El 10 de agosto de 2019, el multimillonario Jeffrey Epstein apareció muerto en su celda. El caso, en las últimas semanas, ha vuelto a instalarse en las conversaciones públicas gracias a Jeffrey Epstein: Asquerosamente rico, la serie documental estrenada en Netflix. Sin embargo lo que mantuvo vivo el caso, lo que verdaderamente permitió que se conocieran los abusos y que el financista se viera obligado a enfrentar a la justicia después de más de catorce años de los primeros intentos policiales por atraparlo, fue sólo la obstinación de sus víctimas. La decisión de estas mujeres ya adultas de que los abusos que sufrieron en su adolescencia no fueran olvidados, la necesidad de ser escuchadas y la determinación por buscar justicia pese a los reveses (la gran mayoría de las veces incomprensibles) fueron los motores de que esta historia se conociera en todo el mundo.
La serie se convirtió en un rápido fenómeno. Algunos especialistas criticaron su narrativa, dijeron que como documental tenía falencias en su manera de contar, que algunos testimonios eran repetitivos, que carecía de matices o que dramáticamente la historia daba para más. Desde el punto de vista de estructura dramática pueden estar en lo cierto. Aunque, quizás, el mayor mérito del documental sea el de visibilizar a las víctimas, darles una voz. Otros productos sobre criminales famosos a veces pecan de deslumbrarse demasiado con el delincuente y olvidar a las personas que sufrieron sus abusos.
Virginia Giuffre, Courtney Wild, Michelle Licata, Chauntae Davis, Virginia Roberts, Jena Lisa Jones, las hermanas Farmer son algunas de las adolescentes que fueron abusadas por el millonario. Las que pudieron dar la cara, unas pocas de las decenas que lo sufrieron (se supone que las víctimas reales de Epstein fueron más de un centenar a lo largo de un par de décadas).
Epstein produjo una trama de corrupción, abusos y violaciones de una extensión inusitada. Una ingeniería en la que, además de varias reclutadores cuya principal actividad era la de conseguir adolescentes para sus masajes y actividades sexuales, lograba que las mismas víctimas por unos cientos de dólares consiguieran que la rueda se siguiera moviendo y que otras acudiesen a las propiedades de Epstein. Un esquema piramidal de abusos.
Las jóvenes mujeres eran presionadas, coaccionadas, sobornadas y amenazadas para ceder a la voluntad del multimillonario.
Uno de los aspectos más característicos de la personalidad de Epstein es que lo dominaba una sensación de invulnerabilidad, de perpetua impunidad. Durante largo tiempo eso fue así. Los motivos los de siempre, los que acompañan a la impunidad en cualquier sociedad: el poder, el dinero, la influencia, el manejo de secretos de otros poderosos.
Cualquier víctima de abusos sexuales padece lo mismo. La incomprensión, el miedo, la falta de pruebas, la vergüenza, el escrutinio sobre ella como si fuera el victimario. Pero en el caso Epstein todo eso se potencia por la exposición pública del delincuente y por la falta de respuesta recurrente de la justicia. Parecía imposible que Epstein cayera. Sus largos brazos, su influencia parecía llegar a cualquier rincón y retrotraer las causas judiciales sin importar la instancia en la que se encontraran o el cúmulo de pruebas recolectadas.
Sus fotos con estrellas y con mandatarios publicadas a doble página color en los principales medios del mundo, su presencia en inauguraciones, la publicidad dada a sus galas benéficas parecían un reaseguro más de su caparazón judicial. Era una especie de paradoja: cuanto más expuesto aparecía más protegido estaba.
Su caída no tuvo que ver con nuevas pruebas, con testimonios incontrastables, con investigaciones exhaustivas ni con algún funcionario judicial probo e incansable o con una víctima pertinaz. Epstein ya se había cruzado con todas estas circunstancias en el pasado y había logrado salir indemne. Lo que el millonario no pudo calcular, lo que no pudo detener fue el cambio de época. El #MeToo lo arrastró y terminó con décadas de abusos. Ese cambio de época posibilitó que se dejaran de naturalizar sus delitos, que no alcanzara con sus millones ni con las múltiples coberturas políticas (tenía nexos tan aceitados con Bill Clinton como con Donald Trump).
La escena tiene un poder extraordinario. Poder simbólico (un mensaje a la sociedad) y personal, transformador para cada una de esas 23 mujeres que se pararon ese día en la sala de audiencias de esa corte de Nueva York. La causa penal se cerraría sin mayores medidas judiciales. El acusado había muerto menos de dos semanas antes en su lugar de detención. Las circunstancias de su muerte, en ese punto, ya no importaban. Las dudas quedaban planteadas y con pocas posibilidades de ser disipadas: ¿suicidio, asesinato para conseguir el silencio, ajuste de cuentas?. Las mujeres que habían sido abusadas por Epstein sintieron una enorme frustración cuando se enteraron de la noticia de su muerte. Courtney Wild dijo: “Jeffrey Epstein me robó a mí y al resto de las chicas que lo denunciaron la posibilidad de enfrentarlo en esta corte cara a cara. Y por eso fue un cobarde”.
Ya no habría justicia, ya no tendrían la posibilidad de enfrentarlo ante un tribunal, ni lo verían condenado. La muerte extingue la causa penal. Sin embargo el juez Richard Berman tomó una medida excepcional. Antes de cerrar el caso citó a las denunciantes en el caso que se tramitaba ante él y les dio la chance de ser escuchadas.
Algunas debieron esperar más de dos décadas para poder tener esta posibilidad. Ya no eran adolescentes. Eran mujeres que convivían con el estigma del abuso y con el peso de tener presente cada día de su vida que quien había abusado de ellas, quien las había traficado, no recibía sanción alguna (durante años ni siquiera fue investigado).
Algunas de esas mujeres, ese día frente al juez Berman, utilizaron sus nombres, otras prefirieron mantener el anonimato bajo el genérico de Jane Doe (algo así como Juana Mengano).
El modus operandi era bastante parecido cada vez. Alguien captaba a las chicas en la puerta de una escuela secundaria. Algún halago, la promesa de ganarse unos cientos de dólares de manera muy fácil. “Tan sólo un masaje”, le decían. Luego la llevaban a una vivienda de un lujo extraordinario y después de atravesar varias habitaciones la dejaban en una enorme sala acondicionada como sala de masajes. Epstein hacía su aparición, cuando todo estaba listo, sólo con una toalla anudada en la cintura y se acostaba. Un hombre de alrededor de cincuenta años con una chica que tenía entre 14 y 16. Las primeras veces había alguien más en la sala que oficiaba de guía: una amiga de la chica -ya veterana en las huestes de Epstein- que cobraría doscientos dólares por haber llevado a la joven hasta allí, o Ghislaine Maxwell, la pareja de Epstein. A la novel masajista se le pedía de inmediato que se sacara la ropa y el masaje se transformaba en algo sexual en cuestión de minutos. Sobre una mesa, a la vista, estaban los billetes que la joven recibiría al finalizar su labor.
Una de las víctimas, Chanteau Davies, contó: “Empecé mi masaje e intentaba que él no oliera mi miedo ni mi obvia incomodidad. Pero antes de que supiera lo que estaba pasando, él tironeó de mi muñeca y me sostuvo contra la camilla. Con la otra mano, desabotonó mi short y me tiró sobre él que ya se había quitado la toalla. Yo intentaba hablar, buscaba las palabras pero sólo podía decir: ‘No, por favor, no’. Pero eso parecía que eso lo excitaba todavía más”.
“Es fundamental entender que esa pérdida de la inocencia, esa falta de confianza, la pérdida de la alegría son imposibles de recuperar. El abuso, que se prolongó por años, consiguió que me sea casi imposible armar y mantener relaciones duraderas y sanas aún veinte años después de iniciados los hechos. Él se llevó, nos sacó algo imposible de recuperar”, dijo Anouska Georgiou.
Para encontrar solaz sexual cotidiano, a Epstein no le importó condenar a la oscuridad a todas esas adolescentes. Era una rutina. Los testimonios son concordantes. Estas sesiones de masajes sexuales se repetían cotidianamente. Había entre dos y tres sesiones diarias.
Algo muy parecido a Georgiou declaró Michelle Licata ante el juez Berman en esa jornada de Nueva York luego de la muerte de Epstein: “Yo estaba en la secundaria. Pero eso que pasó hace tantos años todavía afecta mi vida. Me dijeron que iba a rendir cuentas ante la justicia. Pero eso nunca pasó. Hasta tuvo un acuerdo secreto que fue un insulto para nosotras”.
Les prometía beneficios múltiples y una vida de confort hasta que eran intercambiadas por otras (o hasta que crecían y dejaban de resultar atractivas para Epstein). Las llevaba a sus lujosas mansiones en aviones privados, les presentaba músicos, deportistas, actores, políticos, príncipes, ex presidentes, millonarios. A muchas las entregaba a ellos, las obligaba a tener sexo también con sus invitados. Las trataba de convencer con promesas de una educación universitaria, de un futuro óptimo que nunca llegaría.
Epstein y su séquito de cómplices y partícipes necesarias sabían percibir los lados débiles, las vulnerabilidades de estas adolescentes. Naturalmente, Epstein aprovechaba las carencias de sus víctimas. Muchas de las chicas a quienes conseguía atrapar en su trama de abuso venían de familias desmembradas, padecían infancias complicadas o tenían importantes necesidades económicas. “Epstein me apuntó y se aprovechó de mí, una chica joven que había perdido a su mamá hacía unos meses por una muerte horrorosa y cuya estructura familiar se había deteriorado irremediablemente. Sus actos, aunque él pretendía pasar por mi salvador, hicieron que esa chica joven que era yo cayera en un espiral descendente que pensé que sólo iba a detener matándome. Hasta compré un arma para suicidarme”, declaró la mujer identificada como Jane Doe 10.
Cuando los intentos de abusos fracasaban, ya sea por el colapso de la víctima o porque esta lograba escapar y refugiarse en algún rincón de la casa, era Ghislaine Maxweel (primero novia y luego mujer todo servicio y facilitadora del millonario) la encargada de apaciguar a las chicas, de restarle importancia a lo sucedido y si era posible de intentar revertir su actitud para que volvieran a la sala de masajes. Luego, a la mañana siguiente, un llamado de Epstein volvía a minimizar los hechos y ponía precio al silencio.
La primera denuncia seria que recibieron los investigadores fue en 1996. Dos hermanas que en distintos momentos y lugares pasaron por lo mismo declararon ante el FBI. La denuncia quedó archivada. Nadie la activó. Epstein era un personaje influyente, un financista poderoso pero todavía no tan conocido. Menos de diez años después otra denuncia (una mujer advirtió que su hijastra había sido abusada y había recibido 300 dólares a cambio) puso en movimiento la pesada y lenta rueda policial y judicial. La policía de Palm Beach investigó en serio y llegó a identificar a casi cincuenta chicas abusada. Sin embargo cuando todo estaba dado para que se produzca una condena histórica, el fiscal decidió no acusar. Y así fue Epstein paseando su impunidad y esquivando sentarse en el banquillo de los acusados a través del soborno a funcionarios judiciales, la destrucción de pruebas, una red de encubrimiento gigante, acuerdos extrajudiciales, un batallón de abogados atentos a detener la publicación de artículos periodísticos perjudiciales para su imagen, presiones y extorsiones.
Algunas de las escenas más extraordinarias del documental son las de las declaraciones de Epstein ante los abogados acusadores en las audiencias preparatorias. Allí pasea su desprecio, la sensación de impunidad pero también exhibe un grado de violencia e incomodidad cuando las preguntas no son las que él desea. Se siente tan poderoso, tan impune que ni siquiera respeta las indicaciones que le dan sus abogados. Busca subterfugios para evitar decir que se atiene a la Quinta Enmienda Constitucional y hasta se levanta e intenta detener la declaración cuando le piden una descripción de su órgano sexual.
Jeffrey Epstein escribió en un testamento firmado dos días antes de su muerte que su fortuna se aproximaba a los 600 millones de dólares. La legó a un fideicomiso para intentar sacarla del alcance de sus víctimas y posibles acciones civiles. Epstein tenía residencia fiscal en las Islas Vírgenes (en las que era propietario de un isla privada que llegó a conocerse como La Isla de los Pedófilos). Creyó que con esa artimaña volvía a lesionar a sus víctimas, que volvía a escapar del castigo, como buscando impunidad póstuma. En un momento pareció que lo conseguía. Entre la dificultad por disponer de esos fondos y la decisión de la justicia que sostuvo que quienes aceptaran la indemnización debían dar por concluida toda acción judicial contra los cómplices de Epstein. Sin embargo la fiscal general de Estados Unidos hizo que se reviera la actitud. Se estableció que las mujeres podían ser indemnizadas y que eso no implicaba la renuncia a perseguir al resto de los responsables. Se decidió que los casi 600 millones de dólares constituirían un fondo para cubrir esas indemnizaciones. Son casi cuarenta las mujeres que habían accionado contra Epstein pero se espera que se presenten decenas de víctimas más.
Una de esas mujeres que declaró ante el juez y prefirió que no se diera a conocer su nombre, fue identificada como Jane Doe 7. Su testimonio, breve y contundente, engloba esta terrible historia: “Jeffrey Epstein robó mi inocencia. Se la quedó para siempre. Me dio una condena perpetua de culpa y vergüenza. No me considero una víctima. Me veo a mi misma como una sobreviviente”.
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