“No fui yo... la espada bajó por mi brazo, pero bajó sola...”.
Estas palabras fueron pronunciadas por José Rabadán Pardo que, con solo 16 años, entre las 6.30 y las 8 de la mañana del sábado 1 de abril del año 2000, mató a puros sablazos a su padre y lo decapitó; luego, mató a su madre y la descuartizó y, para terminar, mató a su hermana, con Síndrome de Down, de 9 años.
Matar, matar y matar… fue el verbo que lo movilizó ese preciso día de primavera. Por espada José se refería al sable samurái o katana con el que aniquiló a su familia.
Su frase no constituyó una explicación plausible. Ni siquiera sonó a una justificación racional. Pareció más bien la materialización de una realidad escapada de una pesadilla: una imagen onírica de esas de las que querríamos despertar para comprobar que nada así ha pasado realmente.
Pero, en esta historia, no habrá despertar que nos consuele.
Una “mala” mañana de un niño mimado
Ese sábado, en el barrio de Santiago el Mayor, de la ciudad de Murcia, se desató el infierno apenas amaneció. El adolescente, con extrema violencia y frialdad, terminó en un rato con la vida de quienes hasta entonces habían convivido con él como una familia tipo, de clase media, normal y corriente.
José nunca había tenido un comportamiento fuera de lo habitual. Sus vecinos contarían luego que, aunque era introvertido y solitario, se lo veía muy educado. No tomaba alcohol ni salía con los amigos por ahí y se pasaba horas frente a su computadora. Era un chico más bien consentido. Su padre, un ex boxeador que se ganaba la vida como camionero, lo solía mimar comprándole lo que se le ocurriera. Lo que José quería, lo tenía.
Su obsesión por el videojuego Final Fantasy VIII, llevó a que sus padres le regalasen un sable de samurái. También lo anotaron en clases de karate. José no pasaba carencias, pero se sentía ahogado. No estaba para nada conforme con su vida. El estudio no era su fuerte y quería irse a cualquier lado, bien lejos de su casa y de las exigencias de estudio. Mal alumno, llegó hasta cuarto año del secundario, en el Instituto de Enseñanza Media Mariano Baquero. Ese curso lo repitió dos veces.
Terminó abandonando el colegio y ello se convirtió en un importante punto de fricción con su padre Rafael quien le dijo que no podía perder más el tiempo, que debía terminar algo y lo hizo matricularse en un curso de soldadura. Eso condujo a José, en 1999, a un intento de fuga de su casa. La huída se frustró porque su padre, Rafael, lo pescó. Su progenitor no podía saberlo, pero con las buenas intenciones de que su hijo se labrara un destino mejor que el propio, solo alimentaba el odio mortal de su primogénito.
José terminó aislándose más y más. Mientras, la rabia se cocía en su interior y su frustración alcanzaba el punto de ebullición perfecto para un escenario dantesco.
Si se iba, lo irían a buscar. En cambio, pensó José, si mataba a sus padres, su ”suplicio” terminaría. A su juicio, era la única puerta de salida para la vida que quería vivir a su antojo.
Venía pensándolo desde hacía unos días. Quería aprovechar los primeros rayos de sol para evitar tener que encender la luz con el interruptor y despertar a Rafael. No durmió en toda la noche. Su padre roncaba. En un momento le pareció que había dejado de hacerlo y eso lo asustó; si se despertaba habría perdido la oportunidad. Pero luego volvió a sentir el ronquido característico del sueño profundo. Era el momento, ya estaba amaneciendo.
A las 6.30 de la mañana, ese primero de abril, José se levantó, de entre sus sábanas, con la Katana en sus manos. La afilada hoja del arma tenía 71 cm de longitud. Estaba absolutamente decidido.
Fue a la habitación de su padre que dormía solo. Ingresó silenciosamente e inició una espeluznante carnicería. Rafael Rabadán Tovar (51), intentó defenderse. No pudo hacer nada. Tres de sus dedos fueron amputados mientras repelía la agresión cubriéndose la cara con las manos. Finalmente, el sable samurái cumplió su trayectoria y le dio de lleno en el cuello. Cuando su cuerpo fue analizado quedó demostrado que tenía 17 golpes. Su cabeza se encontró separada, dentro de una bolsa de plástico.
Luego José pasó a la otra habitación, donde su madre y su hermana dormían juntas. Mercedes Pardo Pérez (54), despertada por el revuelo escuchado (otra versión sostiene que la madre ingresó al cuarto del padre), habría estado sentada en la cama. Mercedes no atinó a reaccionar. El examen de sus restos, por parte de los peritos forenses, no demostró que hubiera signos de resistencia al ataque. Pero todavía quedaba allí alguien que lo ataba a su indeseado pasado: su hermana menor, María (9). Ella, que había visto horrorizada a José matar a su madre, pretendió defenderse. Le rogó a su hermano llorando y gritando que no le hiciera nada. José no tuvo piedad y con ella utilizó un machete. Los especialistas contarían entre 90 y 100 heridas infligidas a su familia.
Luego, pensó en evitar que el olor por la descomposición de los cadáveres alertase demasiado rápido a sus vecinos. Consideró conveniente llenar la bañadera con agua. Allí puso el cuerpo de su hermana y le tapó la cabeza con una bolsa de plástico. Intentó hacer lo mismo con su padre, pero pesaba demasiado. Abandonó la idea dejándolo al lado de la bañera. El cadáver de la madre, en cambio, fue mutilado directamente sobre la cama.
José se quitó las prendas ensangrentadas, sólo conservó la ropa interior, y se vistió para salir a la calle ya sin ataduras familiares. Tomó 100 euros y comenzó su huida. No sin antes, curiosamente, hacer dos llamadas: a un amigo y a la misma policía para alertar sobre lo que había hecho. No le creyeron.
Recién lo tomaron en serio cuando volvió a llamar desde Alicante. Entonces sí la policía fue al lugar y habló con los vecinos. Cuando entraron al hogar de los Rabadán encontraron sangre regada por toda la casa y los tres cuerpos mutilados. El escenario era tan violento que primero interpretaron que el crimen podría deberse a un ajuste de cuentas y que el hijo mayor hubiera sido secuestrado. Con el correr de las horas se dieron cuenta de que estaban equivocados: José era el principal sospechoso.
La fría confesión
Luego de la matanza la mente de José Rabadán estaba enfocada en llegar a la ciudad de Barcelona donde lo esperaba Sonia, una chica con la que chateaba por Internet. Ese día fatal, primero, se dirigió al centro de Murcia. Desde allí llamó a Sonia. Luego hizo dedo para llegar a Alicante. Lo llevó una mujer. En esa ciudad pasó otro día escondido en la casucha de un joven que acababa de conocer. Al tercer día decidieron ir a Barcelona en tren. En la estación un guarda se les acercó. Les preguntó de dónde eran. Así lo recordó: “Uno me dijo que era de Murcia y que iba a Barcelona con su amigo a ver a su abuela”. Las sospechas que le despertaron los adolescentes hizo que llamara inmediatamente a la policía. Cuando los agentes se hicieron presentes constataron que ninguno de los dos llevaba su documentación. Decidieron trasladarlos a la Comisaría Central de Alicante. Allí comprobaron la verdadera identidad de uno de los jóvenes: era José Rabadán. Habían pasado solo 72 horas desde los homicidios de la ciudad de Murcia.
Según el testimonio de los oficiales, José “se comportó con naturalidad, muy sereno y hasta con frialdad”. Lo que les dijo cuando le preguntaron sobre lo ocurrido, los dejó sin habla: “Quería vivir una experiencia distinta. Estar solo. Que mis padres no me buscaran”. Ellos, entonces, le recriminaron: “Y a tu hermana... ¡¡¿por qué mataste a tu hermana?!!”. Otra vez, logró sorprenderlos: “¿Y qué iba a hacer ella sola en el mundo...? La maté para que no sufriera”.
Cuando José Rabadán llegó al juzgado de Menores de Murcia, los medios estaban allí apostados para verle la cara “al monstruo de la katana”, como ya lo habían apodado. Rubio, con el pelo más bien largo y cara aniñada, ocuparía la portada de todos los diarios españoles por mucho tiempo.
Justo había sido aprobada, en enero de ese año, una nueva ley del menor que lo beneficiaba. Lo juzgaron rápida y brevemente y fue sentenciado a seis años de prisión y a dos de libertad vigilada. Durante mucho tiempo cobró la doble pensión de orfandad estipulada por ley.
La benévola pena al ejecutor de estos atroces crímenes despertó controversias en España y en el mundo.
En diciembre de 2005, José Rabadán pasó al régimen de libertad vigilada en una casa de acogida de la asociación evangelista Nueva vida, en Cantabria, lejos de su ciudad natal. La decisión fue adoptada por los informes favorables de la Dirección General de la Familia de Murcia y del psiquiatra. La Fiscalía no se opuso.
El 1 de enero de 2008, cumplidos siete años, nueve meses y un día de la sentencia por el triple asesinato de su familia, quedó en total libertad.
Recrear una familia e incursión en tevé
En su paso por Nueva Vida, José creó los vínculos que le permitieron reconstruir su vida en la ciudad de Santander, en Cantabria.
Quien lo acogió primero fue Jesús Jiménez (expresidiario devenido en pastor). Con él armaron una empresa dedicada a la edificación donde José hacía trabajos de albañilería. Jesús se convirtió para él en una especie de “padre adoptivo” y, los hijos de Jesús, en “hermanos adoptivos”. Este hombre fue también quien lo convenció de que debía irse de Murcia.
José Rabadán llegó a Cantabria con una nueva identidad y una novia llamada Verónica, cuyos hermanos tenían también antecedentes penales. En 2004, ante escribano, firmaron una unión de hecho. La pareja no duró mucho, se separaron unos años después.
Fue la hija de un pastor evangélico (Joaquín Borja) del centro donde se recuperaba, la que logró que José encarrilara aparentemente su vida. Tania Borja y José Rabadán se enamoraron, se casaron y tuvieron una hija que ya tiene 4 años. Y, como cualquier persona normal, trabaja. Dejó las charlas evangelistas y ahora se desempeña como broker de seguros y agente de bolsa.
“El monstruo de la Katana” tiene hoy 37 años y consiguió formar una nueva familia alejándose de su macabro pasado.
De aquel chico flaco y desgarbado, de larga melena, queda poco. Hoy lleva el pelo muy corto, tiene tatuajes por todo el cuerpo (en el pecho ostenta grabadas tres cruces, dos iguales y una más pequeña) y un físico trabajado a fuerza de gimnasio.
Desde entonces, y hasta 2017, nadie supo más nada de él. Se mantuvo en el anonimato por años, deambulando libremente, interactuando con la sociedad y llevando una vida tranquila. Pero eso cambiaría con la emisión dos capítulos, en noviembre de 2017, de un documental para la televisión del canal DMAX (antes llamado Discovery Max) sobre su vida, titulado Yo fui un asesino.
Este documental devolvió a José Rabadán a los titulares de los medios.
Allí dijo no tener “una explicación clara” de por qué mató a su familia y que “si hubiera sabido las consecuencias, no lo habría hecho”. Frase elocuente para analizar, ya que parecería, según sus propias palabras, que sólo conocer las consecuencias podría haberlo disuadido de tan espantoso acto.
También para la pantalla asegura haberse “rebelado contra Dios” por la “enfermedad de mi hermana” y que como consecuencia de ello se habría acercado “al satanismo”. Y habla de los dos libros que los investigadores encontraron en su habitación, “Ave Lucifer” y “El poder de la magia”. “Fue un mal principio”, asegura. Y revela que a partir de ese momento empezó a escuchar a Marilyn Manson y a vestir de negro. Cuenta que para investigar sobre su nueva pasión por Satán, navegaba por internet y entraba en chats con el seudónimo de Odeim 13, “que es miedo al revés, porque eso era lo que quería causar”, explica.
Sugiere, además, que el macabro crimen ocurrió sin la intervención de su voluntad: “No fui yo. La espada bajó por mi brazo sola … Me arrepentí desde que la espada bajó, pero no lo recuerdo realmente”. Solo se permite la emoción, ¿será emoción?, cuando recuerda el “amor” que sentía por su hermana a la que masacró a pesar de los ruegos de la pequeña.
Del tiempo cuando fue encerrado por los homicidios recuerda: “Hubo un momento en el que la realidad me visitó claramente, en que fui consciente de lo que había pasado. En el que sentí la ausencia de mi familia y esa ausencia no se marchaba. Imaginaba lo que había sucedido, escuchaba ruidos que se asemejaban a sollozos y llantos y gritos de agonía”.
El documental fue visto por más de medio millón de personas.
Tania, la mujer sin miedo
José Rabadán sostiene que la asociación evangélica Nueva vida fue la clave para su reinserción en sociedad: “Vine aquí sin haberme perdonado... Pero abrí mi corazón a Dios. Dios me ha salvado... Mi intención es aportar mi granito de arena: mostrar que hay esperanza y que la reinserción es posible”.
En el capítulo final del documental Tania habló: lo rescata como un padre “con valores”, enteramente volcado a su hija “para que el día de mañana sea una chica buena”. Ella recordó el inicio de la pareja: “Empezamos a salir cuando yo tenía 15 años y él 21. Es respetuoso y cariñoso... Era su pasado y como tal teníamos que convivir con él... en ningún momento tuve temor o miedo”.
El miedo, después de todo, es una sensación bastante arbitraria. Nadie podría aseverar que sus padres y su hermana hubieran temido a José antes de convertirse en sus víctimas.
José Rabadán Pardo, después de los homicidios, cortó relación con el resto de su familia. Solo tuvo algún contacto con una tía y su hermanastra, fruto de un matrimonio anterior de su padre. Jamás volvió a Murcia ni retomó tampoco sus amistades tras mudarse a Cantabria.
Los recovecos de la mente
El informe psiquiátrico tras el triple asesinato, hizo constar que José Rabadán padecía un grave trastorno mixto de personalidad con rasgos esquizoides, narcisistas, antisociales y sádicos que, a juicio de los especialistas, disminuían levemente su capacidad de comprensión emocional de las consecuencias de sus actos. Los propios médicos aconsejaban que “dada su peligrosidad potencial por el trastorno de personalidad debería pasar varios años en una institución psiquiátrica penitenciaria para tratar sus problemas mentales y rehabilitarlo socialmente”.
Los psiquiatras de la defensa, García Andrade y Demetrio García, consideraron que el diagnóstico era una psicosis epiléptica idiopática con una conjunción de factores que le provocaron una evasión de la realidad. La psicosis epiléptica no está admitida por algunos psiquiatras, aunque sí fue aceptada en este caso.
La discusiones sobre las diferentes teorías psiquiátricas saturaron los medios. ¿Pero cuál había sido el motivo para tanta saña? Según algunos de los profesionales el temor a su padre parecía ser uno de los principales puntos de inflexión en la personalidad de Rabadán. De hecho, a él le ocultó que había abandonado sus estudios y pasó mucho tiempo hasta que se animó a decírselo. El tema “no me dejaba dormir por las noches...”, argumentó José.
Según él, sus amigos de entonces, eran sanos: “No robaban ni tomaban drogas y con ellos hacía una vida normal”. José iba al gimnasio, levantaba pesas y practicaba artes marciales, pero básicamente era un aficionado full time a los videojuegos violentos.
Nadie reparó en algo que podría, al menos, haber resultado muy llamativo: su interés por coleccionar armas blancas peligrosas. Machetes de gran tamaño, Katanas como la que utilizó en el triple crimen, hachas, cuchillos picahielos enormes y con cuatro filos, navajas, cuchillos japoneses, estrellas ninja y puños americanos con pinchos eran parte de sus posesiones.
La tempestad se estaba gestando en el joven José. La guillotina implacable para eliminar cualquier obstáculo que se interpusiera con sus deseos estaba montada. Y los escollos eran precisamente los tres integrantes de su familia.
José Rabadán se refirió a esos “pájaros en la cabeza” que lo llevaron a cometer el triple homicidio. Admitió su curiosidad por el satanismo, las ciencias ocultas y las fantasías sobre cometer el crimen, pero dijo a modo de excusa que “lo imaginaba, aunque no para llevarlo a cabo, jugaba con eso”. Sostuvo ante la cámara de filmación encendida: “No fui yo, fue mi cuerpo, pero no yo. Me sorprendió mi propio acto. Solo quería volver a mi cama para que no me viera, pero la espada bajó por mi brazo (...) Me arrepentí desde que la espada bajó sola”.
¿Monstruo por siempre?
Muchos se preguntan si realmente José Rabadán habrá recapacitado y arrepentido o si su rehabilitación será solamente una fría pantomima. Uno de ellos es Javier Urra, doctor en psicología, ex Defensor del Menor de la comunidad de Madrid, coautor de la Ley del Menor y psicólogo forense, que no duda en aseverar que Javier, “se explica muy bien, pero no lo siente”. Para él, el ex convicto, carece de empatía y dice que si bien ha cumplido su condena no “ha pagado moralmente” por ello y le parecería algo “abominable que quisiera vivir de esto”, de su repentina nueva fama.
El experto que entrevistó a Rabadán para el documental, dice sospechar que en su necesidad de hablar hay algo más que mostrar su rehabilitación… “A lo mejor quiere perdonarse a sí mismo”, aventura. Urra aseguró que pensó mucho su participación en el documental y admite que hay mucha gente capaz de rehabilitarse… aunque este caso le provoca algunas dudas.
El profesional le pregunta, para el programa de tevé: “¿Eres un narcisista? ¿un sádico? ¿estás curado de la enfermedad que padecías? ¿qué te llevó a cometer un hecho tan atroz?”. Rabadán reconoce ser “consciente de que hay mucha gente que me va a seguir considerando un monstruo... lo hago por esa gente que sí va a ver que ha habido un cambio en mí. Mi intención es aportar un granito de arena hacia la restauración, parte de la reinserción trata de eso, mostrar que hay esperanza”.
Sólo el tiempo podrá determinar quién tuvo razón. Si el que creyó en él o el que dudó de su reconversión.
SEGUÍ LEYENDO: