Tarnow vivió la guerra desde el principio. A una semana de la invasión nazi a Polonia, el 8 de septiembre de 1939, las fuerzas alemanas entraron a la ciudad ubicada a unos setenta kilómetros de Cracovia. El sojuzgamiento fue inmediato. No hubo buenos modos. Sólo crueldad y brutalidad.
Los primeros en ser perseguidos fueron los judíos. Los desplazaron de sus hogares, les robaron las pertenencias. Al poco tiempo establecieron un gueto. Debieron abandonar sus hogares, recoger lo que podían llevar con ellos y hacinarse en el sitio que los nazis determinaron. Pronto empezaron los traslados hacia los diferentes campos de concentración. Sin embargo, la población del gueto aumentaba. Llegó a haber 40 mil judíos que eran traídos desde diferentes lugares del territorio polaco.
El 14 de junio de 1940, llegó a Auschwitz el primer tren con prisioneros polacos. Eran poco menos de ochocientos que habían sido enviados desde Tarnow.
Cerca de Tarnow, a unos escasos kilómetros, menos de siete, un pequeño pueblito. Tranquilo y lento. Un nombre complicado de deletrear y todavía más difícil de pronunciar: Zbylitowska Gora. Tan alejado del mundo estaba, tan poco atento a las noticias y a los avances tecnológicos, que parecía que la realidad nunca iba a golpear las puertas del pueblo. El mayor orgullo era una maravilla natural dónde parecería que sólo la belleza y la paz podrían entrar. El bosque de Buczyna. Sin embargo fue el escenario más impensado de lo atroz.
Buczyna, un bosque silencioso, de una belleza inusual, esconde una historia desoladora, que rompe el corazón. Árboles altos, fuertes, majestuosos. La elegancia de las hojas caídas con armónico desorden sobre el césped, las flores de colores tenues engalanan el cerrado bosque, los pájaros dejan oír su canto ahí dentro, en ese paraje de ensueño, el espíritu se hiela. El aire es denso y la atmósfera de dolor se impone. El horror está en el aire.
Tarnow era una pequeña ciudad polaca con una vida cotidiana tranquila, una vida de provincias. Sus habitantes reían, lloraban, trabajaban, se divertían. Se enamoraban, se peleaban. Cada uno tenía su oficio. Había sastres, relojeros, zapateros, médicos, policías, artistas y abogados. Pero el ritmo y la historia de la ciudad se modificó, como todo, cuando los atravesó la Segunda Guerra Mundial.
Ya nada volvería a ser lo mismo. La invasión alemana se hizo sentir con la persecución a los judíos. El orden fue el de siempre, el método nazi: primero la reclusión en un gueto; luego, la Solución Final.
Alrededor de 10 mil personas de Tarnow fueron masacradas: más de 6.000 judíos y unos 2.000 polacos católicos. En junio de 1942 se produjo el pico de alienación y barbarie.
Los habitantes del Gueto de Tarnow fueron obligados a concurrir a la plaza principal con su pertenencias. Fueron divididos en dos categorías. Los Clase A eran los considerados aptos para el trabajo. Los Clase B no podían trabajar. Esa noche una razzia violenta que cubrió cada metro cuadrado del gueto. Los que tenían la B en sus documentos o no tenían papeles encima fueron deportados a Belzec, un campo de exterminio. Pero muchos ni siquiera llegaron a subir al tren. Fueron asesinados en esa noche de barbarie.
Cada día que pasaba a vida en el Gueto de Tarnow se tornaba más inhumana. Hacinamiento, desabastecimiento, hambre, falta de agua y de higiene, enfermedades que se instalaban y minaban a la población. Pero a los nazis no les parecía suficiente.
Miles de habitantes de Tarnow fueron arriados a unos 10 kilómetros de su pueblo, al sereno bosque de Buczyna, en Zbylitowska Gora. Allí, entre los árboles inmensos con varios siglos de antigüedad, se produjo la masacre. Los fusilamientos se daban con sádica y pertinaz constancia.
Los cuerpos se apilaban uno sobre otro. Una montaña de cadáveres en la que se hacía imposible determinar dónde empezaba uno y dónde terminaba otro. Algunos polacos lograban una corta sobrevida cavando las fosas en las que serían escondidos (ese era el fin: esconderlos, no darles una sepultura digna) los cuerpos.
A los soldados nazis se les presentó otro problema que no habían calculado pero que resolverían con similar crueldad. Los hijos pequeños de estos padres y madres aniquilados habían quedado depositados en una casa de pequeñas dimensiones, de apenas dos ambientes, en el que en uno de sus típicos eufemismos los nazis habían bautizado como orfanato.
Bajo el cuidado de nadie, separados de sus padres para siempre, los chicos –había bebés y los más grandes apenas tenían 8 años– hacinados, sin alimentos, sin bebidas, sin las menores condiciones de higiene, permanecieron varios días sin que nadie les prestara demasiada atención.
Los chicos, encerrados, caminaban entre sus propios excrementos, con hambre; los llantos y los gritos eran desgarradores. La situación se tornó insoportable. La decisión no tardó en tomarse. Esos niños serían masacrados.
Alrededor de 800 fueron transportados al bosque de Zbylitowska Gora y fusilados en medios de llantos, gritos y desesperación. No puede haber nada que se acerque más a una escena dantesca que eso. Luego fueron depositados en las fosas cavadas en medio del bosque.
August Hafner, comandante nazi presente en el lugar, alguna vez, años después de la masacre, contó: “Los niños iban siendo traídos al medio del bosque en un tractor. Los bajaban a la fuerza, los alineaban y luego les disparaban en la nuca. Iban cayendo uno a uno en la fosa. Los sonidos eran indescriptibles: nunca olvidaré esas escenas por el resto de mi vida, es muy duro vivir con eso. Recuerdo muy especialmente a una pequeña niña pelirroja que me agarró de la mano cuando pasó por al lado mío. Ella también fue ejecutada”. Esta podría ser considerada la versión nazi, una versión hasta piadosa. Poco algunos historiadores afirman que los niños fueron tirados en las fosas con vida y luego los soldados arrojaron granadas dentro de ellas.
En la actualidad, luego de atravesar unos estrechos y sinuosos caminos se ingresa al bosque. Las fosas se alojan en medio de los árboles altísimos.
En medio del predio se encuentra un monumento con unas escalinatas que llevan a una alta y angosta construcción que recuerda y honra a las víctimas que yacen allí.
Del monumento derivan algunos senderos que recorren un par de pendientes y que llevan hasta las fosas. Las hay cercadas de azul y otras de cercas blancas. Las primeras corresponden a judíos y judías. Las blancas a polacos. Pero hay una más que rebalsa de dibujos, juguetes, velas y fotos. Es la fosa de los niños masacrados por los nazis.
El clima de congoja, recogimiento y dolor perpetuo que atraviesa ese bosque es difícil de transmitir. El silencio se impone. El silencio clama por justicia. Ese silencio grita de manera permanente, en un alarido que no se apaga nunca, que no se olvide a esos chicos. Que ese recuerdo sea el que impida que la barbarie vuelva a suceder.
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