ahorcados. Mutilados: cortar los testículos de la víctima y mostrarlos como un trofeo fue moneda corrientes. Apaleados hasta la muerte. Quemadas sus casas con todos sus moradores adentro, salvo los pocos que lograban escapar, luego perseguidos y colgados de un árbol. Quemadas sus iglesias en pleno servicio religioso.
Nunca hubo una estadística de afroamericanos asesinados. Pero no bajan de varios miles…, o decenas de miles.
Un héroe: el activista por los derechos civiles Stetson Kennedy, que logró infiltrarse en las filas KKK, revelar sus secretos, y forzar a las autoridades a eliminarlas como asociación nacional.
Por años se creyó que el Klan y sus actos de barbarie estaban a cargo de personajes blancos marginales, de oficios menores –mecánicos, zapateros, peluqueros–, escasa instrucción, odio ciego, resentimiento por compartir sus calles y barrios con los afroamericanos. White Trash: basura blanca… Grave equívoco. Entre sus dirigentes hubo millonarios, políticos de peso (algunos llegaron a gobernadores), y líderes llamados “pilares de la sociedad”.
Un caso emblemático ocurrió en Mississippi. La señorita Allen, de Illinois, una maestra cuya escuela estaba en Cotton Gin Port, condado de Monroe, recibió una visita entre la una y las dos de la madrugada, marzo, 1871. Cincuenta hombres a caballo con las clásicas sábanas blancas KKK y las caras cubiertas por máscaras a rayas rojas.
Le ordenaron vestirse. Subieron a su habitación un capitán y un teniente que además del grotesco disfraz llevaban un par de cuernos en la cabeza. El teniente, armado con una pistola. El capitán se sentó. Ocho hombres ocuparon el vestíbulo. El capitán le dijo que debía abandonar la enseñanza, partir, y no volver jamás. "Y nosotros nunca avisamos dos veces", amenazó. Y así fue… Huyó antes del amanecer, y nadie más la vio.
Desde 1868 en adelante, y a pesar de que un jurado federal declaró que el Klan era una organización terrorista, cientos de procesos por crímenes y actos de violencia, sobre todo en Carolina del Sur, terminaron en escandalosas absoluciones…
La historiadora Elaine Frantz Parsons escribió: “Al desenmascarar al Klan, se reveló a una caótica multitud de grupos antinegros, granjeros pobres y resentidos, bandas guerrilleras, políticos demócratas, desplazados, destiladores ilegales de whisky, jóvenes aburridos, sádicos, violadores, trabajadores blancos con miedo a la competencia negra, patrones aplicando políticas laborales rígidas, ladrones comunes, esclavos liberados y algunos republicanos blancos con intenciones criminales particulares: simple venganza…”
El domingo de Pascua de 1873 sucedió la llamada “Masacre de Colfax”: el episodio más sangriento de violencia racial en plena Reconstrucción. Algunos ciudadanos negros se resistieron al ataque del Klan y de sus aliados de la Liga Blanca, y la batalla dejó ciento cincuenta cádaveres negros…
En 1964, cuando ya el presidente John Kennedy –asesinado en Dallas, Texas, un año antes– había ordenado la inclusión de alumnos negros en escuelas de blancos enviando la Guardia Nacional para que la orden se cumpliera, Mississippi fue escenario de un canallesco episodio de resonancia mundial.
Tres jóvenes activistas por los derechos civiles, James Earl Chaney, Andrew Goodman y Michael Schwener, desaparecieron sin dejar rastros. Ante la clara sospecha de que fueron asesinados por una patota del Klan, intervino el FBI. Y sus agentes, aunque rechazados, repudiados y burlados, pidieron refuerzos y rastrearon el lugar palmo a palmo. Primero apareció en un lago la camioneta de los muchachos, y más tarde sus cadáveres, sepultados en un terraplén.
Diez de los responsables recibieron condenas durísimas. Sobre todo el Gran Caballero KKK, poderoso empresario local.
En 1988, el director Alan Parker reconstruyó minuciosamente el caso en su film Mississippi en Llamas, acaso la obra más perfecta sobre el tema, actuada por Gene Hackman, Willem Dafoe y Frances Mcdormand.
Muy atrás quedaban las palabras de Griffith sobre su film El Nacimiento de una Nación: "Los hombres blancos fueron provocados por un mero instinto de supervivencia… hasta que finalmente surgió un gran Ku Klux Klan, un verdadero imperio del sur, para proteger al territorio sureño". Película que desató una locura nacional pro Klan: en la función de estreno, en Los Ángeles, actores disfrazados de miembros K incitaron al público, y muchos, a los aullidos, dispararon balazos contra la pantalla.
Entre 1920 y 1930, una facción del Klan llamada La Legión Negra –por el color de sus uniformes– aterrorizó a buena parte del vasto medio oeste de los Estados Unidos. Fue el grupo más violento del KKK, y sus blancos preferidos fueron socialistas y comunistas, asesinados por horca o linchamiento.
En 1927, otra ola de terror. No sólo por motivos raciales. También “morales”: hubo ataques a burdeles y hoteles por horas, y una mujer divorciada fue atada a un árbol y flagelada con el torso desnudo.
Pero la decadencia llegó, inexorable. Uno de los tiros de gracia fue el apoyo del Klan al nazismo, mientras miles de soldados norteamericanos morían en los campos de batalla de Europa y del Pacífico.
Hacia el año 2000, aquellos cuatro millones de miembros de 1920… apenas llegaban a tres mil.
En la década siguiente, muchos grandes bonetes de los encapuchados fueron condenados a severas penas.
Por sobre el polvo de los huesos de tantos mártires sólo condenados por el color de su piel, el 20 de enero de 2009 asumió la presidencia el 44º. mandatario de los Estados Unidos. Barack Obama. Un afroamericano. Un hombre nacido el 4 de agosto de 1961. Cuando todavía, en algunos baños públicos del sur, podían leerse los carteles White – Color.
(Post scriptum. El primer día de diciembre de 1955, Rosa Louise McCauley –Alabama, 1913-Detroit, 2005–, casada con Raymond Parks, costurera, sacudió con un justo y simple acto el venenoso avispero racista. Subió a un autobús en Montgomery, Alabama. Se sentó en un lugar destinado a los blancos (los negros debían ir a los últimos asientos), y cuando un blanco intentó echarla, dijo simplemente: –No. Estoy muy cansada. Acabó en la cárcel. Pero ese acto de rebeldía y de elemental justicia fue la chispa de una llamarada que ya nadie podría apagar: el movimiento de los Derechos Civiles. Con Rosa Parks entre rejas, el pastor bautista Martin Luther King, casi desconocido todavía, encabezó la protesta contra la segregación racial en los transportes públicos. En 1999, aquella cansada y rebelde costurera recibió la Medalla de Oro del Congreso, que lleva grabada esta leyenda: Madre del Movimiento moderno por los Derechos Civiles. En ese momento tenía 86 años. Murió a los 92, sin abandonar la lucha hasta su último suspiro).
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