Sylvester Stallone, Pelé, Osvaldo Ardiles, un campo de prisioneros de guerra, nazis muy malos, una fuga espectacular, la Marsellesa, John Huston, una jugada inclasificable, Michael Caine, un golazo de chilena y un penal en el último minuto.
Escape a la Victoria no es una gran película pero sí se ha convertido en un gran vicio. Integra esa particular categoría, ese género cinematográfico con no demasiados exponentes que hace que cada vez que uno se cruce con ella deba detener el zapping y quedarse atado hasta el final, sin que importe que lo conozcamos. O por el contrario, nos secuestra porque conocemos el final y queremos volver a ver ese partido extraordinario, lleno de fallas, de jugadas mal coreografiadas pero hipnótico.
Escape a la Victoria se perfilaba como uno de las grandes sucesos cinematográficos de 1981. Un reconocido director, grandes estrellas, el mejor jugador de fútbol de la historia (hasta ese momento), otros futbolistas reconocidos en todo el mundo, una trama que mezclaba la Segunda Guerra Mundial, los nazis, la Resistencia Francesa, una fuga espectacular y el fútbol. Algunos llegaron a decir que era una mezcla entre El Gran Escape y Rocky pero con goles.
El presupuesto era enorme para la época: 15 millones de dólares. El actor principal uno de los más taquilleros de su tiempo. Stallone, por primera vez en mucho tiempo, no manejaba el proyecto. No había puesto al director, ni participado ni influenciado en el guión. Su mayor aporte fue haber conseguido que la música la hiciera “su” compositor: Bill Conti. Allí están las trompetas y los también reconocibles del autor de Gonna Fly now (y también evidentes homenajes a Shostakovich).
Las pretensiones del proyecto no estaban sólo reflejadas en el gran presupuesto sino en la elección de los otros actores: Michael Caine, Max von Sydow. Y también estaban los futbolistas: Pelé, Osvaldo Ardiles, el polaco Deyna, Bobby Moore, el capitán del Cosmos de Nueva York, un goleador holandés, irlandeses y gran parte del plantel del Ipswich Town, entre otros.
John Huston, el director, venía de algunos fracasos de taquilla y de crítica. Pero nadie olvidaba que él había dirigido El Halcón Maltés, La Reina Africana o Chinatown. Pero luego de los traspiés de sus últimos films creyó que a su carrera no le quedaba demasiado, que a lo sumo podría filmar alguna que otra película de bajo presupuesto. Por eso no dudó en aceptar este proyecto de gran envergadura.
Escape a la Victoria tal vez sea la película que más fama tenga dentro de las futbolísticas, la película icónica de fútbol, la referencia ineludible. Y siendo el exponente más conocido y citado, deja en evidencia muchas de las dificultades que plantea la traslación de este deporte a la pantalla. A pesar de eso, sus problemas estructurales no son culpa del fútbol. Hay un aire a desidia que sobrevuela. Nadie parece haber trabajado demasiado para filmarla. El guión muestra agujeros incomprensibles. Por ejemplo: Stallone se fuga pero se deja atrapar confiando en que no recaerá sobre él ninguna represalia severa -generalmente los fugados eran fusilados a la vista de todos para escarmiento de los compañeros de reclusión- y que será enviado al mismo campo de detención.
Los clips de entrenamiento, que con música de Bill Conti pretenden remedar los de Rocky, carecen de todo interés y ritmo. Estaban mejor filmados los cortos publicitarios con entrenamientos de la Selección Argentina que César Menotti hizo por esos años para una petrolera. El director John Huston que sabía mucho de cine, asuntos bélicos, boxeo -Ciudad dorada (Fat city, 1972) es una película extraordinaria-, y hasta de cómo cazar elefantes, pero nada de fútbol, no encuentra nunca dónde está el centro emocional de un partido. No puede culpárselo: casi ningún director de cine todavía lo descubrió.
Huston nunca había visto un partido de futbol en su vida. La filmación del encuentro la dejó en mano de sus asistentes. Pero su falta de ganas se vislumbra en otros episodios del rodaje. La filmación fue en Budapest. El estadio MKT remedaba a la perfección al de Colombres, en el que el guión sitúa la acción. Además, los costos en Hungría eran menores que en Francia. Pero en Budapest hacía mucho frío, por lo tanto Huston rara vez salía de su auto o de su caravana. En una escena en la que Stallone debía arrastrarse por el barro para sortear unos alambres de púa, Sly creyó que el director seguía la acción desde lejos. Pero cuando lo fue a buscar no lo encontró. Huston había abandonado el set hacía unas horas.
Algunos vez el director declaró que lo que lo motivó a sumarse al proyecto fue la posibilidad de dirigir a un actor como Michael Caine. Probablemente, la frase más que un elogio para Caine haya sido una crítica velada hacia Stallone.
Otra rareza de la película es que por primera vez, Stallone debe compartir el afiche publicitario. La imagen es una tríada, de brazos levantados entre victoriosos y desafiantes de él, Pelé y Michael Caine. Los tres tienen buzos rojos y no la hermosa camiseta que usa su equipo en la final.
Como nunca acá se cumple la máxima: “Si sabe actuar, no sabe jugar”. Y viceversa. Hay algunos que no cumplen con ninguno de los dos requisitos. Lo de Stallone en el arco ni siquiera roza lo digno. Que ese hombre que no tiene idea como poner las manos, que vuelca en vez de volar, que embolsa la pelota de la manera más heterodoxa y menos segura del universo, que ni siquiera puede pegarle un puñetazo a un centro llovido que cae muerto en el área chica, que ese hombre con todas esas falencias sea capaz de atajar un penal en el último instante de un juego cambia el género de la película. La convierte en una de ciencia ficción. Por más que una argucia del guión intenta excusarlo, que él sea el arquero de los aliados atenta contra el verosímil de la historia.
Mientras filmaba Halcones de la noche, la producción de Escape a la Victoria, le envío a Stallone una visita especial. A modo de entrenador personal tuvo todo el tiempo a su lado a Gordon Banks, el célebre arquero inglés, el de la atajada imposible a Pelé en México 70, el campeón del mundo en el 66. Pero Stallone nunca le prestó demasiada atención. Subestimó la dificultad de ir al arco.
Cuando llegó al rodaje de Escape a la Victoria, la primera vez que intentó volar para atajar una pelota, se dislocó el hombre en la caída (y además le hicieron el gol). A partir de ese momento, le hizo más caso a Banks, aunque en las escenas finales se rompió alguna costilla: “Físicamente fue más exigente para mí intentar atajar que hacer de Rocky”, declaró tiempo después.
Como él era la estrella de la película exigió hacer el gol de la victoria. El guión decía que salía desde su área y gambeteando a todo el equipo rival y convertía: si le costaba con las manos, hay que imaginarse las dificultades que tendría con los pies. Por suerte, alguien lo convenció y todo se redujo a atajar ese penal salvador. Sly decidió ponerse bajo un estricto régimen para interpretar al arquero: “Un prisionero de guerra no puede tener el físico de un campeón olímpico de levantamiento de pesas”, explicó.
Existen muchas películas con temática futbolera pero son pocas las que logran superar la medianía (o lo paupérrimo). Las hay basadas en hechos reales, centradas en jugadores míticos, documentales biográficos, semblanzas de equipos históricos, dramas con niños como protagonistas y hasta algún intento de explotar el fenómeno del fútbol femenino en Estados Unidos. Pero el resultado final, en casi todos los casos, es similar: gusto a poco. Esto que ocurre con las películas de fútbol, no sucede con las de otros deportes, que más allá de su calidad como obra cinematográfica, logran atraer nuestra atención cada vez que las vemos.
Dejemos las tonterías y centrémonos en lo importante: La conexión argentina. Analicemos cómo jugó Osvaldo Ardiles, quien fue elegido por su fama en Inglaterra y por su aspecto: su delgadez -como la del polaco Deyna- hacen verosímil que estuviera detenido en un campo de prisioneros de guerra. En el primer tiempo no tuvo mucha participación, pero en el segundo la rompió. Hizo el segundo, un gran gol eludiendo al arquero, en el tercero el arquero le tapó un mano a mano y Bobby Moore la metió de rebote, e inició la jugada del cuarto. Pero todo debe ser dicho, es imperdonable la imprudencia que comete con el tiempo cumplido: se tiró a los pies en su propia área e hizo un penal estúpido. Sin embargo, un lujo que tira es el que ha quedado inmortalizado en el inconsciente colectivo.
Intentemos desentrañar una cuestión que me persigue hace treinta y cinco años: ¿Cómo se llama la jugada que Ardiles hace en Escape a la Victoria? Expliquémosla para los incautos: sin detener la carrera, el jugador deja la pelota levemente atrás y con el empeine de un pie, la engancha con el taco del otro y la hace pasar por encima de su cabeza y, fundamentalmente, del defensor que queda de espaldas a la pelota y con una cara de estúpido inigualable. Algunos sostienen que es la Bicicleta. Otros, la Marianela. El problema es que ambas denominaciones también designan otras jugadas. La Bicicleta también se aplica a la gambeta que realiza un delantero pasando el pie por encima de la pelota para en el mismo momento enganchar con el empeine hacia el costado opuesto para desairar al defensor. Los dos cultores más representativos de esta jugada en el fútbol argentino fueron el Lobo Fischer y Sergio Saturno. La Marianela es una jugada del tiempo del fútbol amateur. Dicen que su inventor fue Juan Evaristo, zaguero de la Selección. Era un rechazo, algo acrobático, en el que el defensor enganchaba el balón con su empeine y despejaba girando 180 grados, levantando, por lo general, la pelota por encima de los atacantes. Hace unos años, en una amistoso entre Argentina y Brasil, Leandro Damiao le hizo la jugada de Ossie Ardiles a Emiliano Papa. Damiao dijo que en Brasil la llaman Lambretta. En Inglaterra, Rainbow kick. Pero los amantes de Escape a la Victoria parece que dirimieron la contienda definitivamente: para ellos es la Osvaldinha.
Escape a la Victoria se inspira muy libremente en un hecho real. En 1942, en tierras ucranianas invadidas por los nazis, el fútbol había quedado olvidado. Hasta que un panadero descubrió que uno de los desgreñados postulantes para un puesto que él ofrecía (eran escasas las ofertas laborales) era una de sus ídolos, el gran Nikolai Trusevych, arquero del Dynamo de Kiev. Lo contrató de inmediato. Las charlas diarias sólo versaban sobre fútbol. Así comenzaron a juntar sobrevivientes que antes de la guerra y la invasión habían jugado al fútbol y armaron un equipo. A los alemanes les pareció una buena oportunidad. Seleccionaron algunos soldados y derrotaron con facilidad a los mal alimentados ucranianos.
Entonces se les ocurrió una idea. Podían hacer una pequeña liga, para despuntar el vicio y de paso aparentar un clima de normalidad. Cinco equipos alemanes y el rejuntado desesperanzado de ex futbolistas de la Europa Oriental que fue bautizado como FC Start. Pero con unas semanas de entrenamiento, algo mejor comidos, los ucranianos arrasaron con cada rival. Las goleadas eran continúas y cada vez más abultadas. La última esperanza era el mejor equipo alemán, el Flakelf, con jugadores bien alimentados y varios profesionales. Pero, de nuevo, los soviéticos golearon: 5 a 1. De inmediato organizaron la revancha. Pero, el resultado, a pesar de algunas irregularidades en el arbitraje y de las presiones para que se dejaran vencer, fue otra vez favorable al FC Start.
Los nazis creían que el fútbol era un gran arma propagandística, pero el derrotero del FC Start les traía problemas. Los mostraba vulnerables y elevaba la moral de los invadidos. Como quedó demostrado que no los podían vencer en la cancha, decidieron desguazar el equipo. En poco tiempo, todos sus jugadores fueron enviados a diferentes campos de concentración como castigo a sus habilidades futbolísticas. Sólo tres lograron sobrevivir (que luego fueron acusados por el estalinismo de colaboracionistas por haber jugado al fútbol). Con el tiempo, a ese último encuentro, el día que los alemanes supieron definitivamente que no iban a poder superar ese fútbol brillante, se lo conoció como El Partido de la Muerte.
De este episodio surgieron además de éste, otros dos films. El menos conocido y más reciente, de origen ruso, es Match (2012) el que recrea con mayor rigor histórico el hecho.
La tercera película basada en ese Partido de la Muerte es un clásico poco frecuentado que se conoció como Match en el infierno (Ket felido a pokolban, 1962) película húngara de Zoltan Fabri. Está película, en un ascético blanco y negro, llega al partido final transitando de manera más pudorosa lugares similares a los de Escape a la Victoria. El reclutamiento de jugadores exánimes, algún intento de fuga, los liderazgos naturales. Pero su resolución inevitable, sin final feliz, repleta de dignidad y dolor en una cancha improvisada en medio de un lager, con piso de tierra con apenas alguna mata de pasto salvaje como excepción, con los prisioneros mirando el partido con ojos agónicos y los nazis amenazando con sus armas, hacen que la película sea inolvidable.
Zoltan Fabri, apenas empieza la historia, deja claro con un travelling que atraviesa una barraca del campo de concentración, que el ambiente es muy distinto. Allí hay hambre, trabajos forzados, violencia, enfermedad y mucha muerte. Casi se puede percibir el hedor. Como celebración por el cumpleaños de Hitler los oficiales alemanes deciden hacer un partido de fútbol entre sus soldados y oficiales medios y un equipo con los prisioneros. Entre estos hay un jugador que se destacaba hasta que la guerra detuvo su carrera. Había participado en los Juegos Olímpicos de Berlín 36 y en el Mundial 38, un húngaro llamado Dio Onodi. A él le piden los oficiales nazis que organice un equipo.
Los elegidos gozarán de algunos privilegios: mayor ración de comida, dejar el trabajo forzado y posibilidades de entrenarse para el gran partido. El capitán debía elegir los jugadores. Recibió centenares de ofrecimientos: las comodidades eran muy tentadoras. En una escena ejemplar un guardia le da a elegir entre una horma de queso y una pelota de cuero, de esas con tiento. Él elige la pelota. La tira hacia arriba, la mantiene en el aire con unos cortos cabezazos, cuando baja hace jueguito, la pelota pasa firme de un pie al otro sin tocar el suelo, hasta que la levanta con el muslo y le pega un derechazo fuerte, vertical, que parece perderse en una nube. Cuando cae, mata la pelota con su empeine y la protege con su suela. Sus compañeros de detención miran embelesados, les cambia la cara mientras él despliega su habilidad. En ese momento, con una sonrisa ladeada, pronuncia la frase irrefutable: “El fútbol es sagrado”.
Roberto Fontanarrosa, en un libro que recopila algunas de sus viñetas futboleras al que tituló con esa frase, cuenta en el prólogo que vio Match en el infierno en un cine de Rosario en un programa triple y así devela el final del partido, luego de un primer tiempo desfavorable en el que Onodi casi no participó: “La cuestión es que Dio se enojó, cazó la globa, la puso bajo la suela ... y andá a cantarle a Gardel. En treinta minutos dio vuelta el partido, hizo tres pepas y hasta le puso la pelota del gol del triunfo al narigoncito judío que jugaba de once y que tuvo la mala idea de ir a gritárselo a la tribuna alemana, adonde estaba la barra brava de los nazis. Los alemanes se enojaron y no esperaron hasta la pitada final. Ahí no más los cagaron a tiros a todos, certificando que es muy difícil ganar de visitante”.
Para terminar un recuerdo personal: sé, sin espacio para la duda, cuál fue la película que con más ansiedad esperé en mi vida. Y a pesar de todo lo dicho anteriormente, fue una película de fútbol. Vi Héroes (Hero, 1987) el día de su estreno, en la primera función, en el cine América en Buenos Aires. A media mañana la cola ya llegaba a la esquina. Era una multitud que esperaba que pasara el mediodía para que empezara la película en épocas de entradas no numeradas. El clima en la sala desbordada -creo que fue la única vez que vi gente parada en los pasillos como en los días de las grandes finales en la cancha- era de una expectativa nerviosa y alegre.
Era una época sin cable, ni internet. Los goles se veían pocas veces y siempre con las cámaras de la transmisión oficial. Por eso las revistas y los diarios tenían tanto éxito. Ahí se revivía los partidos, se podía ver en una foto si la falta había sido dentro del área o no. Ver escenas de los partidos del Mundial 86 en el cine era una experiencia muy impactante. Diego Maradona es el actor protagónico (incomprensible como no le dieron ningún premio cinematográfico a mejor actor). Mientras precalienta, con una gracilidad única, un bailarín macizo, con la picardía de un adolescente inquieto y la potencia de un tanque, Valeria Lynch se amiga con toda una generación que la tenía como un consumo “grasa”. Ese Me das cada día más no podrá ya disociarse de la figura de Diego. Héroes, también, es el registro de un genio en el pico de sus fuerzas e inspiración. Y se convierte en un thriller con la definición por penales entre Francia y Brasil: una secuencia magistral de cine deportivo.
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